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La democratización es siempre un proceso complejo, que requiere del concurso de distintos factores. El adentro y el afuera son necesarios. Unos aportan capital humano, experiencia y redes. Otros proveen recursos financieros para sostener la comunicación, formación, denuncia y organización. La mayoría de la gente se implica, en el terreno, en tareas de movilización para el cambio. La experiencia, cabildeo y soporte de una diáspora politizada suple parcialmente los déficits domésticos, derivados de la represión e ilegalidad del acto opositor. Pero los roles deben estar muy claros: No se puede cambiar un país con mando a distancia.
Escribo esto tras leer, el mismo fin de semana, tres noticias sobre las actividades de las oposiciones cubana, nicaragüense y venezolana en el exterior. En todos los casos que revisé, se trata de iniciativas de gente valiente y valiosa, que ha pagado un precio por su lucha. Personas que, lejos de lo que señala la propaganda difamante de sus respectivos gobiernos, no viven de la política, sino para la política. Así que los juicios de valor no caben en esta columna. Quiero, eso sí, compartir algunas reflexiones sobre el peso del contexto -la ubicación en el exilio- para la eficacia de la democratización a distancia.
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Democratizar implica que las autoridades son electas en comicios libres, plurales y justos, en lugar de designadas. Que la ciudadanía ejerza derechos a la expresión, organización y movilización autónomas. Que se puedan vigilar y contrarrestar, legalmente y sin violencia, las decisiones del poder. Un país se puede democratizar desde dentro -sea por impulso reformista “desde arriba” o por presión social “desde abajo”- ; desde fuera -por la intervención externa, que depone a la dictadura- o por una mezcla de esas evoluciones. Democratizar es siempre un proceso lleno de eventos, más que un momento, único y mágico”
Hay dos tópicos sobre los me parece entendible la idea de un movimiento o, in extremis, un gobierno desde exilio. Uno es la legítima aspiración de gente que ha pagado un costo de años por la lucha, de seguir su vida (y esa lucha) de algún modo, en alguna parte. Otro la muy concreta situación de intentar disputarle ahora mismo a las tiranías el control de aquellos activos y legitimidad útiles para reforzar su hegemonía doméstica y conexión exterior. Hegemonía y conexiones que retrasan la eventual transición.
Todo ejercicio de movilización y, en casos como el venezolano, de un presumible gobierno desde el exilio, puede tener un origen legítimo. Puede constituirse a partir de autoridades despojadas por la fuerza de su mandato, de luchadores que se resisten al apaga y vamos, que quieren seguir la lucha desde otro lugar, etcétera. Y, como dice el politólogo Jorge Lazo, no se puede decretar la defunción de ningún actor y proyecto político por la condición de exilio. Los cubanos tenemos el ejemplo icónico de José Martí. Jomeini vivió 15 años antes de regresar a Irán como líder de la Revolución Islámica. Ho Chi Minh estuvo casi tres décadas entre Francia, China y la Unión Soviética, antes de regresar a encabezar el Viet Nam comunista. De Gaulle dirigió la Francia libre desde Londres. El problema, como dice mi colega, no es per se el exilio. Es cómo ese afuera influye en el adentro.
Hay que reconocer el impacto de una prolongada permanencia en el exterior para liderar eficazmente la democratización de regímenes autocráticos especialmente represivos. De esos que buscan a toda costa desconectar a su población de cualquier demanda y esfuerzo de cambio. Hay variables que impactan al dirigente exiliado. El control a recursos, el reconocimiento internacional efectivo, la conexión con los actores internos y los cambios en mentalidad, experiencia y perspectiva que produce la propia condición exiliada, son algunas de ellas.
Esos factores tienden a mutar con el paso del tiempo. La captura de rentas y símbolos, alejadas de la realidad interna, pasan factura psicológica, ética y política. Si no se produce el cambio en lapsos y modos favorables, la estructura permanente -partido, movimiento, gobierno- en exilio puede convertirse en un fetiche de escaso valor. Un liderazgo dron y una democratización teledirigida presentan déficits epistémicos y organizativos para impulsar el cambio real.
Se necesita mejor conexión con la lucha interna en cada país: no bajar línea política desde afuera, tener mejor presencia y concertación con las fuerzas en el terreno y promover una participación cruzada de liderazgos internos y exiliados en las respectivas estructuras. También se precisan la mayor pulcritud y transparencia posibles en manejo de los recursos recuperados, minimizando su usufructo por los políticos exiliados. Además de la revisión periódica de la legitimidad, estrategia y conexiones del liderazgo, movimiento y gobierno exiliado con sus bases en el país. Y con la población en general. La estrategia debe medirse, siempre, por el nivel promedio de la cultura, demanda y recursos políticos de la ciudadanía residente en el país originario. Los exiliados, aunque participantes con pleno derecho, no deben arrogarse jamás el protagonismo de la democratización.
Tal vez acaso suenan “utópicos” esos criterios , pero como toda política incluye una dimensión normativa -en especial esa que se propone para algo que se llama “liberación”- no puedo dejar de pensarlas. En resumen: la democratización a distancia es humanamente entendible y admite ciertas razones (prácticas) en el corto y mediano plazo, pero el largo aliento no favorece a ningún liderazgo, movimiento o gobierno exiliado. Pues estos pueden, por su propio marco de anclaje y observación, convertirse en un lastre y una distorsión para el cambio. Para una democratización cuyas batallas decisivas tienen que ganarse siempre dentro del territorio, población e instituciones de las naciones oprimidas.
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