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Abel Prieto necesita un loquero. Ha perdido los nervios, los estribos, el sentido del ridículo. Está muy mal. Y no lo oculta.
Uno siempre aspira a envejecer con sensatez. Es la idea. Que las canas corrijan el desenfreno juvenil que casi siempre roza con el error. Los adolescentes adolecen. Los adultos, sobre todo si llegan a la tercera edad, suelen tener ese punto de sabiduría que dan los años y la experiencia. Máxima de vida.
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Abel Prieto es una suerte de Benjamin Button del descarrío. Pasan los años y se nos vuelve más loquito. Que alguien le quite el acceso a Twitter, por el amor de Dios. Y a los teclados de una computadora. Que le quiten el acceso, así en general. Todos los accesos. Y los abscesos por donde supura escritos.
Pero que Abel Prieto, el Adolescente Oficial de la Revolución Cubana, pare de teclear despropósitos como los que inundan sus cuentas de redes sociales, y como el que acaba de publicar en el diario Granma: “Imagina que no hay posesiones”.
En un ataque de incontinencia Abel Prieto ha dejado escapar por el esfínter un texto que podría ser resumido más o menos así: John Lennon, como símbolo, le pertenece a Cuba, a su socialismo duro y a todos aquellos que como Venezuela o Vietnam, son o fueron "víctimas de la implacable y violenta represión del sistema". Los yanquis deberían desistir en su intento de apropiárselo. "Es inaceptable desde todos los puntos de vista que pretendan utilizar ahora a Lennon los representantes de la ultraderecha neofascista, los descendientes legítimos de sus perseguidores. Se trata de un símbolo que nos pertenece". Ahí está, un Prieto en estado puro.
Parte el alma y desfigura el rostro. El viejito Abel se nos ha "adolescentizado" de la peor manera posible: vertiendo insensateces, hipocresías, y haciendo estragos en público en la ya maltrecha moral de un proceso al que él mismo hiciera favores como pocos.
¿Por qué favores como pocos? Porque Abel Prieto jugó su rol en el Consejo de Estado que articuló Fidel Castro con precisión de orfebre siniestro. Abel era Abelito. Abel era el chico terrible. El de la melenita. Así como Esteban Lazo era el negro que resumía en su melanina a todos los negros olvidados a su suerte, y era el ejemplo recurrente y confiable para desmentir, vaya usted calumnia, el racismo en un país donde a las pasas se les sigue llamando pelo malo; Abel Prieto fue siempre el infante rebelde que el establishment necesitó tener en el coro.
Y Abel Prieto jamás desafinó. Su papel fue interpretado de manera impecable. Jamás olvidó un tono que pasaba por transgresor, que se vendía cuestionador; jamás descuidó el feeling hippie y semi transgresor, dentro del cual su melena, su barba, sus jeans y sus camisas dobladas a la altura de los codos, formaron parte activa en la composición del personaje.
Abel Prieto se permitió protagonizar, dígame usted, el episodio de desobediencia oficial más recordado por la mitología castrista. En un país donde el temor al dictador hacía orinar a cualquier secretario de partido provincial cuando el Gran Líder lanzaba truenos o encontraba errores durante una asamblea de balance, el jovenzuelo Prieto, por entonces ya Ministro de Cultura, osó desmentir en público a Fidel Castro y recordarle que no solo los artistas se estaban quedando en otros países, que el diapasón era mucho mayor.
Había hecho la obra de su vida. ¡Le había llevado la contraria a Fidel! Poco importaba si lo había hecho dentro de los márgenes de hierro que había trazado el propio dictador cuando espantó a Virgilio y demás asistentes con aquella amenaza convertida en lema: “Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada”.
Abel fue ídolo de cierto sector intelectual de mi generación. Me permití la disidencia de este ídolo desde aquellos amaneceres. Nunca supe qué me caía peor, si que un escritor tan endiabladamente malo lograra publicar un engendro llamado 'El vuelo del gato' un año sí y el otro también, solo por ser coincidentemente Ministro de Cultura del país; o si era el tufo a traidor de rebeldías, ese vaho insoportable que despiden los que posan y pasan por lo que no son. Y logran engañar a tanta gente. Vaya que sí.
Por suerte, el Adolescente Oficial de la Revolución Cubana se ha sacado ya el maquillaje. Conserva la melena, creo, con un anticuado corte que solo saben hacer dos barberos en toda La Habana, y a ambos les cuesta sostener las tijeras entre los dedos. Pero, el personaje de tipo enfrentado y distante de la oficialidad hace demasiado que Abel Prieto lo desechó. Ya para qué, pensará. Todos se han ido muriendo, pensará.
Y de repente se ha desatado.
Un día se nos baja con que la Navidad, tal y como la conocemos hoy, es anticristiana. El teólogo Abel, sin filtro y a todo motor, nos cuenta en ese tweet que el Cristo ha sido traicionado por el consumismo capitalista. No pasó un mes y Abel, la tecla más intrépida del Twitter caribeño, nos contaba que Martí habría tuiteado como Díaz-Canel. No es jodedera mía, lo juro.
Otro día nos cuenta que alguna vez Elpidio Valdés derrotó a Walt Disney, en un combate que solo lleva en el cráneo él. No le he preguntado a Juan Padrón, a quien he tenido el placer de conocer y cuyos dibujos de vampiros y mambises tengo como trofeos en mis paredes, pero estoy seguro de que haría un avergonzado silencio: es demasiado artista para semejante mentalidad de cuadrilátero. Y tiene demasiado sentido del ridículo, tanto o más que sentido del humor. Abel, entrenador de boxeo de Elpidio, no tiene de eso.
Poco después, Abel Prieto se arranca un pelo de la barba y publica una entrada en su blog de gato volador, una entrada tan renovadora y auténtica que Fidel Castro sintió celos allá en su lecho de comodidad dudosa. Que Cuba no debe regresar al Capitalismo, en esencia, que el Capitalismo es feo, malo, gris, y la muerte de todas las cosas buenas. La originalidad del adolescente Prieto es digna de un premio de la ANIR.
“Una élite vive en la opulencia, en palacetes, con sirvientes, guardaespaldas, clínicas exclusivas, limusinas y aviones privados”, contaba el honorable director del Programa Martiano, una oficina por la que jamás se personaría Martí para trámite alguno. Ni en modo fantasma. Con todo, ahí no nos quedaba muy claro si el desafuero del hirsuto Abel iba dirigido a la nietecita de Raúl, por ejemplo, de cuya calidad habitacional hemos tenido alguna noticia reciente.
Pero ahora se nos aparece con esto de que Lennon no debió ser cantado en el Venezuela Aid Live de febrero último, por dos razones concretas: porque Lennon habría desaprobado la mediocridad artística allí presente y porque Lennon habría defendido a la Venezuela socialista de Nicolás Maduro.
Describiendo a “Imagine”, ese melódico y simplón himno de utopías, Prieto deja escapar una oración como esta: “Ningún famoso con los bolsillos llenos y el alma vacía, ningún alcahuete de los yanquis, puede escucharla sin asustarse”. Susto da semejante oración. Me disfrazaré de ella para Halloween.
Yo no sé si John Lennon habría estado del lado de Nicolás Maduro, como compañero de soledad del Diego Maradona, o si habría estado en el escenario junto a la marea de cantantes y activistas que protagonizaron ese concierto simbólico, aunque a todas luces semi inútil. Lo que sí sé es que si “Imagine” asusta a famosos de bolsillos llenos, el primer espantado habría sido su autor.
Que nadie se me haga el amnésico de noche etílica: el hombre que cantaba al piano, con su voz nasal, sobre paraísos coloridos sin posesiones ni riquezas, vivió en vida como un magnate “de alma vacía” según la original invención de Abel. Es más: olvídate de la vida. En su muerte, John hace más plata que cualquier capitalista furibundo.
En 2012, Forbes lo ubicó en el puesto 4 de los artistas ya fuera de este mundo que más ganancias habían generado en ese año ($12 millones) solo por detrás de Michael Jackson, Elvis Presley y Bob Marley. La viuda de Lennon, ese cisne de voz trémula (corran a Youtube) llamado Yoko Ono, maneja una fundación llamada “John Ono Lennon State” con fondos cercanos a los mil millones de dólares.
Eso, el tío que soñaba con mundos sin posesiones y que donó a Abel Prieto el versito para titular su libelo. Imagina un mundo sin posesiones, nos dice Abel. Yoko dice: yo lo intento cada noche.
Como guinda del pastel revolucionario, Abel Prieto desbarra contra la calidad artística de quienes cantaron en el Venezuela Live Aid. Mediocres artísticos, les llama a Alejandro Sanz, Diego Torres, Juan Luis Guerra, Carlos Vives y Ricardo Montaner, por ejemplo, el mismo crítico de oreja fina que no tarda en exhibir al dúo Buena Fe como summum de calidades y virtudes. Que nadie se me escandalice con la hipocresía. Que el dúctil Abel calificó de mediocres en el mismo saco, por el concierto en Cúcuta, a los mismos Juanes y Miguel Bosé por los que perdió la carne de las palmas cuando estos cantaron en La Habana, vaya si aplaudió con emoción el entonces ministerial Abel.
Una perlita, el de la melena. Pero coherente. Que nadie lo dude.
Ha sido coherente en su cinismo un cuadro partidista que lleva a todas partes el ajuar de hippie, en el mismo país donde ser hippie dio miedo. Había que tenerlos bien puestos, o estar bien dispuesto: a expulsiones, análisis, negativas, escarnio. ¿O eso me lo contaron mal, Abel? ¿Me contaron mal que escuchar al mismo tío de “Imagine” que exiges hoy como patrimonio del izquierdismo universal, era materia para denuncia y sospecha?
¿Tantos cubanos soñaron que escuchar a Los Beatles estaba prohibido? ¿Es que no les basta, Abel por tu madre, con erigir un monumento a la hipocresía histórica nacional, soldarle los espejuelos redonditos para que nadie más se los robe? ¿Ahora hay que hacer a Lennon patrimonio criollo local, un cederista más, un compañero más, un vigilante, un miembro de la UNEAC más?
Andan sin jockey.
Entre faunas de Guillermo García Frías, discursos de Yusuam Palacios, tweets de Díaz-Canel, guitarras de Raúl Torres, pupilas astigmáticas de Iroel Sánchez, conciertos fantasmas de Israel Rojas y estas reivindicaciones culturales de Abel Prieto, un día para Elpidio, otro día para Lennon, no digo yo si tornados y meteoritos van a terminar tomándole manía a nuestra isla bonita.
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