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He seguido el “fenómeno Clandestinos” desde un interés más sociológico que desde el activismo político que inevitablemente plantea. Me seduce más, me provoca más mirarlos con una lupa quisquillosa y desmenuzar lo que representan en el tejido social cubano de hoy, que sumar mi entusiasmo a su causa.
Total, donde vivo no es que haya bustos de Martí prestos a exhibir mis adhesiones ideológicas. Y a los encapuchados les sirve igual.
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Porque lo primero que hay que concederles a estos Clandestinos, sean quienes sean o sean lo que sean, es el mérito de secuestrarnos la atención. No dejar margen al anonimato, ese gran enemigo de todo movilizador de ideas.
Los muchachos de las cabezas martianas de yeso y la cubeta de pintura o sangre de chivo dieron el pistoletazo en el concierto, como describía Stendhal (sin mi convencimiento) que era mezclar ideas políticas en una obra literaria. Trueno en cielo despejado, y atiendan acá.
Eligieron tan bien el objeto de su escándalo, el escándalo propio con el que amplificarían sus mensajes, que no hay manera de ignorarlos.
Usted puede desentenderse del transgresor que monta frente a su casa una instalación abstracta a favor de la libertad sexual. Pero si ese revolucionario social se manifiesta en pelotas, en algún momento usted tendrá que mirar.
Por eso me ha gustado incluso más el concepto que el producto final. Me estoy gozando más la feliz noticia de que por fin ha nacido un movimiento disidente cubano que sirve para un thriller de Hollywood, y no para otro documental con el corazón en la mano. Esos importan. Pero tenemos su poquito, tenemos.
Los mataperros que embadurnan en sangre al Apóstol de los parquecitos han cocinado un mejunje exquisito. Sus mensajes se editan con un español castizo, lucen máscaras a medio camino entre “V for Vendetta” y Salvador Dalí, y chacalean además un código (medio sagradón él) dentro de la cultura cubana llamado Clandestinos, un filme ingenuo y perecedero que prefiero repetir con los ojos cerrados, solo a través de la música de Edesio Alejandro. Esa no tan perecedera.
¡Quién lo iba a decir! En tiempos en que el aparato de control canelista echa a rodar apps de factura nacional para que el cubano combativo pueda chivatear desde la comodidad de su Android, saltan a escena unos alborotadores que instan, conminan, exhortan (la santísima trinidad verbal de todos los discursitos de cuadro partidista) a marcarle la puerta a un chivato. Como la cruz de ceniza en la frente de los Buendía. Y vaya si la idea hace salivar.
No solo la burocracia estalinista cubana tiene el aburrimiento en sangre. También la oposición es aburrida como partido de ajedrez por radio.
No solo las ideas del aparatchiek son carne de mural y lema de matutino. También las denuncias de la disidencia, el lenguaje, la atmósfera plomiza que carga siempre a cuestas el activismo justo y honesto de Cuba suele ser un somnífero muy eficaz.
Es una oposición a la que le alcanza con tener la razón y punto. No se cree en la obligación de expandirse y sumar a mientras más librepensantes, mejor.
Mira al docto Antonio Rodiles si no. El único caso conocido de un activista político cuyas alocuciones parecen encaminadas a perder seguidores y no a ganarlos. Rodiles destila el mismo carisma que Salvador Valdés Mesa. Tú me dirás si entre ese opositor y ese vicepresidente los cubanos van a querer escoger algo.
Por eso cualquier manifestación pública de una cooperativa de chamaquitos que se matan en videojuegos por intranet, o de activistas contra el maltrato animal, o cualquier performance como este, desacralizador de bustos patéticos y pintor de letreros como dardos, me parece estupendo para un escenario cubano que debe empezar a parecerse a cualquier futurismo, sea de Bradbury o de Kubrick o de Marinetti; cualquiera menos el que los vejestorios que aún sobreviven a la biología insisten en imponer en el país.
La Cuba que debe romper el asfalto y florecer contra todo pronóstico, tendrá que sacudirse de encima tanto símbolo castrista que le han enjorquetado con la cantaleta de que son símbolos patrios. Habrá que trillar símbolos como trillan las abuelas el arroz de la bodega: símbolo de raza, que no chilla, a este lado, símbolo impostado y falseado a este otro.
Y desmontar la enorme trama simbólica de sesenta (y un quema´o) años de vandalismo estatal significa, de entrada, desacralizar tanto poema ideológico, tanta cinematografía miliciana, tanto kitsch elevado a símbolo patrio.
Si me dejan a mí, yo utilizo el yeso de todos los busticos martianos fundidos para entablillar huesos rotos o luxados, que buena falta que nos hace en los hospitales.
Por lo pronto nadie puede quitarle a los Clandestinos la condición de colectivo destacado en esta emulación. Están sobrecumpliendo el plan quinquenal de chacalismos contra símbolos castristas, por adelantado, y eso es digno de un aplauso deportivo.
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