Increíble. Anna Frank es una venerable anciana de 90 años. Se quedó congelada en la imagen de una risueña muchacha sensible y buena que descubría el amor y la sexualidad en plena adolescencia como consigna en su Diario. Los nazis la asesinaron en febrero o marzo de 1945, poco antes del fin de la guerra. Había nacido en junio de 1929.
Por eso me llamó la atención una fundación denominada “Espacio Anna Frank”, en esta ocasión dirigida por su vicepresidente, la arquitecta Ilana Beker. Está compuesta, esencialmente, por judíos venezolanos. Si magnífica es la inmigración masiva de ese pueblo para las sociedades que lo acogen, es aún más notable cuando se trata de judíos. Suelen tener una magnífica preparación académica y un profundo sentido de la responsabilidad social. El objetivo de esta fundación, en esencia, es luchar contra los prejuicios y que logremos convivir armónicamente con personas diferentes.
Dentro de ese espíritu, trajeron a Miami Beach, al teatro Colony, el monólogo del italiano Primo Levi titulado 'Si esto es un hombre', publicado en 1947. Son sus memorias del campo de concentración de Auschwitz. Junto a Levi, acarrearon como animales a ese horrible matadero a 650 judíos italianos. Sólo sobrevivieron 20. Cuatro décadas más tarde, en 1987, acosado por la depresión, Levi se suicidó lanzándose al pavimento desde un tercer piso. Elie Wiesel, cuando lo supo escribió: “Primo Levi murió en Auschwitz cuarenta años después”.
El actor Javier Vidal logra un parecido tremendo con Primo Levi y recurre a un excelente “truco”: recita el texto admirablemente con el acento y la cadencia de un italiano que habla español. Durante hora y media es muy sencillo creer que el propio Levi nos transmite sus experiencias. Su mujer, Julie Restifo dirige la obra con una envidiable economía de medios. Unas cuantas sillas en el escenario y la proyección de algunos dibujos e imágenes ambientan el horror con toda claridad.
Casi al final de la obra, Primo Levi advierte que lo que ellos están padeciendo se puede reproducir en el futuro. Y así es. Uno de los rasgos constantes de la civilización occidental es el antisemitismo. Hitler y los nazis no inventaron nada. Se limitaron a recoger una sanguinaria tradición iniciada por los egipcios, griegos y romanos, pero aumentada por el cristianismo primitivo medieval, que ha ido modificándose con cada generación y adaptándose a todas las etapas de la historia.
Hitler les atribuía a los judíos la derrota alemana durante la Primera Guerra Mundial, pese a la participación heroica de muchos judíos en el bando alemán y austriaco, y suponía que extirpando a esa “raza maldita” de la faz de la tierra todos los problemas de Europa desaparecerían súbitamente. Por supuesto que se trataba de una injusta imbecilidad, pero el terreno había sido abonado durante siglos de atropellos contra los judíos.
Es verdad que el papado romano ha pedido perdón por sus criminales excesos, pero los prejuicios antisemitas continúan vivos en nuestra cultura. Recuerdo una reunión de la Internacional Liberal en Finlandia, en la que me pidieron que me sentara junto a un enigmático político ruso, Vladimir Zhirinovsky, que había creado un supuesto Partido Liberal y quería afiliarse a nuestra familia política.
Bastó con que le preguntara “cómo están las cosas en la Rusia de Boris Yeltsin” para que aflorara el antisemitismo. “Imagínese –me dijo—los judíos se están quedando con todo”. Me criticó el “cosmopolitismo” de esa etnia y hasta mencionó “la conspiración de los médicos judíos” denunciada, perseguida y exterminada por Stalin a fines de los años cuarenta.
Todo seguía igual en la mentalidad rusa, como en la época de los zares, cuando la policía política, la temible Ojrana, fabricó 'Los protocolos de los sabios de Sión', como si existiese una conjura judeo-masónica para apoderarse del planeta. Por supuesto que el antisemitismo no ha mermado. Ha mutado y se presenta como antisionismo, pero es el mismo perro con diferente collar. Un perro rabioso siempre dispuesto a morder.
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