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La primera cámara que Mónica Moltó cogió en sus manos fue una Nikon de su padre. “Siempre la llevaba encima”, confiesa. Se recuerda con unos 11 años haciéndole fotos a todo y a todos. Sus hermanas menores eran sus modelos favoritas.
Se interesó por la música, la pintura y el ballet. Sabía que sería artista, pero le tomaría llegar hasta la adolescencia para descubrir que nada la emocionaba más que la fotografía. Y le costaría una década más convertirse en una de las fotógrafas más populares entre modelos, diseñadoras, influencers y actrices como Tahimí Alvariño, Andrea Doimeadiós, Yía Caamaño, Claudia Álvarez o Alicia Hechavarría.
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En poco más de un año (que es el tiempo que lleva siendo fotógrafa a tiempo completo), Mónica se ha revelado detrás del lente. Casi en pañales todavía, ha ido logrando instantáneas con una particular visión de la femineidad.
Creció rodeada de faldas. Con mamá, abuela y dos hermanas cerca, su padre fue su única figura masculina, un hecho que no ha pasado desapercibido por su forma desprejuiciada y renovadora de ser y de entender a la mujer a través de la imagen, según afirma.
Cuando quedó atrás la enseñanza media estudió gastronomía porque le llamaba la atención la idea de ser bartender. “Me gusta tratar con público y hacer que se sienta bien”. Y justo eso hizo hasta que la llegada del COVID-19 a la Isla golpeara duramente al turismo y la dejara desempleada.
Solo así se decidió a hacer fotografía de manera más seria. Estuvo trabajando unos meses en un estudio de quinceañeras en el que subestimaron su talento. Impulsada por su novio, emprendió luego un negocio en el que realmente haría lo que le gusta hacer, sin más jefa que ella misma.
Dio un curso básico en la Escuela Creativa de La Habana. Le enseñaron a manejar una cámara, supo de composición, iluminación y edición, pero nada la cautivó más que el retrato. “Entendí que era lo que prefería y me puse a buscar a los fotógrafos famosos en esa línea”. La enamoró el poder de captar al ser humano, “los sentimientos que tenemos, las energías que atraemos, la personalidad de cada cual, la singularidad de la belleza”.
No obstante, el retrato no ha desplazado de sus simpatías a la fotografía de moda. “No creo que compitan. Los dos van de la mano. Para mí son uno”. Mónica sueña con llegar a ser en algún momento como Helmut Newton, que siempre ha sido su fotógrafo preferido. “Me fascina”. En su mente también mezcla la maestría de Annie Leibovitz, Peter Lindbergh, Patrick Demarchelier o Richard Avedon. “A veces estoy de humor de uno o de otro y lo intento reflejar en mi trabajo”.
Cerca de llegar a una de sus mayores metas que es tener un estudio propio, una casa o un apartamento en el que pueda expandirse, se mantiene fotografiando con luz natural en exteriores. Con ritmo constante se esfuerza para lograr darle la vuelta al mundo con su cámara.
“Creo que esa es una de las mayores satisfacciones que podemos tener como seres humanos, saber quiénes somos y qué deseamos, descubrirnos a nosotros mismos”, asegura con sorprendente aplomo para sus 23 años.
Desde su corta pero intensa experiencia, no concibe un buen profesional del lente sin sensibilidad, empatía y atracción por lo que fotografía. Para ella se trata de captar la sensación de lo que sus ojos ven y les gusta. Con el fin de enseñar esas capturas abrió una cuenta en Instagram y la ha hecho su galería personal, una vitrina “donde la gente sea capaz de llegar a mi trabajo”.
Sin desentenderse del hecho de que la fotografía es un oficio caro y que cuesta desarrollar especialmente en Cuba, Mónica opina que de alguna manera el carecer de equipos, de tiendas, de dinero para poder ahorrar e invertir, la hace ser mejor.
La escasez más que frenarla, la obliga a trabajar incesantemente con lo que tiene, inspirada en otros que superan obstáculos y consumiendo todo el material visual posible. “Te adaptas a hacer con lo que puedes y no con lo que quieres. Te acostumbras a crear, de acuerdo con tus condiciones de vida. Eso te disciplina y hace que te conozcas y te exijas más”, dice.
Apenas puede escuchar música actualmente porque cuando no está en alguna sesión fotográfica anda viendo documentales de fotografía de moda, leyendo revistas y buscando nuevos referentes.
Pasa los días pendiente de los detalles que la rodean. Colores, objetos brillantes, personas, animales, flores, que influyen en su fotografía. Para ella esa observación continua es parte de ser artista. “Es como los escritores, que no pueden dejar de leer. Creo que mientras vives estás captando historias que luego cuentas de distintas maneras”.
Sobrada de seguridad en sí misma, considera que las oportunidades tiene que buscárselas uno si sabe hasta dónde y cómo llegar. Entiende que no importa dónde estés o si es más fácil o más difícil, “eres tú quien decide hasta dónde quieres ir. Mientras te lo propongas de verdad, puedes hacer lo que sea. Tienes solo que ponerle fuerza de voluntad, concentración y quererte lo suficiente”.
A pesar de ser casi una millennial, esta jovencita se niega a escoger entre lo digital y lo analógico. “Estudiar fotografía analógica es una asignatura pendiente porque tiene un efecto único en los retratos y posee otro valor porque la haces tú con tus propias manos, a base de químicos”, explica. Pero lo digital igualmente tiene su encanto. “El tiempo ha pasado y la tecnología ha avanzado y te posibilita hacer muchas cosas que antes no podías”.
Le gusta cultivar su sensibilidad de cualquier modo posible. De su madre -aeromoza durante 25 años- aprendió a fijar los ojos en lo que quiere. Con sus hermanas que viven en México y su padre que radica en Estados Unidos, supo lo complicado que es amar a distancia. En el universo visual en el que reina, Mónica siempre encuentra espacio para la familia. “Ellos son mi vida”, refiere.
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