En una conga santiaguera pasa de todo. Es casi un metáfora tan rebuscada como obvia, pero es así. Históricamente esta enorme y caliente serpiente humana ha sido una manera de liberar al cuerpo y la mente, así fue desde los tiempos de esclavitud y hoy mantiene esa esencia bien arraigada. Es su principal atractivo.
A la conga hay que entrar a gozarla, a vivirla, pero sin prejuicios y sin tapujos. Ella se disfruta entera, no a medias. Arrollar no es solo arrastrar los pies, es mucho más: es encarnar el calor, el desenfreno, el caribe, el ser caribeño, es un estilo de vida y hasta una ética... Arrollando se van las penas, arrollando se saluda a la vida, al menos por el instante que dura una conga, un acontecimiento efímero, cíclico, pero siempre feliz y liberador.
Por donde pasa aumenta la temperatura. No es exageración. Usted puede estar en un tercer piso y el calor de miles de personas calienta el ambiente, y el sudor se convierte en un vaho exquisito para algunos, asqueroso para otros, pero que en todo caso entra, junto con la música y los coritos, por cualquier recoveco de la casa.
Aquí suelta sus “amarras” el homosexual, la persona casta, aquella que tiene el ritmo que hierve y grita salir, aquel que mueve la cintura de una forma casi irreal, baila la rubia como una descendiente del continente africano… miles de gotas de sudor dejan, junto con los pies y el ron, un rastro en la calle; se desmaya una persona a la izquierda y a la derecha unos cuantos se caen a piñazos…
Cuando pasa por una calle de Santiago de Cuba, los hijos predilectos de la conga liberan su cuerpo y se entregan al sonido de los tambores, de las campanas y de la corneta china. Para alguno que como un hecho irracional, diseñada para vivirla con todos los sentidos más que para ser diseccionada por la ciencia.
Por donde pasa trastoca la cotidianidad. Puertas que se cierran pues si se forma una trifulca, tan comunes como la propia conga, la gente coge despavorida para donde sea, llegando a entrar a las moradas. Incluso en medio de un festival de puñaladas la gente corre sonriendo. Hasta eso forma parte del misticismo de una conga.
Hay quien prefiere vivir la conga 'en la caliente'. Esto significa estar en el justo lugar donde los tambores no te dejan ni respirar. Están aquellos que optan por verla de lejos, sin entrar, pero que aun así mueven el esqueleto. También están los que se “meten”, pero se quedan detrás, donde es más seguro, o cerca de la policía.
En una conga santiaguera pasa de todo… Es una de las leyendas más complejas para los que la viven. En ella mujeres y hombres se exponen a ser agredidos, acuchillados y maltratados por la turba de personas que se congregan en la calle de una ciudad que tiene la fama de ser de las más calientes del país.
La conga es un espacio donde se pagan las culpas o se crean nuevos pecados. Todo lo que se debe en el año se paga en el medio de la invasión, desde las deudas de sangre hasta las infidelidades.
Es momento de demostración de guapería, donde no faltan los cuchillos y una buena botella de ron, por eso los tocadores de la invasión son protegidos por los agentes del orden público, porque ellos forman parte de esa cultura y de la tradición popular, de que quien la hace la paga en la conga o en la Invasión.
La conga es además, a mi juicio, machista por excelencia.
A ella, aunque parezca de locos, se lleva a los niños en brazos, en el hombro, en el cuello, porque “introducirlos” en ese mundo forma parte del ser santiaguero, ser un hijo de la tierra caliente, es casi una ofrenda a la cultura. Ahí aprenden de toques, de evoluciones… y hasta de un poco de locura. Muchos, hasta sin haber nacido, ya sienten a través de la piel de sus madres el sonido gangoso de la corneta china.
La conga es espontánea y querida. Por su masividad puede compararse con un desfile del primero de mayo, aunque a diferencia de este último, solo la corneta china anuncia el hecho, y todos la reciben, sin reuniones ni recogida de firmas.
Ser santiaguero es ser conguero. Hasta el de más prístina blancura y fineza se mueve con la conga, o se acerca a ella para mirarla, y sus hijos dilectos, simplemente la aman.
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