¿Por qué depositar esperanzas en una causa perdida? La telenovela cubana ha muerto desde inicios de siglo, por allá, por La cara oculta de la luna. Más de una década sin levantar un hervidero de pasiones. ¿Y qué se hace hoy? El personal cumple con una obligación laboral, más que una respuesta artística o una línea admonitoria para contrarrestar la invasión extranjera, la banalidad en la hegemonía cultural de las grandes industrias, el paquete, en fin, Game of Thrones que, según dicen, colmó los salones de algunos hoteles habaneros donde se proyectó la nueva temporada. Siempre que pregunto qué tiene de especial GOT solo me dicen: “Está de pinga”. Depongo las armas ante semejante argumento. De la telenovela cubana es posible oír la misma expresión, pero en las antípodas.
La telenovela cubana no es la contraofensiva que hubiesen querido los teóricos de la comunicación de izquierdas o centroizquierdas. Ni el ariete de los modelos emancipatorios. Ni sacrifica el entretenimiento más vacuo en función de algo más elaborado. Simplemente ha dejado de ser buena y se conforma chapoteando en la mediocridad, un pantano. Su razón de ser anda extraviada. La siguen haciendo porque hay que seguirla haciendo, punto, tal como se mantienen talleres sin piezas, fábricas sin maquinaria, pescaderías.
A fin de cuentas, ¿estamos pidiéndole demasiado, es demasiado si puede ser infinitamente mejor de lo que es?
¿Qué podemos decir los cubanos, el público meta de las telenovelas nacionales, con nuestras pocas voluntades y ocasiones para definir nada? Aunque los cubanos acudan a La Rampa del Vedado, simulando que participan activamente de un debate sobre los programas televisivos (ComunicarTV se llama dicho intercambio), en el que su criterio sirve a la futura calidad de su televisión, futuro inmediato. Esto, por lo visto, no ha rendido frutos.
Por el bien propio, la telenovela cubana, como género, como expresión de nacionalidad, como servicio a un pueblo cada vez menos respetado, debe tomarse unos años de descanso. Remendar esos harapos, mirar bien lo que sale y, si no, claudicar. Se reducirían cuantiosos gastos con solo ahorrar cuotas de arroz salteado con mortadela y platanitos pintones, además de combustible.
Contrario a lo que suponen, no están conteniendo la penetración cultural, están empujando hacia ella, dilatando el boquete. ¿Será verdad que antes la telenovela cubana ganaba seguidores por su calidad general, o solo era que no existían más opciones?
Alrededor suyo todo se ha vuelto más y más competitivo. No se puede enfrentar a un Jason Momoa con un Alejandro Cuervo, y esto trasciende el plano de la apariencia física, porque tampoco se puede enfrentar una Maisie Williams con una Carolina Cué. Y no se trata de comparar producciones económicamente, aunque la economía sí importe y los defensores del malogrado proyecto cubano digan que se puede hacer un sublime traje espacial con papel de africanas, si uno se lo propone, y eso es fácilmente discutible.
Por otro lado, hay una realidad que deglutir: La mejor serie cubana no solo no puede medirse con GOT, sino que no ha podido igualar el efecto histórico de la colombiana Aguas mansas, cuando todo el país se paralizó en espera del desenlace.
Y hay un factor común que evidenciaban las viejas novelas cubanas, una calidad en los elencos que han descuidado a manos llenas: Nadie olvida el Lucio Contreras de Rogelio Blaín, y nadie recuerda el último personaje negativo que valió la pena.
Cubavision, no hace mucho, había lanzado Vidas cruzadas, homónima de la obra del premio Nobel Jacinto Benavente, pero sin ninguna relación con ella salvo por el título. Vidas…presentaba un argumento más fresco, por no llamarlo arriesgado: trataba -lo resumo a continuación- de un hombre que mantuvo largamente dos familias en secreto, una nunca supo de la existencia de la otra -ser piloto fue su tapadera perfecta- hasta que el responsable, en un inusitado giro a la temprana altura de los primeros capítulos, murió, y la verdad, o una importante parte de ella, salió a flote, originando una serie de conflictos entre las dos viudas y sus familias.
Un guion chato que cumplió con lo que se esperaba de él, cerca de media hora de tibia ficción y tibio apego a la realidad para relegarla pasivamente. Su valor fue cederle plazas a varias caras jóvenes en los roles principales, como la de Andrea Doimeadiós, tal vez el punto más alto, lo que no es mucho si en honor a la verdad Doimeadiós, que no era una de las más protagónicas (el reparto era mínimo), tenía que compartir escenas con Alicia Hechavarría, que nunca ha tenido un desdoblamiento que resaltar. La muchacha deprimida y consentida que era en la novela Vidas…, era prácticamente el mismo folio que vimos en la película Fábula o en la serie policíaca UNO.
Algunos de estos jóvenes, anunciados como “talentos” por Edith Massola, tuvieron la oportunidad de agradecer en 23 y M la confianza que le mostraran los directores, la joven Heiking Hernández y el experimentado Fernando Hechavarría, padre de la referida Alicia.
Por lo demás, pudiera decirse en estos días de activismo que la composición estuvo desequilibrada porque no hubo personas negras en el elenco. Y que otra carencia fue el lamentable histrionismo de Saúl Rojas quien, siendo primero el piloto, debió interpretar después hasta el último capítulo un rol como el hermano gemelo que le sobrevivía al mencionado personaje, para finalmente presentarnos un conflicto fraternal bastante menesteroso y que, además, no estaba siquiera condimentado por una oposición de caracteres al estilo de Glória Pires en Mujeres de Arena. Porque si hay un gemelo en el argumento, algún propósito deberá tener, tal vez no el clásico antagonismo hermano bueno vs hermano malo, pero confundir a una de las viudas, o conquistarla, halarle los pelos bruscamente por la madrugada, dar motivos de enredos o algo así. Sin embargo, estos hermanos solo eran un piloto con sospechas de bigamia y un dueño de una finca en que curiosamente no había ni siembra de mamoncillos y el único animal que las cámaras mostraron, casi al final de la novela, fue un pony cabizbajo.
La interpretación de los gemelos fue tan pobre que el sobreviviente hubiera podido ser su propio hermano con el pelo cubierto por una ridícula capa de talco, y más adelante haber confesado que era, ni más ni menos, el mismo piloto, que armó esta treta para mantener una tercera familia a escondidas, haciéndose pasar por un gemelo suyo que, a la vez, había estado largas temporadas ausentándose bajo excusas de trabajo.
Ni siquiera fue un bígamo real el piloto, quien se había divorciado antes de celebrar sus segundas nupcias, pero hubiera sido interesante cuando menos escenificar cómo se manejaba en el tema de la legalidad en Cuba el caso de dos mujeres con un esposo en común, después de quedar viudas. La novela no proyectaría estas luces.
Está visto y comprobado: Los buenos histriones con que los escenarios cubanos pueden contar son escasos, casi nulos. La verdad es que abundan actores y actrices tan actores y actrices como trovador es Adrián Berazaín. Se nota, aunque discretamente, la intención de conceder papeles más o menos estelares a los hijos, yernos, nueras, nietos, de tal actriz o actor consagrados (no siempre con justicia), como si los vínculos familiares dieran garantía de aptitud.
Si se ve Inocencia, ese drama enlatado con almíbar, que ganó el voto popular de un público que solo esperaba otra ocasión circunstancial para exaltar su patriotismo menoscabado, se sabrá que no miento. Nada más véase el acento castizo de los oficiales españoles o la escena con la lectura incolora de los versos de Whitman. La buena fotografía, nada excepcional, no fue más que un plus técnico.
Pero volvamos al asunto que nos ocupa. Poco antes de que se estrenara Vidas…, el actor Enrique Bueno había posteado en Facebook que la novela que él y, naturalmente, todo un reparto de actores y actrices, terminara para entregar el año pasado, había sido censurada por esas fuerzas oscuras que todos conocemos, tan amorfas que no hay ninguna individual que señalar.
Como era de esperarse, la publicación se regó al instante como sarampión. Sin embargo, Bueno se guardaría de hacer más declaraciones públicas. Una causa de la negativa puede haber sido que, al parecer, el personaje de Bueno, un profesor corrupto de preuniversitario que vende exámenes, entre otras inmoralidades de base económica que saben todos los padres cubanos con hijos adolescentes, no pasó el filtro moralista y vigilante del ICRT.
A modo de tolvanera, se determinó que Vidas… que no se metía en camisa de once varas, saliera al aire primero. Fue, con todo, un movimiento hábil, porque Vidas… ganó cierta audiencia, lo cual —insisto— no es meritorio en un país donde generalmente los no milenials en adelante, los no adictos al mainstream, tienen una postura pasiva frente a lo que deciden sobre ellos, aun siendo este rato a puertas cerradas uno de los pocos en que pueden escoger libremente qué hacer.
Enrique Bueno hablaba de la recién finalizada Más allá del límite, con un diseño de presentación elaborado, a todo dar, con herramientas de Word o Powerpoint, la cual no ha generado de momento una atención desbordada por adentrarse en esos temas peliagudos de la sociedad cubana (además de los desmanes del sector educacional). La banda sonora, a diferencia del instrumental anterior de Vidas Cruzadas a cargo del pianista Alejandro Falcón, está encabezada por una muy mala canción, con una letra que pergeña rimas tan penosas como esta: “Aquí me encuentro con una maldición buscando cura, y no la encuentro”, además de parecer entonada por un Ramazzotti con resaca.
Todo eso para un público conforme con tener alguna cosa que ver, mientras den gracias por tener su novelucha sabiendo el costo que esta representa para un país víctima del “Bloqueo genocida”.
Lo que Más allá del límite transparenta es una brutal caída del género lleno de vulgaridades gratuitas y diálogos sin importancia ni pertinencia que no revelan nada, y situaciones dramáticas que el espectador puede sentirlas forzadas por su escasa naturalidad (es el caso de los dramas familiares, las peleas, las viejas rencillas y odios no muy comprensibles y los encontronazos románticos que distan enormemente de las experiencias reales en un guion que, por las señas, quiere apegarse bastante a la no ficción). Y esto se entreteje alrededor de un negocio familiar administrada por un tal Ulises (que interpretaba el actor Ulyk Anello), donde había un chef confianzudo que peor no podía actuar.
No creo en que la falta de recursos sea una excusa común para los ánimos derrotistas. Una telenovela es una gran producción, primero que todo, económica. Ni el mejor ilusionista haría hoy un efecto especial memorable con un Pentium 2. Ningún escritor o profesional implicado va a sentir motivación sin una ganancia sólida, un pago de acuerdo con su trabajo, ya que redactar un guion no es una bagatela, ni se le pone precio de bagatela.
Este guion de Más allá del límite, escrito por Yoel Monzón Monzón, tiene como centro nuevamente el drama migratorio que, de refilón, también había tocado el anterior de Vidas Cruzadas. Es un tema muy rico en matices, pero infelizmente poco explotado, se nota el recelo de pulsar esa cuerda siempre tan tensa, fuera de una pauta ya establecida casi que por acuerdo tácito. Las instituciones cubanas han agredido al exilio, o peor, lo han omitido de la forma más burda cada vez que han podido hacerlo. Bajo estos presupuestos, apenas se ha visto que se refleje en televisión una experiencia migratoria positiva, o que se presenten las reunificaciones o formas de abandonar Cuba, como un acto de cohesión familiar. En las novelas, el emigrado es ruin y a su regreso se aprovecha de la ingenuidad y la precariedad de los otros, o viene con planes de traficar gente, o de sembrar cizaña o ideas nocivas en una familia para fragmentarla, o quiere apartar a un nieto de sus abuelos, o al abuelo de sus nietos, desprecia el clima de su país con sorna o trama un golpe mayor, o simplemente su vida se ha puesto tan ardua, tan distante de las realizaciones que esperaba alcanzar, que quiere volver a Cuba porque extraña sobremanera el café fuerte de la madre.
El exilio, ese villano que mantiene la economía doméstica en el archipiélago desde hace años, también se apasiona por las telenovelas. Es un gusto que corre por las venas de muchas generaciones de cubanos. Los cubanos son noveleros, dicen los cubanos, y yo me lo creo.
Prácticamente desde que vine a este mundo he visto novelas brasileñas. No me acuerdo de Doña Bella (aquella despampanante Maitê Proença), ni de La esclava Isaura (en honor a esta última, tuvimos en casa una perra sata con ese nombre: no fue esclavizada en ninguna forma).
Me acuerdo de Roque Santeiro, que los cubanos no han dejado de nombrar como a la flor de Jorge Tadeo, con un pistilo que sugería un atrevido falo. Me acuerdo de La próxima víctima, que puso a los cubanos a adivinar quién era el asesino mientras merendaban gofio, y de El rey del ganado, que provocaba comentarios ensalivados de este corte: “mira qué lindas esas vacas”.
En estos últimos años no sigo las novelas brasileñas. Sin embargo, puedo diferenciar Avenida Brasil de la actual Sol Naciente. Su combinación monótona me la sé de memoria. Básicamente, te enseñan que El bien triunfa sobre El mal, empuñando la espada del amor. Todo es posible con amor y fe, lo único verdadero es el amor y la fe, etcétera. También habrá siempre un personaje que tiene visiones reveladoras —de ordinario inexactas— cuando algo malo está por suceder, ese misticismo. Los buenos son tan buenos que pecan de estúpidos. Los buenos tendrán victorias sobre los malos, los malos sobre los buenos, y este cachumbambé de ganar/perder continúa hasta el final que es cuando sucede la victoria real, inclinándose la balanza del lado de los buenos, y cada pareja se consolida, después de haber rodado por una serie de affairs hasta concluir que su media naranja estuvo a su alcance todos esos años.
Los malos son sagaces linces, no se les escapa una, oyen las conversaciones de los otros no importa si son a tres kilómetros, y no reciben su merecido hasta el capítulo 180. Todas las novelas brasileñas son capaces de plasmar relaciones abiertas, defender las preferencias sexuales o poner situaciones hilarantes de poligamia, pero arraigadas profundamente al catolicismo y al conservadurismo, son explícitamente antiaborto. Solo los personajes negativos consideran la opción de abortar, al contrario de los positivos, aunque rara vez o ninguna vez el aborto se llega a consumar. Abundan los mensajes de condena a este acto. De hecho, sus finales felices están muy vinculados a la maternidad: en el último capítulo las parejas protagonistas, invariablemente, tienen a sus hijos en brazos o retozando a su alrededor.
El meollo de las novelas cubanas, en cambio, es otro, que no se sabe bien ni cuál es. Las audiencias se ponen de vez en cuando nostálgicas y regresan la memoria a los años de Tierra Brava, con Fernando Hechavarría cubierto por dos camisas de mezclilla para darle grosor a su Nacho Capitán.
Luego, Cubavisión Internacional, como si hubiera aceptado ya que no hay nada más que buscar, retrasmite una tras otra la misma Tierra Brava, o Sol de batey o Si me pudieras querer o la serie Doble juego, quizás las últimas producciones memorables en la videoteca del ICRT. Esperemos que conserven esa madurez ética-estética y no se les ocurra de pronto reponer (lo más grave es que se vería en otras latitudes), digamos, aquel adefesio que pretendía sensibilizar sobre la enfermedad del SIDA, y que, al igual que aquel tema de Kansas que figura en todas las carpetas de PCs por ahí nombradas “Baladas en inglés”, se llamaba Polvo en el viento.
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