Yo sigo sin salir de mi estupor: en Chile subió 30 pesos el precio del metro y el sábado último salió un millón de personas a una manifestación. Solo una, en singular. En las dos semanas siguientes a ese aumento de tarifa, se perdieron 18 vidas y demasiados millones en manifestaciones y enfrentamientos que han provocado un caos surrealista en todo el país.
Chile es el más primermundista de los países sudamericanos. Tiene un índice de ingresos per cápita de casi 25 mil dólares al año, superior al de Brasil y Argentina, y una tasa de desempleo de apenas 6,5%. La inflación es risible: 2.2%. Son indicadores envidiables, ni más ni menos.
Pero la administración de Sebastián Piñera toma una medida impopular y los chilenos han echado la casa abajo.
Poco antes, en Ecuador la eliminación de subsidios para la gasolina había sacado a la comunidad indígena a las calles con una virulencia tal que el gobierno ecuatoriano debió mudarse de ciudad. Maestros en paro, transportistas en paro, el país patas arriba.
Otra vez: todo, por medidas impopulares que, con razón o sin ella, un significativo sector social consideró que eran inaceptables.
Y yo siento una envidia que me corroe, no quiero esconderlo. Lo de Chile, sobre todo, es como para perder la cabeza: que los ciudadanos del país más exitoso del continente sur se enfurezcan de semejante manera por medidas como esas, nos deja muy mal parados a los cubanos. A nadie más que a nosotros, me parece.
Porque treinta pesos de aumento al metro sería, a ver cómo lo digo, la medida más tierna y adorable que podría tomar un gobierno cubano, sea cual sea, con el apellido que sea. Es más: yo aspiro a tener algún día un gobierno cuya medida impopular y repudiable sea subirle treinta pesos al metro. Porque de entrada, significaría que tendríamos metro.
En el 2004 los precios de los ómnibus nacionales subieron en Cuba, de la noche a la mañana, entre un 125% y un 150%. Aquellas terminales ASTRO, propiciadoras del chiste que decía “¿Para qué les quitan la letra “C” si todos sabemos de quién son?”, echaron a rodar sus guaguas azules Yutong con nuevos precios abusivos y ni una sola revuelta o muestra de descontento popular.
Yo no quiero imaginarme qué habría hecho un chileno si de buenas a primeras le hubieran racionado el pescado a uno por mes, y pagando a veinte pesos la libra. Visto lo visto, la Industria de la Pesca habría estado regalando pescados por cien años a modo de disculpas públicas. A los chilenos les subieron en el transporte público el equivalente a libra y media de tilapia en Cuba, y perdieron la cabeza. Yo me quiero morir.
Por decir que los ciudadanos que se levantaran un poco más temprano, y agarraran el metro a las 7 de la mañana, no tendrían que pagar el aumento de tarifa, el Ministro de Economía chileno Juan Andrés Fontaine debió pedir perdón y por gusto: acaba de ser removido de su puesto por el presidente Piñera.
Dime tú qué harían los chilenos, o los ecuatorianos, o los catalanes que pusieron Barcelona a arder cuando se enteraron de las condenas al procés, con una cuadrilla de malandrines que aparecen en televisión nacional a decirles que deberán “potenciar la tracción animal” porque, mira qué pena, estaban faltando algunos barcos de combustible por culpa de un bloqueo invisible.
Los chilenos pusieron de rodillas al poder, y de la manera más malcriada posible: con unos excesos, una violencia y una falta de civismo que nos recuerda que el ser humano nunca sabe lo que tiene hasta que lo pierde. Yo jamás entenderé que una masa humana reclame precios más bajos en el metro prendiendo fuego precisamente a sus estaciones de metro.
O sí lo entenderé: solo si detrás de ese malestar plástico y excesivamente furibundo está la mano negra de un populismo izquierdista que, por desconcertante que nos parezca, ha comenzado a renacer en la región.
Quizás los chilenos que se dejan la garganta en protestas afiebradas diciendo que les han destruido el país (nada más lejos de la verdad) olvidan convenientemente que desde Augusto Pinochet, todos los presidentes que gobernaron Chile por veinte años hasta el primer mandato de Piñera en 2010 fueron de izquierdas. El país que tienen hoy es envidiable, pero si no lo fuera, no sería a la derecha a quien deberían abuchear.
Pero justas o injustas, las protestas de Chile, como las de Ecuador, como las de Barcelona, tienen algo en común: el ejercicio de la libertad de expresión. Las reglas del juego democrático en Estados de derecho donde las masas se sienten dueñas de sus voces. Y las emplean. Y no se callan. Y no rehúyen hablar de los problemas que les afectan.
Yo me niego a creer que los cubanos sufrimos una lobotomía irreversible. Sesenta años de dictadura instalaron el miedo en el ADN de tantas generaciones que allí donde un chileno ve motivos para salir a gritar consignas o incluso a vandalizar negocios, un cubano ve motivo para tragar y seguir.
Los puertorriqueños provocaron un terremoto nacional cuando leyeron el desprecio con el que hablaban de ellos quienes los dirigían. Los cubanos no necesitan leer nada. Lo tienen todos los días frente a sus ojos. Y si necesitan una sola prueba material, que se agarren un autobús hasta la calle 20 y la 7ma avenida, en Miramar. Allí verán una mansión de $650 por noche de renta, propiedad de la nieta de Raúl Castro. Yo sospecho que esta burla es mucho peor que las que leyeron los boricuas en Telegram. O los abusos policiales que vemos un día sí y otro también en las calles cubanas junto a la corrupción, la indolencia, la destrucción más absoluta de todo un país.
Por cada una de las miserias que pasan los cubanos día a día en pleno siglo XXI, los ciudadanos de países geográfica e históricamente muy similares al nuestro habrían prendido fuego hasta al inodoro presidencial. ¿Cuánto más tiene que pasar para que nos demos cuenta? ¿Cuánto más para recordar que un Maleconazo mejor también es posible?
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