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Algo fuera de lugar, o más bien, algo que sacó definitivamente de sus estancos la vida del país tuvo lugar en abril y mayo de 1980.
Los hechos ocurrieron lejos, en La Habana, pero las sacudidas alcanzaron de un extremo a otro del país. Al interior del mismo —es como si se tratara de muchos países contenidos en uno— las noticias de lo que ocurre en la capital llegan con retraso mediante un viajero de absoluta confianza, o de terceras personas que las comentan con alguien cercano a nosotros.
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El provinciano desarrolla tal vez por ello un tercer oído ubicuo y siempre alerta. Si además de vivirse en la provincia se vive en un pueblo —o entre el pueblo y la ciudad— uno puede llegar a desarrollar una percepción epidérmica casi como de radar. Yo vivía entonces entre Camagüey y Vertientes.
Vertientes fue, además de un central azucarero con el cual a veces se le confunde, un pueblo adyacente al mismo, que durante años constituyó un apéndice municipal de la ciudad camagüeyana.
En los momentos de ocurrir los hechos de la Embajada del Perú en La Habana, yo enseñaba español y otras materias relacionadas, en el Instituto Superior Educacional (ISE), a la vez que fungía y fingía como Jefe de Departamento de dicha cátedra. Era bien considerado entre mis estudiantes.
A causa de este vínculo, y en parte gracias a él yo había conseguido matricular una carrera —la de pedagogía, naturalmente— luego de circunvalar durante mucho tiempo enormes obstáculos para acceder a la enseñanza universitaria.
En esta Facultad cursaba el cuarto año, a la vez que impartía algún seminario o cursillo coordinado entre mi Instituto y el Pedagógico, cuando tuvieron lugar los hechos de la Embajada del Perú y el puerto del Mariel.
Alguien llegado de la capital, el mismo día de los sucesos anunciados por la prensa, me había comentado que algo grande estaba ocurriendo allá, que se rumoreaba un éxodo masivo inexplicable hacia la Embajada del Perú, pero el pensaba que se trataba de un operativo para atrapar a gente descontenta, por lo cual no se había arriesgado.
Yo simulé no darle mucha importancia al asunto, e incluso mostrarme consternado con las noticias, pero internamente me decía que había que informarse bien de lo que pasaba, y aguardar. Una tensa calma —una sensación de vacío en la que esperábamos tal vez una orientación específica de quienes siempre nos lo habían orientado todo para cada hora—, se adueñó del país.
En La Habana la situación parece que fuera otra, pero de ello no estoy en condiciones de hablar en primera persona. Luego se ha sabido que las autoridades llegaron a bloquear o a controlar las salidas de personas y autobuses desde las provincias, con destino a la capital, a fin de canalizar el éxodo procedente del interior del país.
Pero debo admitir que una premonición, o lo que aquello fuera, me persuadió de no intentar siquiera explorar el campo mediante una visita relámpago a la capital.
¿Qué explicación convincente hubiera podido ofrecer en el Instituto donde trabajaba, para ausentarme sin despertar sospechas? ¡Ah! ¿Y si me hubieran preguntado en la estación de ómnibus, qué justificación tenía para hacer un viaje a La Habana en esos precisos momentos? ¿Qué habría podido responder?
A la espera de algo impreciso estaba cuando comenzaron a tener lugar los actos de repudio orquestados por el gobierno. La señal para tal movilización de masa la dieron un editorial del diario Granma, del que no casualmente se hizo eco inmediato el obligado “Noticiero ICAIC ” a cargo del documentalista Santiago Álvarez: “Ahora entrará en acción el pueblo”.
¿Cómo era posible? ¡Claro que en ningún caso uno se pensaba parte de aquella escoria social que se presentaba a los ojos del país y del mundo en las imágenes televisivas, fílmicas o gráficas!
Recuerdo por ejemplo a un homosexual connotado —como rezaría su ficha policial— de la ciudad de Camagüey, quien hallándose ya en el campamento habilitado por la policía para concentrar a “la escoria” a las afueras de la ciudad, se negaba a marcharse del país protestando porque debía tratarse de un error, porque él tendría esa desgracia —todo el mundo lo sabía, no pretendía ocultarlo— pero había sido siempre una persona cumplidora y respetuosa, que nunca se había metido en problemas de ninguna clase.
Siempre se había ocupado de su mamá y ahora no podía dejarla sola y desamparada. La solución que le ofrecieron fue que su mamá lo acompañara en el viaje a Estados Unidos.
Yo me hallaba para ese entonces dentro del mismo campamento, y había presenciado más de una o dos cosas, pero mirando atrás, recuerdo que antes de pasar yo mismo por tal situación, pensaba que aquello no les ocurría a todos los que decidían irse, sino sólo a aquellos que debían ser por su extracción social, delincuentes y gente de “mala vida”.
No era por lo general hasta el momento mismo de ponerle una cara concreta a la noticia de que alguien había sido repudiado públicamente por manifestar su deseo de irse del país, que uno podía reflexionar, tal vez, en lo que aquello significaba verdaderamente. Por otra parte hasta entonces no me había visto obligado o presionado a tomar parte de ninguno de aquellos actos de repudio, y de algún modo iba escapando.
El primer acto de esta naturaleza que presencié por puro azar ocurrió en la ciudad de Camagüey. Me hallaba en la oficina central de correos, que está situada en los aledaños de la llamada “Plaza de los Trabajadores”. Primero, a la distancia, se oyeron voces de niños que entonaban algún “chia” revolucionario. Se trataba de una o más escuelas a las que guiaban sus maestros en una especie de procesión infernal.
Pronto pudieron distinguirse con claridad las voces y los cantos; el objeto de su persecución lo constituía una señora de mediana edad y magra de carnes, a quien venían siguiendo desde hacía varias cuadras, la mujer acosada hasta hacía sólo pocas horas según se dijo, la directora de una de tales escuelas.
Lo singular de aquella manifestación era el paso conque marchaba; luego cobrarían todas ellas un ritmo de conga carnavalesca. Aunque las consignas y gritos que se proferían contra la mujer eran soeces o procuraban serlo, había algo cansino como del golpe de una aguja sobre el disco rayado.
Luego, reflexionando en ello, he llegado a pensar que en la rutina misma del crimen organizado, calculado hasta el mínimo detalle y practicado durante años, la maquinaria represiva del estado había entrado en una especie de sonambulismo institucional, muy distinto de aquella fase explosiva de los primeros tiempos del “Proceso”, cuando el propio Ernesto Guevara llegó a pronunciarse hipócritamente contra el “terror rojo”, en un discurso por entonces secreto antes los oficiales del Ministerio del Interior.
Sí, dicha maquinaria estaba necesitada nuevamente de fogueo. La “institucionalización” de la violencia revolucionaria plantea inconvenientes de esta índole, pero el “espíritu de superación” de los revolucionarios acaba por crecerse precisamente ante tales dificultades, y las supera.
Algunos de los que esperaban su turno en la cola del correos, se sumaron con entusiasmo al acto de repudio atraídos por la diversión que les proporcionaba inesperadamente, y se alejaron calle abajo mientras los demás permanecíamos envueltos en un penoso y reconcentrado silencio.
Mientras estas cosas tenían lugar, uno de mis mejores amigos de entonces, vino a verme a la casa que yo compartía con mis padres.Tenía una proposición que hacerme, y aunque consiguió maquillarla y dilatarla a fin de sondear mis posibles reacciones, al cabo la formuló. Me propuso irnos juntos del país.
Aquellos que no tenían un pariente en el extranjero —concretamente en Estados Unidos— que pudiera pagar un barco u otra embarcación para sacarlo de Cuba, sólo podían intentarlo mediante la fórmula promovida y aceptada por las autoridades cubanas de presentarse a cualquier sede policial y declararse “escoria social”.
Las aflicciones de este mal abarcaban una amplia gama de elementos: Testigos de Jehová y personas de cualquier persuasión religiosa, homosexuales y descontentos de cualquier otra latitud ideológica; a los que las autoridades mezclaron con delincuentes, incluidos criminales, en su afán de construir una imagen denigrante de la emigración cubana.
Un conjunto de circunstancias —entre ellas las mismas dudas suscitadas por aquella propuesta de mi amigo, y las consecuencias que seguramente se derivarían de dar un paso en tal sentido— abortaron aquel sueño antes de que, entre nosotros, se esbozara cualquier plan concreto.
El arbitrio del miedo y la desconfianza acendrados en el espíritu machacado triunfó sin dudas en esta oportunidad. No sé si me había resignado ya a renunciar a la posibilidad de intentar irme de Cuba, cuando los hechos, inopinadamente, me colocaron de un modo providencial en capacidad de realizar mis más íntimos deseos de ser libre.
Pocos días después de la propuesta de mi amigo, otra amiga y colega a la que me unían lazos muy profundos, y a la que había visto taciturna y sentido distante, me informó de su decisión de “abandonar Cuba” para reunirse con sus padres y familiares en Miami.
Algo más de trece años tenía ella cuando, sus padres habían tramitado y conseguido finalmente la salida del país por la vía legal. Más tarde, las autorizaciones para salir fueron suspendidas y las salidas cerradas por las autoridades cubanas de manera terminante.
Para nosotros también había caído definitivamente el telón de acero. En aquel momento crucial, la adolescente había decidido -unilateralmente- no acompañar a sus padres, y las autoridades —haciendo ver el gesto de la niña como una actitud de madurez e integridad revolucionaria— la autorizaron a permanecer en el país sin su familia.
En premio a su actitud, la niña gozó por un tiempo de cierto mimo y se le otorgó el carné de militante de la Unión de Jóvenes Comunistas cuando aún no estaba en edad de ser admitida a la organización según los estatutos de la misma.
Aquel “mérito”, andando el tiempo, pesó lo suyo al concedérsele —también antes de haber arribado a la edad para ello— el carné de militante del Partido. Había, sin embargo una decencia profunda en la persona, a no dudarlo inculcada o alimentada por la educación familiar, que la llevó a mantener en secreto una correspondencia bastante asidua con los suyos, pese a la prohibición terminante en tal sentido, de parte del Partido y sus organizaciones.
Con los años también, la madurez emocional y política adquirida y la experiencia de vida, acabaron por deshacer cualquier espejismo o presunto idealismo que hubiese albergado respecto al “Proceso”. Alguna vez (cuando el tiempo de hacer confesiones ya había llegado para nuestra amistad) me dejó entrever su profunda desolación y su desencanto.
Pero aún entonces quiso aferrarse —ambos solíamos hacerlo— a sus racionalizaciones un tanto irónicas. De haber acompañado a sus padres, llegó a decirme, según recuerdo claramente, a lo mejor se habría hallado en Miami o Nueva York, queriendo saber qué cosa era Cuba, según les ocurría a tantos otros. ¡Ahí estaban! ¿No los veía yo? Los muchachos de “Areíto” y de la “Brigada Antonio Maceo”, tan despistados y “seguramente” bien intencionados.
—¿Te imaginas cómo sería yo de Maceíta? —me espetó a boca de jarro, y ambos nos reímos de la ocurrencia—. ¡Insoportable! ¿No?
Esta vez, mi amiga me anunciaba que había hablado por teléfono con sus padres en Miami, y que sus familiares habían resuelto venir a buscarla. Su hermano Eduardo ya tenía la embarcación y el dinero para pagar a alguien con experiencia en cosas de mar.
Ella se había informado de todo lo requerido, y sería cosa de presentar la renuncia a su trabajo y de nada más. En vano le aconsejé no hacer tal cosa. Presentarse en el trabajo con el anuncio de que “renunciaba” era una locura. Además, de cualquier modo que se viera, ella no renunciaba, sino que “era separada automáticamente de su trabajo”.
Lo mejor que hacía era irse para La Habana y tratar de comunicarse desde allá con su hermano, lo que a fin de cuentas se vería obligada a hacer. Pero a estos argumentos opuso ella que en su caso no pensaba marcharse como “escoria”, sino con el consentimiento de las autoridades y de manera “legal”.
Sus papeles ya estaban en regla, actualizados según se le requería, y debidamente pagados. Las autoridades de Inmigración no le habían causado el menor problema al ser llamada a sus oficinas. Quise alegrarme por ella, creer en la racionalidad de semejante razonamiento, pero un sexto sentido me advertía de que las cosas no podían desarrollarse según ninguna lógica conocida.
El suyo, fue el segundo acto de repudio que presencié. Para entonces, ya la maquinaria represiva había entrado en movimiento. Calibrada, y sometida a respiros de cuando en cuando, ya contaba con su cuota de muertos y lesionados a lo largo y ancho del país.
En uno de sus discursos “orientadores”, Castro había advertido finalmente contra la posibilidad de “dar mártires a la contrarrevolución”, por lo que el estado y las autoridades animaban ahora a ejercer contra los que se iban cualquier tipo de violencia, menos la de darles muerte en la vía pública.
La prohibición, que no era tal, sino un intento de descalificación anterior al crimen, condicionaba la violencia poniéndola por entero en las manos del estado. Mi amiga había acudido personalmente a presentar su carta de renuncia, y la estaban despidiendo con un acto de repudio previamente organizado por colegas, compañeros y estudiantes.
Yo acababa de impartir una conferencia a un grupo de estudiantes de pedagogía, cuando se presentó un estudiante cualquiera con la encomienda de sumarnos todos de inmediato a un acto de repudio que estaba teniendo lugar contra alguna profesora.
No consigo precisar todas las cosas que pasaron entre este momento específico y aquel en el que me hallé entre los manifestantes, temiendo por mi propia vida. Lo que no he conseguido olvidar es ese otro momento en que, sin saber cómo, pasé a hallarme al lado de ella, en medio de un coro vociferante.
Creo haber dicho en alta voz, o intentado razonar con la turba algo relacionado con aquello de que “el socialismo se construía voluntariamente”, según lo expresado por “el Máximo Líder” en su discurso.
Todo sigue sucediendo tan rápidamente aún en el acto de recordar, que no sé de fijo cómo fue que pasó lo que pasó. La turba nos fue empujando hacia la carretera, mientras nos arrojaba cualquier objeto —recuerdo particularmente unos despreciables centavos de calamina— huevos y tomates apolismados, (acumulados indudablemente con este propósito) y nos gritaban más que consignas, insultos impropios de aquel lugar que representaba la más alta educación y cultura del país.
Unas veces nos acompañaban por la interminable carretera, y otras parecían impedirnos marchar adelante. Dábamos vueltas protegiéndonos con los brazos en alto e instintivamente nos desplazábamos en cualquier dirección pues habernos detenido hubiera significado seguramente una señal de consecuencias fatales. Nuestros acosadores no consentían que abordáramos ningún taxi u otro vehículo, y sólo gracias a la Divina Providencia conseguimos que un automóvil se detuviera y que el conductor, desafiando la furia de la turba nos instara a subir.
En la ciudad de Miami, años después, me encontré cara a cara con uno de los estudiantes que participó en este acto de repudio. No supo qué decir, aunque no hubiera sido preciso decir nada. Recuerdo aún los ojos muy abiertos.
Se puso pálido como de cera, y luego bajó los ojos y los hundió en un plato que acababan de ponerle delante. No sé si vomitó o no, porque yo no pude ya quedarme en el mismo lugar, y durante años, cada vez que me invitaban al Versailles, no podía menos que recordar la escena.
Gracias al chofer del taxi, a quien no conocíamos —se llamaba Manuel, es todo lo que sé— escapamos con vida de aquella turba ensoberbecida y cobarde. Ella logró llegar a La Habana, tras muchos tropiezos, y al fin y al cabo tuvo que salir del país como una “escoria” más. Se instaló en Miami donde intentó suicidarse en dos ocasiones. Más adelante se desplazó a Carolina del Norte.
Por mi parte, el problema que ahora tenía ante mí consistía en encontrar pronto una fórmula que me salvara de perecer, de ser encarcelado o muerto. No sabía qué cosa pensar en tales circunstancias. A los ojos de mis vecinos y de todos aquellos que me importaban nada había sucedido, es decir, mientras las autoridades no se encargaran de informarlo, lo cual podía tomar horas o días, según razonaba.
Mis padres y mi abuela, con ciento cinco años entonces, no debían saber nada de lo ocurrido, pero ¿de qué manera librarlos del ensañamiento contra ellos?
No tuve que esperar tanto como habría deseado a que todo se supiera y otro acto de repudio esta vez contra la casa de mis padres tuviera lugar. Desesperado, hice varias diligencias y me acerqué a la persona que presidía entonces el Comité de Defensa de la Revolución. La confronté con determinación y decidí tentar la suerte ofreciéndole dinero para que facilitara en cuánto estuviera a su alcance mi salida del país.
Me había hecho de una carta según un modelo provisto por las autoridades, en la que me acusaba de los peores desmanes y atributos, ella sólo tendría que firmar y dotar el documento de cuantos o cuños tuviera a mano.Yo me iría de la casa, y no volvería a ella, por lo que mis padres y familiares no debían ser molestados. Se lo hacía saber para que ella lo informara oportunamente a su vez.
En efecto, dejé mi casa, con alguna excusa. Me había puesto de acuerdo con un amigo médico —hoy en los Estados Unidos— para escapar juntos. Había sido él quien me informó detalladamente de cuanto debía hacerse.
De repente, los acontecimientos se precipitaron de tal manera que no había mucho tiempo para pensar en un curso de acción. Una decisión de tal magnitud requería arrestos sin dudas, pero yo no me consideraba valiente.
A mis padres les había explicado algo del asunto sin atreverme a ser transparente: un malentendido —sugerí— una acusación contra mí, una expulsión de la universidad… Salí definitivamente de mi casa con la impresión —luego llegué a advertir lo disparatado de la misma— de que se trataba de resolver algún asunto y regresar. Tal vez por esta misma razón no me despedí de mi abuela.
Cuando los meses pasaron sin que se tuvieran noticias mías, ella llegó a asumir el duelo por mi ausencia diciéndose que, seguramente, me habían mandado a cumplir alguna misión en Nicaragua o Angola, como alfabetizar o enseñar en la universidad.
Conociéndola, y sabiendo lo amplias que eran sus luces aún a sus años, y lo bien que conocía mis más íntimos pensamientos, se que se trató de un recurso desesperado para aceptar los hechos, y tal vez para resignarse a la circunstancia de no volver a verme en esta vida.
Salí de Vertientes y, en la ciudad de Camagüey, nos encontramos mi amigo el médico y yo, en un punto acordado para encaminarnos al punto de reconcentración de “la escoria”. Se trataba de una unidad de la Policía del Tránsito (apéndice del Ministerio del Interior), que quedaba en la carretera que lleva hacia el Hospital Psiquiátrico.
El ómnibus que hacía esta ruta iba siempre abarrotado, pero aquella vez eran contados los pasajeros que viajaban un poco más tarde del mediodía. El chofer de la ruta se dirigió a sus pasajeros con absoluta confianza y desfachatez, y dijo que si lo que queríamos era “pedir asilo en la escoria” —sus palabras exactas— deberíamos bajarnos un poco antes de llegar a la parada. Él nos dejaría allí, precisó.
Todos permanecimos en silencio, pero cada uno de nosotros sabía que el asunto iba con él. Al llegar al lugar, paró el autobús, bajamos todos los que íbamos a bordo, excepto una señora muy mayor y un joven que la acompañaba, y cruzamos la avenida. Éramos un grupo de unas veinte personas.
En ese instante, mi amigo el médico vaciló y finalmente se despidió de mí diciendo, o balbuciendo, que él no iba a arriesgarse. Era mucho lo que tenía que perder sin dudas —me dijo—. Esta decisión le valió varios años de ostracismo, pues a nadie se le escapaba como tal vez llegó a pensar él que sucedería, que aún sin haber llevado a cabo su propósito en el último momento, se trataba de alguien con cuya lealtad al régimen no podía contar.
Aunque al cabo de más de dos largas décadas, este amigo consiguió al fin salir y establecerse en los Estados Unidos, su experiencia de marielito o escoria a contracorriente merecería una novela, como sucede igualmente con tantos otros que por diversas razones no consiguieron a última hora la anhelada salida del país.
Yo sentí que había cruzado ya la línea de demarcación y quemado mis naves, y sin volverme a mirar hacia atrás entré en la Unidad del Minint, de la que ya no dejarían salir a nadie. Allí comencé la primera etapa de mi viaje. Un viaje a través del infierno para alcanzar la libertad.
Una multitud desesperada, triste, fatigada y con incertidumbre, aguardaba presuntamente a ser llamada, humillada y conminada a montar, cuando había espacio disponible, en uno de los ómnibus que irregularmente llegaban al lugar procedentes de Santiago de Cuba u otros puntos de la región oriental del país, en su trayecto hacia La Habana.
El sol de mayo quemaba, expuestos como estábamos a la resolana. Aunque había algunos espacios sombreados se nos prohibía pisar el césped, obligándonos a permanecer al sol, aún a mediodía.
De vez en cuando “daban” —en realidad debíamos de pagar por ellas en efectivo, pero en el lenguaje revolucionario el verbo “dar” constituye un axioma— unas raciones de arroz cocido sin sal, ni gusto a nada remotamente bueno, que nos servían en unas cajas de cartón cuyo olor se impregnaba al arroz.
Bebíamos —también pagando por ellas— las raciones de un agua soleada que más parecía un caldo espeso, cuando la oficialidad determinaba que se nos debía “despachar” o “darnos” el agua. A pocos metros había una fuente de agua helada, vedada para nosotros.
El intento de beber de ella le había costado patadas y culatazos a un jovencito flacucho y desnalgado, de pómulos prominentes en la cara desdentada, apodado Chucho. Al noveno día de estar allí, fui llamado por los altoparlantes. Ningún autobús había arribado, de manera que no me llamaban para autorizarme a partir.
Se trataba de un ajuste de cuentas para decirlo en sus propias palabras, que un oficial recién llegado al lugar exigía. Este oficial —un verdadero animal con ropa, con perdón de cualquier animal vestido— había sido, en Vertientes y Camagüey, figurón de proa del Ministerio de Cultura.
Con la preparación de un analfabeto funcional, lo habían colocado en esos puestos, atendiendo a su condición de oficial del Contrainteligencia. Lo había conocido cuando, siendo yo un joven escritor, había pertenecido brevemente a los talleres literarios primero, y luego, antes de ser separado de esta organización, a la Brigada Hermanos Saíz de Jóvenes Escritores y Artistas cubanos, de la que fugazmente fui miembro sin haberlo solicitado, y con la misma fugacidad dado de baja de su nómina.
De algún modo descubrir mi presencia en aquel conglomerado suscitó en el no se qué pruritos revolucionarios que lo llevaron a provocarme. Comenzó por decirme que hablara claro, que le dijera bien claro allí, delante de todo el mundo, por qué razón estaba yo en este lugar.
En las manos sostenía una carta autoincriminatoria, escrita por mi mano y firmada por la responsable del C.D.R. al costo de 150 pesos cubanos de entonces, más de la mitad de mi salario de un mes.
Le hice ver que la carta se lo explicaría mejor de lo que yo podía hacerlo en ese momento. Me dijo que no estaba pidiéndome explicaciones sino exigiéndomelas. Lo fraseó con otras palabras, naturalmente, y por último con las manos en jarras me espetó: La revolución es muy justa y generosa, chico; lo que no consiente es que se burlen de ella para que lo sepas, so maricón. ¡Qué eso es lo que tú eres! Una escoria de mierda.
En ese instante, debí estar loco, con esa locura temeraria que a veces da la desesperación, o el sentido de haber tocado fondo. Le respondí con ostensible ironía que “seguramente, gracias a las virtudes y a la generosidad de la revolución personas como el estaban en el lado decente, y yo en el lado de la escoria”.
Dudo que pudiera entender exactamente mis palabras, pero tal vez eso mismo excitó más su odio y su vesania. Lo vi quitarse la gruesa faja militar y pensé que me iba a matar con su pistola. En esos instantes lo hubiera deseado. En lugar de esto, lo que hizo fue comenzar a azotarme con la faja. Pronto, se le sumaron otros militares, que me dieron golpes y patadas.
Gracias a la intervención de un oficial de mayor rango, que apareció caído del cielo, se detuvo la paliza y ordenó que fuera cargado por algunos de mis compañeros de infortunio y colocado bajo la sombra escasa que ofrecía un alero cercano.
Al poco rato, un médico o enfermero me practicó un somero examen y dictaminó que lo único que necesitaba era un poco de descanso. Con un ojo semi-cerrado a causa de la paliza no alcancé a distinguir si lo decía con sarcasmo. A los once días de estar en este campamento, presa de un profundo abatimiento, y aún adolorido, me llamaron nuevamente, pero esta vez se trataba de salir con destino a La Habana.
En algún lugar del camino, no sé si antes de entrar a Las Villas o en la actual provincia de Ciego de Ávila, el autobús hizo escala en un merendero o lugar turístico completamente desierto para que bajáramos a comer algo. El autobús había salido de Santiago de Cuba, de madrugada, y esta era la primera parada que hacía para que los viajeros comieran alguna cosa. Las empleadas del lugar —atemorizadas, sin dudas— daban la impresión de ser nórdicas de nacimiento, tan glacial y distante era su trato.
Estiré cuánto pude el dinero que aún me quedaba escondido en la planta del calcetín en previsión de cualquier eventualidad, y pagué tres pesos por un emparedado de pan viejo, que sólo contenía un trozo de requesón. No había agua, o las empleadas tenían orientado decir aquello, y pagué otros dos pesos por una limonada del tiempo.
Llegamos muy tarde a La Habana, ya de noche y no supe que recorrido hizo la guagua hasta llegar a la siguiente escala, un lugar conocido como “Cuatro ruedas”, tal vez un antiguo aserradero o un campo de entrenamiento de algún tipo, rodeado por una cerca muy alta de tablones de madera, que impedía ver y ser vistos desde fuera.
En este lugar nos obligaban a deshacernos del carné de identidad, que depositábamos en una cubeta desbordante de aquel odioso documento; y nos volvían a “examinar”, como si quisieran asegurarse de quiénes éramos.
Parecía cosa de rutina. Allí había muchas mujeres oficiales, que se esforzaban por dar pruebas de su celo revolucionario conminando —por ejemplo— a uno de los recién llegados; una “loquita” a la que llamaban “La holguinera”, a que se bajara los pantalones; y a un viejo vencido por la edad, y quién sabe cuántas otras vivencias, a que le tocara las nalgas.
Cuando el viejo se negó con determinación a cumplir la orden, las oficiales revolucionarias lo ofendieron llamándolo viejo bugarrón barato, y lo amenazaron con echárselo a los presos comunes que se lo iban a comer como pirañas.
En “Cuatro ruedas” se suscitaron varios incidentes entre perros y la población no canina, en la que los primeros llevaron la mejor parte. En este sitio esperé cuatro días a ser llamado para embarcar, y el último, presencié uno de tales ataques.
Más bien, en el estado de depauperación física y mental en que me hallaba supe de algún modo de que estaba sucediendo alguna cosa de la que rogué a Dios que me librara. No sé qué cosa específica hizo saltar el detonante que provocó la agresión de los canes entrenados para reprimir.
Alguien me había ofrecido su espalda y había requerido la mía para poder recostarnos y dormir algo, y dormido estaba —profundamente dormido— cuando sentí repetidamente en la cara el contacto de algo frío, húmedo. Al abrir los ojos, tenía delante de mí un enorme perro pastor alemán que me lamía la cara. No sentí miedo. Inexplicablemente, no me dio miedo alguno.
Tal vez tuve tanto miedo que no lo supe. Lo cierto es que el perro no me agredió. El caos a mi alrededor era tremendo, pero no había conseguido arrancarme de mi sueño, tampoco a mi compañero lo habían despertado los gritos ni el corre-corre.
Cuando finalmente los perros fueron atraillados nuevamente, había muchos heridos entre nosotros. Unos mordidos por los perros, otros pisoteados por los que trataban de escapar al ataque de estos, o golpeados —dirían los guardias— en la confusión producida, por otros que buscaban cobrarse un viejo agravio.
En el autobús que me llevó desde “Cuatro Ruedas” al “Mosquito”, punto de preembarque en la costa, viajaron varios heridos. Uno de ellos había perdido un ojo, vaciado, sin saber cómo ni cuándo. Lo llevaron a curar a algún lugar fuera de allí y lo trajeron nuevamente a tiempo para embarcar en el autobús que nos llevaba al campamento improvisado en la costa.
Al “Mosquito” llegamos de noche. Nos indicaron bajar y buscar donde colocarnos. Apenas si había espacio disponible y, a menos que uno se acomodara sobre el diente de perro pelado, debía permanecer de pie.
A veces se suscitaban peleas por un palmo de tierra, que los guardias unas veces ignoraban, y otras acababan a culatazos. Creo que nos mantenían separados o tal vez sólo agrupados en categorías que no preciso. Sólo me parece recordar que los presos políticos —¿o eran los criminales más peligrosos?— ocupaban un área adyacente a la nuestra, asignada por las autoridades.
En el perímetro donde me hallaba las autoridades no intervenían cuando prácticamente a la vista de cualquiera —aunque era de noche el lugar estaba profusamente iluminado por muchas luces y reflectores— dos hombres tenían sexo, y algunos otros esperaban en fila su turno. Se había impuesto un ambiente carcelario al que cualquiera estaba sujeto.
Toda la noche estuvieron llamando por los altoparlantes los nombres de aquellas personas que debían embarcar, no sé si de inmediato, o luego de algún otro escrutinio previo. Como a las seis de la mañana oí que me llamaban. Nos fueron concentrando en el interior de una pileta o piscina vacía, a la espera de algo. Creo que fuimos separados los hombres de las mujeres, pero no podría asegurarlo.
Me sentía afiebrado y estaba mareado como si hubiera bebido alcohol. Antes de bajar a la piscina, nos obligaron a desnudarnos mientras permanecíamos apelotonados allí, y una vez en cueros nos hacían subir nuevamente, y avanzar hasta colocarnos frente a unas mesas a las que estaban sentados varios oficiales que formulaban algunas preguntas y autorizaban a seguir de largo o por el contrario obligaban a volverse a cualquiera.
Aquellas preguntas formuladas a veces por una muchacha de bello rostro, y no siempre con la voz crispada, eran de este tenor:
¿Y tú por qué te vas del país, si aquí no te hemos hecho nada? ¿Te gustan más las pingas de los imperialistas? Chico, ¿tú no crees que hasta para ser maricón hay que tener un poquito de dignidad? ¡Aquí no se persigue a nadie por ser homosexual! ¿No te queda ni un poquito de patriotismo por ahí?
En “El Mosquito” conocí y traté brevemente a personas como Patricio y Delfín. Este último decía tener quince años, luego me confesó tener solamente trece. No sé de qué manera se las arregló para colarse allí, pero su edad no pareció nunca delatarlo o constituir motivo de rechazo por parte de las autoridades. Decía no tener padres. Ambos habían muerto. El en Angola, ella suicidada.
Una tía que se había hecho cargo de Delfín estaba medio loca. Tal vez me vi reflejado en el muchacho. Por un tiempo pensé que se trataba de una alucinación. Todo lo era para mí en aquellos momentos. Cuando finalmente me autorizaron a partir, perdí de vista al muchacho, y ya no lo volvería a ver sino hasta que coincidimos nuevamente en alguna ocasión, en la base militar de Indiantown Gap, en Pennsylvania.
Un oficial nos indicó el muelle y allí nos dirigimos en una fila apretada y silenciosa. El barco ya estaba atestado y nos fuimos haciendo sitio como pudimos, con la ayuda de algún marino preocupado por la distribución del peso a bordo del viejo camaronero.
De las gavias del barco colgaban los hombres como racimos, y los había igualmente sobre el techo del camarote y donde quiera que fuera concebible hacerlo. Para las pocas mujeres, los enfermos, los viejos y los niños que iban a bordo, se había reservado el área más protegida de la cabina de mandos y el interior del barco.
Cuando se autorizó la salida del Coral Reef, nos hicimos a la mar con una carga humana de unas doscientas cincuenta personas. según mis cálculos. Las cifras oficiales indican una cantidad mucho menor. La travesía nos tomó aproximadamente unas diecisiete horas hasta alcanzar Key West, en La Florida.
En Indiantown Gap conocí a Luis y a su mamá. Era un retrasado mental de unos cincuenta años, y ella una señora que debía pasar de los setenta; que habían emigrado porque el gobierno castrista decidió vaciar cárceles y hospitales psiquiatátricos, aprovechando la avalancha sobre Estados Unidos y desde Mariel.
Luis resultó uno más entre los invitados a irse de Cuba y -generosamente- le ofrecieron a su madre la posibilidad de acompañarlo, ya que ella era su único familiar en Cuba. Ambos estaban en una situación física y mental tan precaria que quienes hacíamos trabajo voluntario en la Mental Health Clinic improvisada por profesionales cubanos y de otras nacionalidades nos turnábamos en alimentarlos, bañarlos y vestirlos.
Otro hijo de la señora, avecindado en Puerto Rico hacía muchos años, luego de muchas averiguaciones consiguió saber que su madre y su hermano se encontraban en la base. Nunca olvidaré el momento de aquel reencuentro.
Mi reencuentro familiar, sin embargo, no tendría lugar sino más de quince años después, cuando luego de haberme denegado la autorización en varias ocasiones, las autoridades consintieron que volviera de visita al país. La necesidad del estado cubano de conseguir dólares, y no un acto de compasión, había hecho posible el regreso temporal de la escoria.
En ninguna de mis visitas, mis padres me comentaron lo que sufrieron, tras mi salida de casa y de Cuba, supe, por amigos y vecinos, que mi familia sufrió varios actos de repudio y mi padre fue amenazado con matarlo y soportó el lanzamiento de varios huevos, tras cubrir con lechada los insultos escritos en la fachada de nuestra casa.
Mi abuela murió seis meses después de mi salida de Cuba, lo supe por una carta de las que consiguió llegar a mis manos; en aquella época de insolente procacidad y desparpajo del régimen castrista, cuando el destino del mismo parecía garantizado por la protección y el subsidio soviético, las comunicaciones postales o telefónicas desde el mundo libre con la isla, eran poco menos que inexistentes.
Como mis padres no disponían de teléfono yo debía solicitar con antelación una llamada previamente convenida con ellos mediante un cablegrama (que podía no llegar a sus manos) al número de alguien de confianza, y entonces, de producirse la conexión el día y a la hora indicados intentar comunicarnos por el exiguo tiempo que nos concedieran las operadoras de uno u otro lado del océano.
De más está decir que dichas comunicaciones se interrumpían de repente sin que uno pudiera apelar a nadie, u obtener una explicación medianamente satisfactoria. El tiempo concedido y las circunstancias apenas si daban en ocasiones para intercambiar unos saludos crispados o frases que intentaban expresar los sentimientos recíprocos.
Durante mucho tiempo me sentí culpable de que la muerte de mi abuela hubiera ocurrido poco tiempo después de mi salida. Me culpaba por la precipitación conque había salido de casa, por no haberme despedido de ella debidamente, informándola de lo que me estaba ocurriendo.
Debo confesar que me embargaba la infundada esperanza de regresar a mi país en poco tiempo. El régimen colapsaría. La implosión era poco menos que inminente. El colapso moral ya se había producido, y luego vendría el otro. Eran juicios de valores no fundados en realidades más burdas. ¿Quién dice que no vivíamos ya hacía mucho bajo los escombros?
En 1987, fui el primero de los marielitos, según indican los anuarios encargados de recoger y divulgar estos hechos, en recibir un doctorado de una universidad americana. Y ese mismo año comencé a dictar clases en Tulane University, en Nueva Orleans.
Desde mi llegada, o más bien después de mi salida del campamento de refugiados en Pennsylvania había pasado a residir en Philadelphia. En esta ciudad, luego de trabajar en infinidad de cosas el primer año (1980-81) comencé estudios en la Universidad de Pennsylvania y más tarde en la Temple University, de la que me gradué finalmente en el área de estudios latinoamericanos que me interesaba.
En 1981, conocí a quien ha sido desde entonces mi compañero de ir por la vida, y por el regresé a Philadelphia luego de pasar tres años en la Luisiana pues la distancia física se nos hacía verdaderamente intolerable.
Aunque desde mi salida de Cuba no he dejado de escribir en uno u otro género. Mi primer libro de relatos en los Estados Unidos, Algo está pasando, no vio la luz sino en 1992 a instancia de amigos buenos y generosos, entre los que puedo mencionar señaladamente a los doctores Matías Montes Huidobro, el reconocido hombre de letras cubano y su esposa la ensayista y profesora Yara González Montes, y la doctora Alicia Aldaya quien fuera mi colega en Nueva Orleans y la prologuista de la primera edición de este libro.
Juntamente con mis actividades académicas y mis investigaciones en el campo de la literatura cubana y latinoamericana que podríamos llamar sumergida o postergada, tales como la narrativa de José María Heredia o la autobiografía de la infancia de la poeta camagüeyana Emilia Bernal Agüero.
Como parte de unos y otros intereses, en el año 2005, participé con mi compañero Kurt O. Findeisen, médico, traductor y músico, en la fundación de Ediciones La gota de agua que, hasta el momento, ha publicado un buen número de títulos.
No pude regresar a Cuba de visita para ver a mi familia sino aproximadamente dieciséis años después de mi partida. Antes de esta fecha los numerosos intentos de mi parte fueron en vano. Luego de ese primer viaje, volví un número de veces. He presenciado lo indecible y he sido amenazado, arrestado e intimidado, y han tratado de captarme para servir los intereses del régimen fuera de Cuba.
Por negarme en última instancia, me han negado la posibilidad de volver nunca más. He sido devuelto a México desde el aeropuerto de Rancho Boyeros cuando viajé para asistir a los funerales de mi padre. Me permitieron volver una vez más, cinco años después de su fallecimiento, y una vez más se me acercaron durante mi corta estadía con el propósito de persuadirme para colaborar con el régimen.
Básicamente se trataba de comprometer mi integridad, mi libertad e independencia a cambio de prebendas como la publicación y promoción de mis libros dentro y fuera de Cuba (una vez despojados de su espíritu de denuncia o, estridencia en el lenguaje empleado por ellos) y, por supuesto, la facilidad para entrar y salir del país a conveniencia, entre otras promesas.
El mejor elogio que me han hecho en mucho tiempo, y que conservo con aprecio, lo oí de boca de amigos y viejos conocidos durante algunos de mis viajes a la isla. “Tú sí que sigues siendo el mismo”.
Por supuesto que no se referían a la apariencia física o al semblante, que no podrían ser los de hace cuarenta años, sino a un modo de conducirme y de pensar en términos generales.
Claro que he cambiado, que las experiencias de toda índole han influido en mí de un modo u otro; que mi vida se ha enriquecido considerablemente en todos los aspectos, gracias a mi salida y a pesar de muchos despojos que tal decisión o circunstancia llevaran aparejadas. Pero en lo esencial soy la misma persona.
Cuando conseguí poner pie nuevamente en Cuba creyendo que, en cierto modo se trataba de un regreso, me di cuenta de que el país amado había dejado de existir allí donde se suponía radicaba su asiento geográfico. Se trataba de un secuestro, de una deserción inconcebibles.
Los que habíamos sido tildados de traidores y a quienes ahora se llamaba traidólares no sólo proveíamos las tan necesitadas divisas para el régimen de Castro, más importante aún, éramos en más de un sentido los portaestandartes naturales de una forma de ser cubanos no reñida con la libertad personal, y ello me sirvió para reflexionar que por ahí mismo había comenzado la isla a ser patria alguna vez para los cubanos ansiosos de un suelo propio afincado en la dignidad de la persona.
Por eso la experiencia toda del Mariel representa para mí, visto en retrospectiva, la oportunidad única que alguna vez nos fue dada, de retener ese ideal de patria y de dignidad personal, en el que otros compatriotas de la isla, menos dichosos, puedan mirarse y reinventarse algún día, sin obstáculos onerosos ni mermas a la libertad personal.
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