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Pescando con papá

Felicidades a los padres y abuelos cubanos; allí donde estén.

Pescadores cubanos © CiberCuba
Pescadores cubanos Foto © CiberCuba

Este artículo es de hace 1 año

La última vez que nos vimos ya respirabas mal, mientras andabas por la cubierta de la barca; que fue lo primero que nos enseñaste cuando empezamos a navegar contigo, para que no nos cayéramos, dijiste y ese andar con bamboleo era muy parecido a los de los antiguos conductores de guaguas, que iban cobrando y avanzando por el pasillo, sin agarrarse y apurando: Pasito alante, varón.

Habíamos navegado desde Guanabo hasta Isabela de Sagua, donde estrenaste el short de secado rápido que te llevé porque los tuyos ya no daban más y en aquella derrota fuiste señalando los puntos de la costa que conocías, cual lobo de mar; aunque ya nada era como antes. Manolito soltó aquello de Cuba es preciosa, de lejos, y tu no respondiste, aunque él se quedó aguardando tu respuesta, que nunca llegó.

Quizá asi sea la relación entre padres e hijos, los segundos están llenos de preguntas y los primeros no tienen respuestas para todas; entonces uno va oyendo lo que cuentan otros, repregunta a abuelos y a tíos, pero sigue manteniendo ese cordón umbilical de palabras con papá, con la ilusión de que un día consiga responder todas y asi hasta que somos padres y la fórmula se repite; con el agravante de que nos educamos en blanco y negro y tus nietos en 4K y MP3.

¿Tu recuerdas aquel almuerzo remoto en el Cacahual, donde mis tías te escuchaban contar los planes de la revolución en todos los ámbitos, y mi abuelo terció, avisándote que te guardaras zonas de fracaso, que no iban a triunfar en todo? Manolito siempre me lo recuerda, pero nunca como reproche a ti, sino porque las palabras del abuelo tuvieron mayor impacto en él, que en mi, entonces un niño; más interesado en jugar a la pelota y ganar, que en la epopeya.

Aquel día, mis abuelos y tía;, tus hermanas y padres, se fueron de Cuba, pero yo no lo supe hasta meses, quizá un año después. Me extrañó ver al abuelo en traje claro, cuando siempre vestía de guayabera, pantalones de Dril cien y zapatos de dos tonos y no me percaté que mis tías apenas comieron y tenían los ojos llenos de agua; mientras mi madre intentaba consolarlas. Abuela casi ni habló, pero no era raro en ella porque de niña, en Santa Cruz de La Palma, aprendió a tragarse las lágrimas, cuando subió al barco que la llevó a su otra isla.

Tras tomar café, darle el mejor habano a mi abuelo y encender el tuyo, organizaste la partida; advirtiendo que mamá, Manolito y yo debíamos esperar en el restaurante hasta tu vuelta porque no cabíamos. Mi madre te preguntó si estabas bien, interrogante que no entendí y tu dijiste que uno está solo desde que nace hasta que muere y arrancaste el carro, con tu padre al lado y tu madre acariciándote el pelo. Nunca contaste como fue la despedida en Boyeros; jamás se vieron y te refugiaste en las primas de Cojímar y Tarará, hasta que ellas también se fueron.

En Isabela la pasamos bien y nos atendieron mejor, pero las huellas del general deterioro ya eran visibles en nuestra Venecia, Cuando el camarero de la paladar comenzó a cantar las antiguas bondades de aquel pueblo marinero con arribazón de barcos, marinería y aduana propia; pensamos que reaccionarías de algún modo, siempre irónico, pero tu silencio fue tan estruendoso que sentí pena, aunque nunca supe lo que estabas pensando.

A los helados, abriste una ronda con tus nietos españoles, que te hablaban con el desparpajo de nacer y criarse en libertad y la mayor te dibujó un boceto de remodelación urbanística de Isabela de Sagua, descartando que la solución fuera mudarla 11 kilómetros tierra adentro porque la gente se traumatiza, cuando las arrancan de su cuna; sonreíste y no pudiste reprimir la polca jodedora canaria que siempre llevaste dentro: Yo no veo a tu padre traumatizado, y te guardaste el papel en el bolsillo de la camisa de algodón, que ella había comprado para ti en Madrid.

Ya de vuelta en la barca, comentaste la ventaja de contar con un gato u hormigas para detectar la ciguatera en los pejes y dormiste una siesta que nos preocupó a todos por tu respiración sorda, episódica a bajas revoluciones y muy inestable. La niña pequeña te lo comentó, tras dejar que te lavaras los dientes y te mojaras la cara y tu acudiste a la épica para escamotearle un probable sufrimiento: Tengo el tabique desviado desde que me torturaron. Ella intentó abrir esa gaveta, pero una mirada mía la disuadió de interrogarte sobre el horror; aunque no lo olvidó porque preguntó a mi madre en La Habana, que le dijo eran cosas antiguas, que el abuelo no mentía, pero que ella no podía contarle mucho porque cuando lo conoció, ya no se torturaba en Cuba y cerró el tema.

La comida despedida, en la paladar de Santiago de Las vegas, fue la única vez que te vi triste; hablaste algo de pelota con Albín, pero sin el brío acostumbrado; las niñas te reiteraron la invitación a España, donde te habían buscado tres novias; reíste con todo el cuerpo, mientras preguntabas si habían hecho lo mismo con su hermano; al que ellas cuidan la portañuela, como leonas recién paridas y él las retribuye, alejándole moscones en las discotecas.

Pusiste la cara para que te besáramos, nunca supe porque te costaba tanto dar un beso y; cuando me tocó el turno, susurraste que recordara mandarte los carretes Mitchell, de los antiguos, insististe; y nunca más nos vimos porque se te rompió el corazón, justo cuando lanzaste la atarraya sobre una mancha de lisas, a milla y media del faro de Guanabo y el Cojo, tu compañero de pesca inseparable, subió la captura a bordo, te cerró los ojos para que los pejes plateados no fueran a deslumbrarte y navegó llorando hasta el espigón, donde -por suerte- no había nadie que contemplara la obscenidad de la muerte en short y descalzo.

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Carlos Cabrera Pérez

Periodista de CiberCuba. Ha trabajado en Granma Internacional, Prensa Latina, Corresponsalías agencias IPS y EFE en La Habana. Director Tierras del Duero y Sierra Madrileña en España.


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