La mayoría de los tembas cubanos hemos revivido la ilusión infantil de los tres Reyes Magos de Oriente con nuestros hijos y nietos, nacidos en la plural y forzosa geografía cubana, donde cada 5 de enero, los más pequeños de la casa se van a la cama estremecidos por el temor y la curiosidad de toparse con sus majestades en medio de la noche, no sin antes dejarle una bandeja con dulces navideños, y hierba para los esforzados y eficaces camellos, que simbolizan la primera empresa de logística del mundo.
En los primeros años, resulta más sencillo el engaño mágico pues con decirles que las tiendas están abarrotadas de juguetes para que ellos puedan hacer sendas cartas a Papá Nöel y a los Reyes Magos, los fiñes se conforman e ilusionan desde los primeros días de diciembre y tienen la ventaja de que los juguetes traídos por el anciano de blanca barba sirven para jugar durante las vacaciones navideñas, mientras que los dejados al pie de chimeneas y rincones de casas por Melchor, Gaspar y Baltasar, implican menos días consecutivos para disfrutarlos.
Según van creciendo y relacionándose con amigos de barrio y escuela, el cuento de los Reyes Magos se hace más cuesta arriba, pero un conflicto surge cuando los llevamos a Cuba, donde descubren con primos y amigos que los Reyes Magos no existen y corren a preguntarnos por qué.
Algunos abuelos, en coherencia con su militancia revolucionaria, suelen desempolvar el manual de instrucción básica e intentan desacreditar la celebración que pone fin a la Navidad en países de acogida de millones de cubanos, con el consabido pretexto de la comercialización y la maldad del capitalismo que deja sin juguetes a miles de niños en el mundo; otros optan por una excusa cariñosa, una parte culpa directamente al comunismo de compadres y el resto guarda silencio.
Esos viajes de vuelta a casa suelen ser pródigos con los niños contando sus recuerdos en Cuba y su extrañeza en que no haya Reyes Magos porque nada resulta más complicado de entender y explicar a un hijo o nieto que un gobierno occidental decretase la prohibición de la Navidad y la imposición de la venta racionada de juguetes al mes de julio, donde las celebraciones incluían un gran cake para el censor de ambas festividades, en su cumpleaños y el Día del Niño, rodeado de pioneros escasos de dulces y juguetes.
En los últimos años, ha habido una reversión parcial del absurdo prohibitivo que -como toda arbitrariedad- con su alivio genera islas de desigualdad en la empobrecida y desigual Cuba, donde las familias con mejor desempeño económico y ayudas de parientes en el extranjero ponen su árbol navideño y compran juguetes Made in China a precios de boutique parisina en las dolarizadas tiendas gubernamentales o menos caras en el mercado irregular, cada vez más perseguido con regulaciones que limitan su capacidad importadora.
En el mundo normal, aun golpeado por el impacto afectivo y económico del coronavirus, millones de niños se irán hoy a la cama intentando adivinar el minuto exacto de la llegada de los tres Reyes Magos de Oriente y su caravana de juguetes a sus casas; en Cuba no, la mayoría de los niños se acostarán sabiendo que al día siguiente irán a la escuela para seguir gritando que quieren ser como el Che.
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