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Memoria del Exilio: "Variedades infantiles"

Un niño de meses no pega en una sala de teatro, ni con cola, ni con colina porque a esa edad no se disfruta, ni siquiera, de los más escandalosos carnavales.


Este artículo es de hace 5 años

El justificado encabronamiento de un sabio, ducho, flacucho y adorado amigo, ante la presencia de niños espectadores, en obras de teatro para adultos, nos ha hecho elucubrar algunas vivencias, al respecto, que se atropellan al resurgir, no dan tregua, ni dejan dormir y - como rebosan sin ocio, aunque, altamente, son apreciadas - nos interesa, con sumo gusto y sana distinción, compartir.

No en balde, el título de esta crónica alude al nombre de un popular programa de la televisión cubana, durante los años 60 y en el que trabajó durante mucho tiempo mi mamá. *

* Ahí le dieron los dolores de parto de mi hermano mayor, el de La Colmenita, según ella nos contó después. Los míos fueron en Amigo y sus amiguitos. Y a mi hermano menor, en la primera temporada de Caritas, con Christy Domínguez en el rol principal**

**La segunda fue el debut y el personaje antológico que, durante años, asumió Maribel Rodríguez.

Bastante experiencia acumulada de trabajo infantil sostiene el peso de nuestras afirmaciones.

Ya de adultos, siempre los hemos considerado iguales, sólo que… con un poquito menos de experiencia.

Nos es, en extremo entrañable, bajar a sus diversas estaturas, e intercambiar niveles de entendimiento.

Enseñarles, al propio tiempo que aprender de ellos.

Porque saben un montón de cosas más de aquellas que podríamos sospechar.

Cuando miro hacia atrás, “me veo y toco”, me pregunto, constantemente, ¿cómo ha podido ser?

Todavía tengo ardiente, el luminoso instante en que nos dio por crear - junto a mi madre - proyectos para la televisión.

Ella recién se había graduado como directora pujante y estaba ávida de ideas y designios.

Mientras, yo, cambiaba de carrera universitaria - de segundo año de Historia hacia el Instituto Superior de Arte - con esperanzadas altas miras e irradiaba, a borbotones, sueños.

Sentados, frente al televisor, en el sofá de la casa, surgieron dos programas infantiles: Cuando yo sea grande* e Y dice una mariposa. *

* Que siguió realizando, en continuas temporadas, hasta su reciente deceso.

Luego, fueron extensas - a la par que un mar de divertidas - jornadas de trabajo, a lo largo de cinco años, en los que nos dimos el lujo y el placer de poder regresar a la milagrosa fantasía de nuestra primera infancia. *

* El trabajo lo continuó, a su lado, mi hermano mayor, cuando fuimos a estudiar a la escuela de cine.

Durante la perenne prolífica pesquisa para estas invenciones o aventuras televisadas, entrevistamos a muchos menores, cuyas respuestas fueron alucinantes.

Un niño nos contestó que, cuando creciera, quería ser extranjero. * Otro dijo que turista.

*Fea palabra que intenté borrarle, pero la realidad circundante, tristemente, se lo afianzaba.

Y una beba, medio degenerada, me aseguró que su anhelo mayor, era llegar a tener unas tetas enormes. Y agregó: “Como las de Juan Gabriel”. *

* Eso fue lo más preocupante.

Pero, quizás, la respuesta más deslumbrante, nos la ofreció una mocosa, cuando nos hizo saber que su más grande ambición, desde bien pequeña era, lógicamente, convertirse en mujer.

Fue tan divertido, como aleccionador. El placer de crecer a la par de ilustrarnos.

Alguien - luego de haber leído la crónica anterior - se condolía de lo dura que había sido nuestra larga supervivencia como becados. *

* Mi hermano mayor - TIN - pasó por lo mismo.

No crea. A la odiosa beca, por otro lado, tenemos mucho que agradecerle.

Disciplina, puntualidad, compromiso, esfuerzo, hábitos de higiene, o de conducta estrictos.

Pero, sobre todo, amigos reales y entrañables. *

* Nada que ver con Facebook.

Además de la práctica de comer siempre con cuchara.

Compartidera concreta, a flor de piel y efectiva.

En persona, en vivo y en directo.

Todavía aún más legítimo compañerismo.

Del que, raramente, se encuentra en las redes sociales.

Pero también le afirmo que nuestros primeros cinco años de nacidos fueron tan rebosantes de fantasía, que eso aún alimenta, lo que nos dura de ingenio y subsistencia*

* Que para nosotros es lo mismo con lo mismo.

Esa fue la puntual fuerza pujante con la que surgió - en el mismo sofá, en otro momento y durante otra conversación - nuestra apreciada película Viva Cuba. *

* Considerada la primera película cubana con niños protagonistas, amén de ser la primera en obtener un galardón en el Festival Internacional de Cannes y hasta hoy día, el filme con más reconocimientos nacionales e internacionales, en la historia de la cinematografía cubana, con sus 46 premios, trofeos y distinciones.

Trabajar por y para los más pequeños de altura es marca, halo, ara, pundonor, escudo y sino de toda mi familia.

Por eso, además, nos sentimos con el bendito, sagrado y revereconsultívero derecho-deber de opinar.

Y es que - para entrar en cuestión, o hablando como los locos - le recontra remanga a la recondenada requetetuerca, la actitud de algunos padres inconscientes, e irrespetuosos, para con el resto del público que asiste a algunas representaciones.

He vivido pasajes tiernos en relación con el tema.

Como el de escuchar a una niña - sentada detrás de mí, en la ópera capitalina - reclamarle a su padre: “Sí, papá, yo sé que él la quiere mucho, pero no entiendo, ¿por qué le grita? *

* Nunca supe si se refería a la calidad de la puesta habanera.

O disfrutar, admirado, a otra niñita - de, más o menos, cuatro años y alumna del ballet de mi madre - entrar a un escenario, por primera vez, casi, ahogada, en inmensa emoción, exclamando embelesada: ¿Todo este teatro es para mí? *

* ¡Afloja, mijita! - también me dio luego por pensar - ¿Acabas de entrar a escena y ya se te encarnó Alicia Alonso?

O lo gracioso que fue, también, escuchar a mi hija - ya habituada a nuestras filmaciones de cine, o a puestas en escena - la primera vez que le llevé a solazar un ballet, preguntarme: "¿Y esta gente no piensa decir una sola palabra en toda la noche?"

Pero, también, ha sido triste, tragar trechos y tramos de bilis, tras otros momentos, francamente, espeluznantes.

Como el de soportar a una malcriada - de tres o cuatro años - que luego de andar y desandar, corriendo, por los pasillos de la platea del Teatro Nacional, en medio de una ópera de Wagner y justo al terminar de cantar una hermosísima aria, la soprano Joanna Simón, arrojarle con furia, en un grito: ¡Cállateeeeeeeeee!

Que fue - por añadidura de la vulgaridad de estos tiempos - en los días de la, también, indeleble, sintomática y vergonzosa situación generada, cuando se subió al bosque del segundo acto del Lago de los Cisnes por el Ballet Nacional, una vendedora de maní, reclamando el amor de Sigfrido, a la que tuvieron que llevarse en andas, mientras vociferaba: "¡Ese príncipe es mío, mío, no quiero cuento!"

Sin embargo, no solamente nos ha ocurrido con proles insensibles al goce estético propio y ajeno.

Nos ha sucedido, incluso, en la dirección opuesta.

Con el exceso de inculcar - desde tempranas edades - interés por las representaciones escénicas.

Recuerdo - con especial desagrado - una función infantil en el Guiñol de la Habana.

Toda la parentela de un bebé - de apenas uno o dos añitos, pobrecito - lo llevaban, por primera vez, al teatro.

Allí estaba el mundo entero: abuelos, padres, tíos, hermanos, primos y sobrinos. Y hasta Alberto, el militar, acompañando al aya de la francesa Florinda.

Encima de la atolondrada criaturita, que tampoco atinaba a mirar la dichosa, obra que se estaba representando, porque los mayores no paraban de explicarle - detalle a detalle y a viva voz - lo que sucedía en escena.

Y con el propósito de incentivar su inmaculada ilusión, le señalaban alelados: - “¡Mira, mira, mira, mira, cómo hace el perrito: Jau, jau,jau! ¡Y la mariposita, qué linda, como vuela! ¡Ay, y el gatico tan gracioso, tan bonito! A ver, a ver, ¿cómo hace la vaquita? Muuuuuuuú.”

¡Así! ¡Durante toda la funciooooooooooón!

La acción parental era tan avasalladora, que hasta los actores pararon su representación, para concentrarse en la que ofrecía, desde el público, la tribu consanguínea. Se los juro.

Vinieron el perrito, el gatico y la vaquita, hasta la audiencia, para confundir, todavía más, al crío desde cerca.

E imaginé un trauma futuro en ciernes, dándose por la vena del gusto, en ese párvulo acribillado de atenciones y anegado entre tanto empalagoso cariño.

La realidad - en esa matiné - se jamó - con papas - a la ficción.

Pero, además, allí mismo, unas funciones después, nos tocó presenciar a una payasa super mega lesbiana* - de quien, vagamente, recuerdo, se anunciaba con el nombre de una marca de detergente - dispararle, a bocajarro, sobre las tablas y en pleno show, a dos niñas que, ella misma había mandado a subir a escena. Las vacilaba, como si fuera todo un machetero machista y les decía: ¡Mimas, ¿qué es lo que ustedes comen, por tu madre, para tener esos muslazos tan ricos y esos cuerpazos tan espectaculares?! **

* ¡Nada contra ello, por favor!

** No encontré muchas palabras con las cuales explicarle a mi hija aquello.

Mas, el peor de los casos, me sucedió, precisamente en Broadway, Nueva York.

Nos habían invitado - como otras veces - con una de nuestras películas, a un festival de cine, en esa babilónica ciudad.

Mi madre anhelaba ver la producción musical de Disney: Mary Poppins que estaba en cartelera.

Pero, ya saben ustedes, cómo viajan la gran mayoría de los cubanos que sobreviven y subsisten en Cuba* ¡Con una mano alante y otra atrás, contando cada irrisorio centavo! Así que nos olvidamos del deseo.

* Excepto la monarquía castrista, la élite de la corte militante, los pudientes negociantes permitidos, los diplomáticos consentidos y los revolucionario-imperiales reguetoneros de turno.

Un antiguo amigo - de los años 90 cuando vivimos en Manhattan, durante la beca Guggenheim - y que era uno de los dueños de mercados de antigüedades del extraordinario barrio de Chelsea, nos había invitado a almorzar, a un lujosísimo lugar.

Yo le propuse, a cambio - muy respetuosamente, por supuesto - que el tremendo dinero que se iba a gastar, en darnos de comer - con tanto boato u opulencia - prefería lo usara para alimentarnos de otra manera. Y, de paso, darle el gustazo a mi mamá, porque era su cumpleaños. *

* Lo cual no era del todo exacto, pero todo el mundo tiene uno, una vez al año y el suyo, yo no se lo había celebrado, cumpliéndole algún antojo, como Dios manda.

El generoso magnate accedió a ambas cosas. *

* Como se dan la pompa de hacerlo, sólo los que pueden.

Y además de llevarnos a un carisisísimo restaurante - de los que sirven elegante, aunque bien poco - nos donó las mejores entradas para el espectáculo tan codiciado por la pura. *

* Como ella, ¡ninguna! Lo siento, es que sólo hay una.

Pero…

La felicidad nunca arriba completa.

Justo detrás de mi confortable luneta - situada junto al pasillo derecho de la platea, el sitio escogido y predilecto - nos tocó un adorable churumbel - monada de angelito insufrible - que no paraba de dar pataditas, a nuestra espalda, con la punta de sus pies.

Me viré amablemente y le sonreí a la mamá*, que me miró apenada e impidió que su nenito insistiera con la repetida molestia.

*Con cara de “me cago en tu estampa, mamita”.

Aquel chiquito, insoportable, siguió con lo mismo, al ratico.

Y siguió, a pesar de que le pedí, verbalmente, que parara.

* “Stop, baby, ¿nene, hasta cuándo?”

Y siguió, cada vez que me volteaba. Y cuando le miraba fijo, malhumorado, paraba.

Y siguió así hasta el intermedio, luego del primer acto.

Que a mí me pareció duró un siglo, bajo aquella tortura medieval china.

Nada más encendieron las luces de la pausa, corrí a quejarme al acomodador. Quien,luego de escuchar mi queja, imperturbable, absurda y tranquilamente, me ofreció intentar cambiarme de asiento.

- Yo vine aquí con mi madre y somos dos a mudar. Ese niño está jodiendo, a toda la fila que tiene delante, con su matraquilla y su tiqui tiqui*. Pero, en todo caso, ¿por qué no los cambia, usted, a ellos, que son los que se están portando mal? Yo pagué una entrada tremendamente cara** y exijo nuestra comodidad, tranquilidad y disfrute. ***

* Todo esto, más o menos, en un inglés tarzánico,chapurreado y emping…

**Lo cual no era verdad, pero él, tampoco, tenía por qué saberlo.

*** ¡Nada, que se me subió el Sacco y Vanzetti que todos llevamos dentro!

Aquello empezó a ponerse feo cuando ya casi amenazaba por iniciar la segunda parte.

Y ni la fantástica niñera londinense - protagonista del fantasioso musical - me iban a calmar el sonado bateo que estaba, este servidor, por brindar.

Empezaron a apagarse las luces lentamente.

Antes de, siquiera, el primer amago del rapaz por cocear, me di la vuelta, situándome frente a la madre y su hijo, obstaculizándoles la visión del escenario y me les quedé mirando, fijo, sin pronunciar una sola palabra. * Los de más atrás, por supuesto, empezaron a protestar.

* Si yo no podía deleitarme con la obra, ellos tampoco lo harían, ¡qué carajo!

La mujer se aconsejó, cogió al fiñe - pesao, bofe, consentido y malcriado - por un brazo, hizo mutis por el foro y desaparecieron, en unos segundos.

El chiquillo se fue muy contento. Lo cual hizo evidente que no quería estar allí.

No obstante, terminamos de ver el divino espectáculo, ya con una mezcla de rabia e irritación rayando cuasi a cósmicas y unas acumuladas ganas insatisfechas de masacrar a esa indolente madre espectadora.

Es que hay niños y niños. Como adultos y… otros que… bueno, no debieron nacer nunca.

Esa clase de progenitores - según intuyo por la queja de mi venerado amigo - parece estar reproduciéndose como la verdolaga. Están por todas partes y aparecen por todos lados.

Porque la insensatez se ha vuelto viral y amenaza con ser pandemia.

Tanto es así, que este fin de semana - cuando redactábamos, mentalmente, esta crónica, nacida de la razonable furia del ilustrado consorte - nos aconteció lo mismo, otra vez. De nuevo y por partida doble.

Pero tuvimos, en esta ocasión, la suerte de estudiar el fenómeno, desde fuera.

Era una sala bastante pequeña.

En el público estaba - a la izquierda - un padre con un niño de meses. *

* ¿A quién se le ocurre semejante dislate, Santa Madonna?

Y sentado a nuestro lado - a la derecha siempre - una señora*, había llevado a su infante, el cual no superaba, creo, los seis, o siete, años. *

*Para colmo de males, actriz.

Aquella pieza, discursaba acerca de asuntos de adultos que, no sólo al pequeño que teníamos parqueado al lado le resultaban demasiado aburridos, sino es que, realmente, era todo un soporífero, que no había, quién diablos, se lo disparara.

No se entendía ni cojo… y el chico, como es lógico, preguntaba, porque no comprendía qué pasaba. *

* Yo hubiese querido explicarle, pero, tampoco, daba pie con bola con lo que allí sucedía y ni me interesaba.

Mientras, el otro infante de meses, desde la otra banda, por otro lado, no paraba de soltar, con incierta regularidad, su molesto alarido lloriqueante. *

*¡Qué suplicio, señor! ¡Ni Hamlet resistiría tamaño desplante!

El malestar se reproducía en estéreo y con ganancia: cinco, punto, uno.

Para los actores eso es un atentado a la concentración. Un asesinato masivo y desalmado para con sus intrínsecos y esforzados desempeños. E igualmente, para el resto del público, al que se le roba - de modo nada pueril - el éxtasis, más que orgásmico, que hay en el disfrute artístico, la fascinación estética.

Niños súper dotados, genios, o simplemente, urgidos por conocer, aún más, sobre lo que les rodea, existen. Y no hay derecho, tampoco, a limitarles*

* A la entrada de nuestras funciones, nunca prohibimos el acceso a menores. No sin antes, advertirles a los padres y responsabilizarlos de su comportamiento.

Porque ¿cómo olvidar las tantas sombras de bigote - sugeridas tras un pedestre maquillaje - para que nos permitieran entrar, en las películas aptas para mayores de dieciséis años, cuando apenas teníamos doce o trece?

¿Cómo calmar el pesar de no habernos podido gozar los antológicos montajes de los cabarets del Capri, el Nacional, el Riviera o Tropicana, cuando éramos pequeños?

¡La de obras teatrales que nos hubiera gustado apreciar, “No apropiadas” para la mayoría de nuestra edad!

Tampoco hay que irse a los extremos. Y es cierto que un niño de meses no pega en una sala de teatro, ni con cola, ni con colina, porque a esa edad no se disfruta, ni siquiera, de los más escandalosos carnavales*

* Que, a propósito, yo, tampoco, los he resistido nunca.

No, no, definitivamente, a quienes hay que educar es a los espectadores. Empero, y, sobre todo, a los que deben velar por el orden en las salas donde se representa.

El arte no sólo se encuentra en las ansias, o los ánimos de sus creadores, sino en la anuencia, el alcance y la hondura, con que lo pueda, deba y sepa, recibir su público receptor.

Por eso hay que protegerlo, respetarlo y cuidarlo. No imponerle decretos, prohibiciones, medidas, o censurarlo.

Y eso, para crecer, lo debemos aprender desde niños.

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Artículo de opinión: Las declaraciones y opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de su autor y no representan necesariamente el punto de vista de CiberCuba.

Juan Carlos Cremata Malberti

Director de cine y guionista cubano. Se graduó en 1986 de Teatrología y Dramaturgia, en el Instituto Superior de Arte (ISA) de La Habana, posteriormente cursó estudios en la Escuela Internacional de Cine de San Antonio de los Baños graduándose en 1990.


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