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No voy a fingir neutralidad o distancia: si alguna noticia he celebrado en los últimos días ha sido esta expulsión exprés que el Departamento de Estado ha llevado a cabo con dos diplomáticos cubanos, miembros de la Misión Permanente de Cuba en la ONU.
Qué digo diplomáticos: con esta gentuza de traje y credencial que a cuenta de un gobierno ratero suele pasearse por este democrático país. Sin ellos, qué dudas me cabe, esta mañana los Estados Unidos son una mejor nación y nosotros, los cubanos, estamos un pelín más a salvo de la tiranía de la que huimos alguna vez. En términos cuantitativos, somos dos esbirros más libres que ayer.
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Pero no solo he disfrutado este puntapié proporcionado con suficiente energía cinética como para transportarles, amablemente, de la capital del mundo hasta la capital cubana. No, qué va. Ha sido también ese modo fulminante, indisimuladamente superior, con el que se despide a un huésped fastidioso, empleado por el Departamento de Estado a través su portavoz, la dama Morgan Ortagus.
El resumen de los tres párrafos emitidos en un comunicado oficial este jueves en la tarde desde Washington sería más o menos así: “Los dos diplomáticos cubanos se empeñaron en tejemanejes de influencias ajenas a la Seguridad Nacional de este país, en consecuencia, se van al carajo a su isla militarista y, de paso, los que les sobreviven acá no podrán moverse fuera de los márgenes de Manhattan”.
¡Hasta que por fin los facinerosos cubanos de Naciones Unidas vuelven a ser puestos en su lugar! Para recordar otra expulsión a los de este grupo de Nueva York hace falta remontarse a 2003, cuando la Administración Bush mandó de vuelta a casa a otros 14 apandillados castristas, muchos de ellos miembros de esa misma misión de la ONU.
Desde entonces, habían campeado a sus anchas en las reuniones anuales de un organismo internacional cuyas esencias, tratados y funciones Cuba incumple casi por vocación o deporte.
Porque recordemos una máxima tallada a cincel en la praxis internacional: Cuba le sabe algo al mundo, y por eso la dejan portar mal. La frase es de calle, de barriobajerismo criollo. El mundo, por alguna misteriosa razón que ignoramos, ha dejado comportar a los gendarmes de la política castrocubana como les da la gana casi en cualquier parte y con casi cualquier exceso.
Las cosas vetadas a otras delegaciones u otros representantes, inexplicablemente le son toleradas a los cubanos. Son los chicos malcriados de la clase: nadie los respeta, pero causan tanto ruido y conflicto que mejor no hacerlos enojar.
Bajo esa premisa, el matonismo cubano ha trasladado sus reglas aun fuera de sus márgenes de agua. Cada cumbre, cada convención internacional, ha tenido su brigada de respuesta rápida con métodos siempre idénticos. Allí han estado sin falta los cuatreros de la política cubana saboteando discusiones, generando conflictos a patadas y puñetazos como en Panamá, saboteando en Lima a puro escándalo los diálogos sobre represión y violación de Derechos Humanos en Cuba, o boicoteando ¡en la misma Nueva York!, la iniciativa estadounidense a favor de los presos políticos en la isla en 2018.
Siempre un vulgo vergonzante, sudoroso, de venas hinchadas a mitad de las frentes. Gentuza de mucha adrenalina y poca clase. Delegaciones donde han lanzado sus estrellatos nombres ilustres de la chusma política nacional como Susely Morfa, psicóloga catatónica de peculiares maneras al polemizar, o Yusuam Palacios, una especie de folclorismo imposible de imitar.
Las delegaciones cubanas, lo mismo en Washington que en Nueva York, han tenido una desconcertante patente de corso para hacer lo que a nosotros, cubanoamericanos por nacimiento o naturalización, la propia ley de nuestra tierra adoptiva nos impide hacer.
Si yo le hiciera a un periodista de este país lo que el soldado de la palabra Boris Fuentes hizo a mi colega Mario Vallejo hace un año en las mismas calles de Manhattan, mi próximo reportaje sería en primera persona desde una celda de cualquier ciudad. Agredirlo de forma corporal, amenazarlo, arrebatarle un teléfono o un micrófono, golpear a la cámara que grababa el despropósito, insultarlo. Pero lo hizo Boris Fuentes, un canalla con credencial a quien Cuba de inmediato protegió en su barullo diplomático hasta que Vallejo, desconcertado y desprotegido, no tuvo más remedio que continuar su trabajo sin respuesta a la agresión.
En esa misma Nueva York de donde han sido pateados hace 24 horas dos integrantes de ese vulgo insular, la delegación que acompañaba y protegía al ilegítimo Miguel Díaz-Canel impidió a la prensa del sur de Florida entrar a una iglesia donde hablaría el sátrapa cubano. No me pregunten cómo lo lograron. Solo sé que así fue. En suelo americano.
Por eso ahora he abierto una generosa reserva de Johnny Walker -la bebida del enemigo, que dijera nuestro Diego en “Fresa y Chocolate”- y he bebido algunos sorbos mientras tecleaba estos párrafos divertidos con una sonrisa de desquite en el rostro. Porque yo, como tantos muchos otros, estoy hasta los cojones de impunidad y bravuconadas que nacen al otro lado del estrecho de la Florida, pero que de alguna manera terminamos por sentir aun del lado de acá.
El trato de moscardones molestos, ninguneados por una potencia que les ha barrido sin esfuerzo ni piedad como quien tira al tiesto una basurilla pendenciera, de alguna forma reivindica el trato que nos concede en nuestra propia tierra la dictadura a la que esos dos defienden y representan.
Digo yo que amanecer en Nueva York, capital de la virtud, el arte y el éxito humano, y dormir en La Habana coyuntural, es como para irse a llorar a Maternidad, ¿no?
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