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Los partidos comunistas, gracias al resultado de la II Guerra Mundial, ganaron estatus legal en todas las democracias representativas de Occidente, incluidos los Estados Unidos de América. La labor conspirativa del comunismo internacional ha sido la misma desde entonces: usar los mecanismos democráticos del mundo libre para desgastar y eventualmente destruir a la democracia.
A pesar de la irreversible erradicación militar del fascismo, los comunistas contemporáneos no han conseguido adaptarse a la idea de vivir sin su hermanito siamés en tiempos de paz. De hecho, un rasgo identitario de los comunistas, declárense o no como tales, es la permanente denuncia del fascismo por todas partes. Oponerse a un comunista es ser deslegitimado de inmediato como fascista. El comunismo no acepta oposición racional. El odio es su elemento innato.
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El resultado es que, un siglo después del fascismo, la propaganda comunista aún nos asegura que el peligro fascista es hoy más inminente que nunca. De ahí la importancia de que los comunistas ocupen el poder cuanto antes, por cualquier medio. Se lo merecen pues sólo la vanguardia comunista sabe cómo cortar de cuajo las oleadas fascistas de la reacción.
El Partido Comunista de Estados Unidos (CPUSA) lleva esa batalla de ideas en el corazón del “imperialismo norteamericano”, tal como ellos se empeñan en llamar a su propio país en plena decadencia, una nación que desde hace décadas es incapaz de ganar la más mínima escaramuza bélica.
En una editorial de fin de año, el CPUSA ataca por millónesima vez las políticas “anti-cubanas” de Donald Trump, un facha que “no puede perdonarle a Cuba” sus “grandes avances en el bienestar de la ciudadanía”, ni el hecho de que “provea de cuidados médicos de alta calidad a los países pobres del mundo”, ni tampoco su “excepcional ejemplo de solidaridad”, y mucho menos que la Isla “jugase un rol principal en la derrota del régimen fascista del apartheid en Sudáfrica”.
Por supuesto. F con F, fascismo. Un fantasma recorre los partidos comunistas del planeta entero: el fantasma del fascismo.
Si no existiera el fascismo, habría que inventarlo. Tal y como el comunismo se lo inventa incesantemente. Insultantemente. Papilla podrida para las embobecidas generaciones del nuevo milenio, donde por fin el marxismo puede prescindir sin problemas de su profeta Marx. Ya no hace falta la ideología. Basta con la inercia idiota de la justicia social, más el debido toquecito de culpa de clase.
En su panfleto redactado en la Plaza de la Revolución, el CPUSA nos cuenta a los cubanos el mismo cuento de la buena pipa de la utopía. El hitleriano Donald Trump, gracias a las “200 nuevas restricciones diseñadas para dañar a la economía cubana”, sólo quiere “afectar el nivel de vida del pueblo”, mientras usa ese mismo dinero “para financiar las minúsculas organizaciones anti-gubernamentales activas en la Isla”.
Entonces el CPUSA se lanza de cabeza a una campaña para que, en cada ciudad norteamericana, los ayuntamientos y órganos legislativos “pasen resoluciones condenando al bloqueo” y a favor de la “campaña internacional para premiar con el Premio Nobel de la Paz 2021 al excepcional programa de solidaridad médica cubana”.
¡Bravo! Los comunistas sí que creen en la participación popular masiva. Justo hasta el instante mismo en que los comunistas son los que mandan, cuando el pueblo de pronto ya no necesita participar más, pues eso de hecho estorbaría a la participación monopólica del Estado.
El socialismo es el único sistema social que prohíbe la socialización. Lo cual explica por qué en los totalitarismos de izquierda no existe un auténtico pensamiento ―ni activismo alguno― de izquierda.
Los militantes comunistas, si el resultado de la II Guerra Mundial hubiera sido la irreversible erradicación militar del comunismo, hoy por hoy serían fascistas convencidos que, consecuentemente, no habrían conseguido adaptarse a la idea de vivir sin su hermanito siamés en tiempos de paz. Son tal para cual. F con F, Fidel. Y su enemigo común es uno: el capitalismo. Que, en Ciencias Políticas, también se conoce como libertad.
No por gusto la izquierdista norteamericana Susan Sontag, en un ataque de lucidez que le granjeó el odio vitalicio de la izquierda norteamericana (todavía hoy citarla es sinónimo de suicidio), dejó escrito que el comunismo era “fascismo con un rostro humano”.
Como al final del libro Rebelión en la granja de George Orwell, a los anticomunistas nos asiste sólo el derecho de ser como esos “animales de afuera”: espectadores que, al margen del materialismo histórico, miramos maravillados “de cerdo a hombre y de hombre a cerdo y nuevamente de cerdo a hombre”, sabiendo de antemano que siempre ha sido técnicamente “imposible discernir quién es quién” entre una y otra intolerancia de izquierda.
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