¿Qué es y que ha sido Tarará para los cubanos?
¿Un reparto residencial? ¿Una urbanización de lujo? ¿Una ciudad de pioneros? ¿Un proyecto con funciones sociales? ¿Un área de inversión inmobiliaria? ¿Un barrio turístico?
Ubicado en la zona de playas de la costa este de La Habana, Tarará ha sido todo lo mencionado y más.
Si lo pensamos bien, Tarará ha sufrido ―a pequeña escala― los mismos vaivenes de la Historia de Cuba, y en particular de su Revolución, y ello implica la alternancia de euforia, frustración, ilusiones y decadencia.
Su historia se remonta a los tiempos de la colonia ―en el siglo XVI― cuando empezaron a explotarse los realengos de ese territorio con indígenas que trabajaban en las minas de cobre. Fueron ellos quienes bautizaron el río y la zona con ese nombre.
A comienzos del siglo XX, en 1912, se creó en la zona la sociedad “The Tarara Land Company”, con tres accionistas norteamericanos que vivían en Cuba y que tenían el objetivo de utilizar los terrenos con un fin industrial y residencial.
Dicho empeño estuvo presidido por Mister Royal S. Webster, quien construyó inicialmente cuatro casas tipo “bungalow”.
Poco después se crearía el Yacht Club, que sería unos de los principales focos de atracción de la futura urbanización.
En la década del 40, aprovechando el auge de las inversiones inmobiliarias, la compañía vendió terrenos a los socios del Club, y se construyeron 525 casas, lo que ya le dio el carácter de zona residencial privada.
Se convirtió entonces en una urbanización de alto nivel en la que había autocine, club de hípica, una bolera, una iglesia, restaurante, cancha de squash, un embarcadero, playas, y muchas comodidades más.
En 1959, la mayor parte de los residentes emigraron hacia EE.UU., y el Gobierno cubano pasó a intervenir las viviendas para ser utilizadas con un propósito social y comunitario, siempre muy apegado a la educación.
Durante una época se habilitó en la zona la escuela formadora de maestros “Antón Makarenko” y otros proyectos de carácter social.
Sin embargo, la segunda y más importante etapa de la rehabilitación de Tarará ―a mediados de los 70 y por iniciativa de Fidel Castro― la convirtió en la “Ciudad de los Pioneros José Martí”.
Con ese fin se acometieron modificaciones importantes en el entramado urbano y arquitectónico. Como era habitual, ello supuso que no se respetaran muchas de las construcciones existentes, ni se valorara la historia local y la coherencia arquitectónica.
Se inició entonces un proceso de cierta agresividad, detectable inclusos hasta para los menos versados en arquitectura: se construyeron bloques docentes que eran paneles prefabricados; aulas tipo naves conectadas por pasillos techados, con estructura de hormigón y paredes de ladrillos.
Las casas se utilizaron como albergues y comedores para los estudiantes, y algunos edificios y lugares públicos se eliminaron porque no respondían a la nueva función del conjunto.
Como es de suponer, las “nuevas” construcciones distaron en calidad, diseño y concepto a las que ya existían.
En 1978 se inauguró oficialmente la ciudad pioneril, con un total de 526 casas y 5 edificios para albergues, un parque de diversiones y hasta un teleférico. A la concreción de estos dos últimos proyectos estuvo muy vinculada Celia Sánchez Manduley.
Según datos recogidos por la arquitecta Alina Castro, Tarará tenía capacidad para 13.000 visitantes en el plan vacacional, y 30.000 en las semanas de receso escolar.
De ese modo, un total de 260.000 niños asistían anualmente a las instalaciones. Ya se sabe, era la época de hacerlo todo “a lo caballo grande, ande o no ande”.
En los 80, Tarará vivió una época de esplendor como ciudad-campamento con fines docentes y recreativos. No somos pocos los que guardamos bonitos recuerdos de esa etapa, sobre todo en períodos vacacionales; durante las clases, en cambio, estudiar allí era incómodo y menos disfrutable el entorno.
Sin embargo, pese a los buenos recuerdos que muchos cubanos tenemos de Tarará, pronto se comprobó la inoperancia del proyecto en algunos aspectos.
La “Ciudad de los Pioneros José Martí” fue engullida, poco a poco, por su gigantismo.
Nadie niega que fuera un empeño loable en sus principios y en su base conceptual, pero como tantas cosas en Cuba, a la larga se convirtió en un proyecto fracasado por la falta de previsión y organización; por su nula rentabilidad y por los altos costes de mantenimiento (personal, medios de transporte, combustible, alimentos).
Como es sabido, la crisis económica de los 90 hundió a Tarará en un proceso creciente de abandono y depauperación. Incluso muchas instalaciones fueron saqueadas por la falta de vigilancia, y todavía hoy exhiben las huellas del desastre.
No obstante, justo en 1990 llegaron a Cuba un grupo de niños víctimas del desastre nuclear de Chernóbil, y se utilizaron las instalaciones hospitalarias y residenciales de la Ciudad para alojar y dar tratamiento a niños enfermos.
Alrededor de 25.000 niños provenientes de Ucrania, Rusia, Bielorrusia, Moldavia y Armenia, fueron atendidos en Tarará en la década del 90, en un entorno que, paradójicamente, no paraba de degradarse.
A partir de ahí, Tarará también ha servido de base a diferentes proyectos y de alojamiento a delegaciones extranjeras o diplomáticos que poseen estrechos contactos bilaterales con Cuba, como chinos o venezolanos, y que hacen largas estancias en la Isla.
Casas de visita y casas turísticas restauradas conviven hoy con la decadencia que sigue dominando algunas zonas de la gigantesca urbanización, como muestra este vídeo.
Lo cierto es que los dos momentos de esplendor de Tarará: la urbanización lujosa y solvente (prerrevolucionaria); y la ciudad pioneril y solidaria posterior, han quedado sepultados por el creciente abandono y la salvaje vegetación.
Tarará vive un limbo, es una tierra de nadie en que se ensayan (a cachos) proyectos y empeños de diversa índole.
En los últimos años algunas entidades inversionistas han realizado intervenciones con el propósito de acometer reparaciones y adecuar las instalaciones para funciones turísticas que, como se sabe, es la gran apuesta de la Cuba de hoy.
Sin embargo, un esfuerzo parcial arroja resultados parciales e incompletos, así que de momento Tarará sigue ahí, convertida en un Frankenstein que espera una resurrección total y definitiva: la que merece un entorno tan especial y lleno de recuerdos para miles de cubanos, que crecimos en medio de la contradicción de sus casas señoriales y sus horribles paneles prefabricados.
Tarará necesita brillar con luz propia, y necesita hacerlo sin que desprecien su pasado señorial y burgués, como ya intentaron hacerlo alguna vez.
La Historia es muy traicionera, y puede que ese denostado pasado vuelva a ser el futuro: el lujo y la diferencia.
Pero sobre todas las cosas, Tarará necesita abandonar de una vez su principal estigma: ser mini-expresión de una Cuba que muchas veces no sabe hacia dónde tirar.
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