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Manuel "Kalule" Cuesta Morúa. (La Habana, 1962) Probablemente, uno de los cubanos que más sabe de Asia, tras su especialización en Historia del Lejano Oriente como parte de su licenciatura en la Universidad de La Habana. Pero su mirada socialdemócrata, que no socialista, está posada en Cuba, donde preside el Arco Progresista, desde el que reivindica un diálogo con cubanas y cubanos, aunque, en este momento, no conversaría con el gobierno de Díaz-Canel porque carece de honorabilidad.
En 1991, fue expulsado como trabajador de la Casa de África, del Museo del Historiador en Habana Vieja, por sus ideas políticas y emprendió su trayectoria de oposición pacífica al castrismo, que incluyó la coordinación de la Plataforma Nuevo País, el proyecto Consenso Constitucional; miembro del Comité Ciudadanos por la Integración Racial y ha liderado el proyecto Violencia Cero.
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Su apodo de Kalule, le viene de una corta práctica del boxeo, cuando un entrenador y algunos compañeros compararon su estilo con el del púgil ugandés Ayub Kalule, que se proclamó Campeón mundial del peso welter en La Habana, 1974; pero su verdadera pasión deportiva es el baloncesto.
Su visión política lo ha llevado a reformular los conceptos de Estado fallido y Seguridad Nacional, con los que cuestiona la legitimidad del Gobierno cubano y su capacidad para gobernar en favor de todos los ciudadanos.
Aunque no lo dice en la entrevista por prudencia política, siente inclinación hacia el español Felipe González y el norteamericano Barack Obama; y establece una clara diferenciación entre socialdemócratas "nostálgicos", que miran a Cuba con el prisma de la Guerra Fría, y los que han "evolucionado" y apoyan una transición a la democracia en Cuba.
¿Cuál es tu evaluación de la crisis de Cuba?
Cuba implosiona en tiempo de danzón. A ritmo lento. Las cinco claves para hablar de un experimento nacional fallido andan desajustadas por aquí: El modelo de país y de nación, que no son la misma cosa; la del modelo económico, que se vincula al modelo de país; la del modelo político, con su legitimidad improbable, y la del modelo de convivencia, con sus dos componentes básicos, el código moral y la relación entre la cultura y el poder.
A favor de la sociedad habría que decir que la crisis es de crecimiento: El regreso tenso, a ratos épico, de nuestra diversidad cultural. No más hay que fijarse, a modo de ejemplo, en lo que hacen el Movimiento San Isidro y el Instituto Hannah Arendt, o las pugnas entre la reinvindicación vertical de la comunidad LGBTI y su expresión horizontal en movimiento descentralizados y por eso más auténticos, o la regeneración religiosa.
Por cierto, hay más religiosos y religiosas en Cuba que militantes del Partido Comunista, creando una situación extraña, una minoría dominando a las mayorías.
En esta crisis hay un punto esencial. Se suele asociar un Estado fallido a la pérdida de control sobre un territorio y a la incapacidad consiguiente del control sobre la violencia social. Esta asociación responde a una visión estrecha de seguridad nacional, en la que lo importante es la soberanía estatal.
Concepciones más modernas vinculan la seguridad nacional a la legitimidad que los ciudadanos otorgan a los gobiernos, a cuántos platos de comida es capaz de poner el estado en la mesa de los ciudadanos, a las reservas monetarias de un país en momentos de emergencia y a la independencia financiera de los gobiernos para gestionar, redistribuir y potenciar las energías del país con el propósito de reconvertir emergencias en oportunidades como hace Taiwán, por solo citar un caso.
La dolarización acelerada de la economía y la represión confirman tu tesis...
En esta nueva concepción, Cuba es un Estado fallido atado al dólar. Fijémonos bien en que la relación más intensa del Estado con los cubanos y las cubanas no se produce en el mercado sino en la represión. Los ciudadanos interactúan más con la policía que con las proteínas.
Agreguemos problemas estructurales como el envejecimiento poblacional, la migración del conocimiento y el regreso o la visibilidad de la desigualdad, y la partitura estaría completa.
¿Ser negro y socialista es un peligro para el Gobierno cubano?
De cierta manera sí. Ahora bien. Yo soy socialdemócrata, no socialista. Dos diferencias: la socialdemocracia es la maquinaria política redistributiva con criterios de equidad de la única económica realmente existente, el socialismo es la apropiación por el Estado de la economía; dos, la socialdemocracia es políticamente liberal, incluyendo el Estado de derecho, donde el socialismo es políticamente corporativo, y en el caso de Cuba represivo.
Dicho esto, la combinación es potencialmente peligrosa porque se mueven y reivindican el mismo espacio, aunque con metas y fines distintos, y niega una supuesta conquista de igualdad racial como logro social. Negro y socialdemócrata no es el mejor enemigo/adversario para el Estado totalitario.
Cuando conversas con tus compañeros de la Internacional Socialista, ¿qué valoración hacen de la crisis política y económica que sacude a Cuba?
La Internacional socialista, y la Internacional progresista, porque hay dos, tienen bien claro lo que pasa en Cuba. Pero su posición varía, independientemente de su claridad. Están los nostálgicos, localizados principalmente en la izquierda latinoamericana, que ven a Cuba todavía a través del mito y de los Estados Unidos, y los otros sectores que, aunque más abiertos y críticos, quieren evitar ser vistos como prolongación de la política norteamericana.
En los últimos años hay una mayor evolución en los líderes socialdemócratas con los que me he reunido tanto en América Latina como en Europa. Ricardos Lagos, Laura Chinchilla, Fernando Enrique Cardoso o Felipe González están más abiertos a apoyar una transición democrática en Cuba.
¿Participarías en un diálogo con el Gobierno cubano?
Hoy no. Ayer sí y, mañana probablemente. Hoy no porque el diálogo requiere una condición mínima pero impostergable que se llama honorabilidad. Y este Gobierno carece de ella, como muy bien saben algunos de sus inevitables interlocutores externos.
En cualquier caso, yo he madurado mi visión del diálogo hacia una menos ingenua y más ligada a mis fundamentos políticos. Prefiero lo que llamo el diálogo institucional a través de los espacios constitucionales. Ahí se dialoga para hablar sobre los resultados de políticas concretas mediante la legitimidad que nos otorga el derecho constitucional.
Quiere decir que no hay que dialogar para que me reconozcan mis derechos sino para conversar entre partes que tienen el mismo derecho. Por lo demás, no me veo en un diálogo entre élites, por muy importante que puedan ser las élites. Mi visión y meta política es ciudadana. Es desde allí y buscando el centro donde está la democratización de Cuba.
La experiencia y un par de lecturas me han enseñado que cuando dos dialogan, un tercero se queda afuera. Los beneficiados, reales o supuestos, tienen que estar incluidos en la solución es decir, en la conversación. Esa es una de las dos cosas que hacemos en la Propuesta 2020: La conversación con los ciudadanos y las ciudadanas.
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