Ramón nació en la Navidad de 1962. No recuerda con qué edad empezó a limpiar calles, pero tiene claro que lo hace desde niño. Con dificultades para caminar, hablar y aprender, en la escuela le dijeron que podía trabajar cortando hierba y recogiendo basura y esa lección sí la asimiló.
Su picardía y sus dientes pronunciados se conocen en todo Santiago de las Vegas. Décadas como barrendero lo han paseado por cada rincón del sureño poblado habanero. Solo puede escribir su nombre, no sabe contar, cuesta entender todo lo que dice, pero las discapacidades no le han impedido llevar una vida autónoma.
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Su aspecto frágil engaña: Ramón es un obrero sobresaliente de la empresa local de Comunales. “El número uno, de toda la vida”. De lunes a viernes se levanta “tempranito”, nunca después de las seis de la mañana, mas el sábado y el domingo no se los trabaja “a nadie”. Por lo regular, a las once ya le puso punto final a su faena, empeñado en huirle al sol del mediodía, “que es candela”.
De acuerdo con lo que afirma entre sonrisas, “lo importante es que haga las cuadras que me tocan, sin una hora fija. Son calles largas, donde hay escuelas. Barro, corto hierba y recojo la basura. No queda nada sucio. A mí me gusta dejarlo todo limpiecito. El mayor problema son los salideros. Yo tengo que caerles arriba a los que los arreglan, pero siguen botándose”.
Comenta con entusiasmo que antes cobraba unos 800 pesos cubanos y ahora, alrededor de 2.300, un salario que será aún mayor según le han dicho. “Pero me paso el mes con lo que dan en la bodega; si no, imagínate, perdería un ojo”.
Cada vez son menos los cubanos que quieren hacer el trabajo que hace Ramón. Y por hacerlo entendemos hacerlo como es. O sea, bien. Barrenderos, recogedores de basura o limpia calles, como prefiera llamárseles, no dan abasto para acabar con la suciedad en una ciudad donde la indolencia ciudadana y la escasez de recursos atentan parejamente contra la higiene comunal.
Ramón cuenta que como faltan trabajadores, a veces lo llevan a él y a otros más “por allá por los edificios de La Habana Vieja para recoger basura y llenar camiones de escombros que están dondequiera. Hay que dar mucha pala y escoba”.
El carretón que usa duerme en el patio de su casa junto a la pala, el rastrillo, el recogedor y la escoba. “Si yo dejara mis instrumentos en la empresa los desaparecerían todos. Después de tantos años en esto, yo me he hecho de lo mío”.
Cuando hay, aclara, le dan botas y guantes “que no sirven porque están podridos”. Una vez al año le entregan un uniforme, a pesar de que necesitaría por lo menos dos para alternarlos. También le entregan artículos de aseo, pero no comida. “¿Y cómo haces para que nadie te estafe con tu dinero?”, le pregunto. “A mí no me roba nadie”.
Los padres de Ramón murieron hace tiempo. Vive con dos hermanos y una hermana, y es querido por todo el vecindario. “Todo el mundo se preocupa por mí”. Caridad, Pucha y Lalita son sus mejores amigas. Algunas residen en Estados Unidos y cuando vienen de visita abren hueco “para verme y regalarme algo”.
Al final, es un hombre genuinamente popular. Siempre dispuesto a cooperar, lo mismo chapeando que yendo a hacer mandados. De tan carismático, ni cola tiene que hacer cuando va a la tienda o la carnicería.
El televisor no le gusta porque “es lo mismo con lo mismo. Yo prefiero ir por ahí conversando con la gente”. Dice que no ha querido “complicarse” teniendo mujer o hijos, que aprendió a cocinar hace rato y adora los dulces y el café. Pero de ron no prueba más que un dedo.
“Eso vuelve loca a la gente”, asegura.
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