Contaba el genio cubano Guillermo Cabrera Infante que, tras rodar una película inglesa en África, el director convocó a los pobladores de la aldea convertida en set para que vieran la cinta y, cuando preguntó qué habían visto en la pantalla, muchos dijeron: Una gallina.
El cineasta tuvo que visionar el filme hasta dar con la secuencia en que -efectivamente- una gallina se había colado corriendo en un plano, sin ser advertida por el director y sus ayudantes, pero cazada al vuelo por aquellos hombres y mujeres que no habían visto cine, en sus oscurecidas vidas.
Will Smith no tendrá que esperar a que una tribu africana descubra sus dotes pugilísticas y tiene asegurado un sitio en la historia de los Oscar al meterle un trompón ante millones de espectadores a Chris Rock, por bromear con la alopecia de su esposa; sendos ejercicios excesivos y movilizadores del sindicato de lo políticamente correcto, que ya emitirá juicios inapelables tan del gusto del protestantismo americano, capaz de degollar políticamente a Gary Hart por exhibirse con una querida en bikini y perdonarle una mamada impropia a Bill Clinton.
Como ya avisó Akira Kurosawa, en Rashomon, la verdad de lo ocurrido no interesa a las mayorías, sino lo que cada bando contará sobre la galúa más vista del siglo, en la celebérrima ceremonia de premiación de los Oscar, tras dos años de corte por la pandemia de coronavirus, que ya estará en la cabeza de más de un guionista de Hollywood para convertirla en película y pujar por una próxima estatuilla.
El cine norteamericano, el mejor del mundo con diferencia, mantiene intacta su capacidad para convertir en éxito de taquilla todo lo negativo que rueda por el mundo y esta vez la historia lleva marca de la casa; no en balde al nacimiento de Holywood contribuyeron un chatarrero, Louis B. Mayer; un fabricante de guantes, Samuel Goldwin; un conductor de tranvías y pianista Harry Cohn y los hermanos Warner, exhibidores de películas en Pensilvania y Ohio, aquellos que en su estudio “todos eran calientes”.
Una pena que Cabrera Infante, aquel adolescente cubano que prefería ir al cine a comer sardinas, no viva para inmortalizar, con su maestría narrativa, Trompón del anochecer en Los Ángeles; jugando con las palabras como solo sabía hacerlo un habanero nacido en Gibara, que también fue guionista en Hollywood y pintó a Kid Chocolate como el Nijinski del cuadrilátero, al que una vez encontró en una calle estrecha de La Habana, bien vestido con un traje viejo, un diente de menos y peleando con su sombra, que era él mismo...
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