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Artículo publicado originalmente en La Hora de Cuba, reproducido con autorización de su autor
No me lo creía, no podía creer que fueran capaces de tanto egoísmo: nuestro no electo gobierno echó a andar su anual Marcha de las Antorchas en La Habana, un día después del paso del tornado.
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No es una marcha para recoger escombros, ni para llevar ayuda a la gente que perdió sus bienes en el tornado (aunque traten de disculparse prometiendo que lo harán, no hoy, sino al otro día); no es una marcha de solidaridad y compasión con los cubanos que hoy están durmiendo con angustia: es una marcha de insensible politiquería.
Y no es por Martí, no nos engañen, que él nunca hubiera priorizado su cumpleaños ni el culto a sí mismo ni a ningún caudillo difunto por encima de las tribulaciones de su gente.
Lo de la marcha sirve para recordarnos que en Cuba todavía la politiquería es la prioridad de los funcionarios en las alturas, hasta el punto de que se prefiere mantener un desfile costoso (¿cuántos vehículos oficiales están gastando ahora mismo combustible del pueblo?, ¿cuántos agentes de seguridad para proteger a los consabidos, cuánta electricidad para que haya luz y sonido en la coreografía?, ¿cuántos equipos de prensa están activos en función de un ritual que, en el fondo, a casi nadie en Cuba le roza siquiera el borde del corazón?).
A unos kilómetros de la marcha hay decenas, cientos de familias pasándola muy mal, sin corriente eléctrica, con familiares heridos o bienes destruidos, rodeadas de escombros o de carencias, y la mitad de esas manos con antorchas y de esos recursos despilfarrados les habrían ayudado bastante. Si no a recuperar los bienes perdidos, sí por lo menos a sentir fe, que es lo esencial que necesita la gente para llegar al otro día.
Admito que ayer tuve que quedarme callado: Díaz-Canel enseguida apareció en las zonas afectadas, no sé si de corazón o porque lo estipula el plan de trabajo que le hace Dios sabe quién. Pero poco le duró el personaje de líder dolido con el sufrimiento de su gente.
Ahí está ahora posando en la escenografía de la marcha, por obediencia o por insensibilidad, o por las dos, el presidente no electo, junto a su jefe tampoco electo, y los dos recién bañados, recién comidos, con sus casas enteras, sus familias felices y sus sonrisas tranquilas, porque ellos no perdieron nada.
Es cierto que, al fin y al cabo, tampoco ellos les deben nada a esas personas que el tornado afectó: ninguna votó por ellos para presidente ni para nada.
A ver si la gente que lo sufre se entera de eso, de que los cubanos no valen mucho para los de arriba –y si valen, no es cuando están en problemas, sino cuando marchan obedientes- y ojalá se lo dejen claro en el referéndum circense del 24 de febrero, con cualquier cosa menos con el sí falso que muchos piensan poner en la boleta, con la misma inercia con que marcharon hoy por Martí y por el otro, y mañana marchan tras una visa o un cruce fronterizo.
Si el tornado no sirve para que los que todavía mandan prioricen a los cubanos en su agenda, por lo menos que sirva para que les devolvamos la importancia que nos dan. Porque al final de un día de dolor en tantos hogares cubanos, lo que han hecho las autoridades en La Habana no es una marcha. Es una mancha, y de las que no se borra fácil.
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