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En la madrugada de este 29 de agosto de 2018, falleció en su casa de Matanzas la poeta cubana Carilda Oliver Labra, Premio Nacional de Literatura en 1998, a la edad de 96 años. Habrá que agradecerle siempre el haber traído un poco de “me desordeno, amor, me desordeno” a un país y a un sistema de tribunas y desfiles, donde tan fácilmente se llama al “orden” y se penaliza la fiesta y el goce espontáneo. Esos versos se han llegado a escuchar, con frecuencia, hasta en los matutinos escolares de la Isla. Tanto es así que hoy, el día de su muerte, la publicación oficialista Cubadebate reproduce en su nota el soneto erótico mencionado y no los versos dedicados a Castro. Carilda puso un poco de erótica en los espacios de militancia y oficialismo, aunque es cierto que el Gobierno intentó domesticar a su favor, públicamente, ese desenfreno.
Lo que uno extraña en sus declaraciones, a pesar de que habla desde su opinión personal, desde su experiencia de vida y desde su visión, es el reconocimiento de cuán desfasados son hoy conceptos como ser “fiel a la patria”, “amar la revolución”, etcétera. Pero debe de ser que hablamos más con el mito Carilda que con la persona, olvidamos con frecuencia que su personaje lírico es atemporal, pero que ella pertenece a un contexto, que está marcada por él, y en medio de él se expresa y posiciona.
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La autora matancera queda en el imaginario cubano esencialmente por dos razones que pudieran parecer alejadas, pero no lo son, porque el Eros es fuerza sustancial en ambos casos: me refiero, por una parte, a su desenfado y desenfreno erótico a través de su lírica y, por otra, a sus décimas dedicadas a Fidel Castro. Hace poco tiempo se hizo viral un vídeo de niñas cubanas recitando unos versos de su Canto a Fidel. La gente en las redes quedó escandalizada al escuchar aquella cosa de que Fidel era el “novio de todas las niñas/ que tienen el sueño recto”, pero lo cierto es que, poniendo en contexto dicho poema, Carilda lo concibió cuando Fidel era un alzado en la Sierra, por lo que, al escribirlo, lo peligroso y poco “recto” era hablar sobre un personaje alzado como Fidel. Así dice en una entrevista televisiva con Amaury Pérez Vidal:
"Yo había escrito, inclusive, un Canto a Fidel cuando estaba en la Sierra (Maestra) porque yo había conocido a Fidel en la universidad. Ya yo terminando en la universidad, Derecho, él empezaba y, naturalmente, al ver que estaba en la Sierra -y esa historia no la voy a hacer porque es larga y ya se ha publicado- me emocionó mucho aquel compañero de la adolescencia, que alentaba una Revolución que era una esperanza".
El problema no es que alguien, Carilda, escribiese antes del 59 un poema al disidente que fue Fidel Castro. El problema es, más bien, que la poesía cubana de hoy y la disidencia política actual sean incapaces de llamar, en general, la atención una de la otra, de dialogar en tanto expresiones contemporáneas de un momento álgido y complejo. Siempre hay sus excepciones, claro, pero Carilda parece recordarnos con ello, que hay modos de interactuar con lo prohibido, con lo políticamente censurado. Lo otro es la historia de un poema como ese en función de un régimen como el cubano, pero eso se escapa, en general, de las manos de un autor.
No sería descabellado, creo, decir que entre los cubanos Carilda representó una especie de Juana de Ibarbourou, que hizo del escándalo, de la irreverencia, de lo erótico, de lo íntimo un asunto público de matutinos y desfiles, aunque fuera por decisión y política, muchas veces, del propio Gobierno. Pero lo cierto es que su erotismo femenino se coló en las filas de uniformados. Hoy en Cuba la conoce mucha gente que inclusive no la ha leído, pues con Carilda sucede lo que pocas veces pasa con un poeta: su mito y personaje ficcionalizado devora a la persona, y aquella muchacha que escribió Me desordeno en 1958 se ha vuelto eterna y viral entre los cubanos, al extremo de que, como ella misma explica: “Figúrate, muy jovencita escribí el tal Me desordeno… y la gente siguió desordenándose por su cuenta (risas), pero me han echado la culpa a mí de todo”.
Mientras que su predecesora Dulce María Loynaz y su contemporánea Fina García Marruz prefieren la reclusión, el silencio y la intimidad en su lírica, Carilda hizo de lo personal y privado una bandera pública, sin falsos moralismos, con ganas de expresar su individualidad desafiante, palpitante en todo su deseo. Y por ello mismo hoy la gente confunde con facilidad a la persona con su yo lírico, al extremo de que Carilda ha quedado en el imaginario cubano como una de esas actrices que pierde su nombre y la comienzan a llamar como al intenso y carismático personaje que ha interpretado. Eso la hace un caso único en la poesía cubana. Habrá que agradecerle también, en cuanto a verso se trata, por su ingle de mujer.
Pero lo cierto es que la propia vida y obra de Carilda es reflejo y resultado de las contradicciones sociopolíticas de la Isla. La mujer que cantó a Fidel cuando éste era un joven en la Sierra también recibió la marginación, el silencio y hasta golpes del régimen por defender la poesía como espacio autónomo, ajeno a toda fustigación y control político, por estar donde la poesía la llamaba. Porque Carilda, viniendo de una familia burguesa que cada vez fue a menos a causa del proceso del 59, nos mostró también un modo de vivir, no de la poesía, sino en la poesía, o en los modos que ella encontró en la poesía a pesar de todos los desastres, por lo que la casa de Calzada de Tirry 81 en Matanzas debiera permanecer como ejemplo de decisión personal, del derecho también de quedarse aunque haya que, para ello, arrancar y vender las puertas, como ella misma explica a Amaury Pérez:
"Yo he comido sopas de yerbas y todas esas cosas. Yo tuve que arrancar las puertas grandes de Tirry 81, que están detrás de las ventanas, para un pobre guajiro que vino. Bueno, no era pobre porque tenía más dinero que yo, y me compró las puertas y con eso comí como seis meses. ¡Ay, pero no soy ninguna víctima!"
En cualquier antología del soneto hispanoamericano debiera haber unos cuantos poemas de Carilda, que se empeñó en llevar a la métrica y a la cintura ajustada del verso todo desorden erótico posible. Una mujer piropeante, un ser humano que, al pasar de los años y a pesar de la vejez inevitable, siempre supo guardar en la mirada un poco de picardía y hermosura adolescente que la salvó, que la hizo amar a su país hasta la testarudez o el absurdo y eso, aun para quienes desconocemos semejante amor obsesivo por la tierra en que se nació, debiera mover a la admiración, a cierta forma del respeto. Pensemos que, después de hoy, como ella misma publicase en uno de sus breves e intensos peomas, “la rosa que cortamos vuela”.
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