El gobierno canadiense tiene una doble vara de medir a las dictaduras de Cuba y Venezuela, desconociendo la colonización del castrismo sobre el chavismo y una diferencia evidente: Maduro permite la concurrencia de adversarios electorales; pero La Habana no consiente la presencia de opositores ni en las elecciones de barrio.
"Al igual que en 2018, las condiciones para elecciones libres y justas no existen todavía en Venezuela", expresó el gobierno canadiense en un comunicado y su ministra de Asuntos Exteriores, Mélanie Joly, felicitó a los opositores por atreverse a participar en los comicios, del pasado domingo, pese a riesgos para su seguridad personal.
¿Qué impide a Ottawa reformular su política hacia Cuba, conociendo la entraña liberticida del castrismo; evidenciada una vez más con la represión desatada tras el 11J y ante el 15N?
El primer ministro Justin Trudeau que usa su juventud y estilo fresco como activos electorales, se comporta como un anciano de la Guerra Fría frente a la dictadura cubana, pese a que diplomáticos sufrieron ataques sónicos en La Habana y pleitean ahora contra el estado en tribunales; que canadienses siguen presos en Cuba y empresarios fueron condenados y desterrados de la isla, tras años de colaboración con el gobierno.
Los intereses económicos y turísticos de Canadá en Cuba resultan insuficientes para intentar justificar el constante vivaqueo de Justin Trudeau que solo se pronuncia contra los desmanes de La Habana porque su oponente, el Partido Conservador, y emigrados cubanos lo dejan en evidencia.
Un gobierno que se pretende moderno y defensor de la libertad y los derechos humanos en todo el mundo, no puede permitirse excepciones, siquiera en nombre del ficticio equilibrio geopolítico con Washington, otra reliquia de Guerra Fría, porque Cuba ya no sirve como aliado ni como enemigo y la tolerancia de Trudeau solo contribuye a la ficción habanera que justifica su carácter represivo y hambreador en un inexistente conflicto con Estados Unidos, negando el rechazo creciente que provoca entre los cubanos.
Si Justin Trudeau y su gobierno tienen aún dudas del carácter totalitario y alérgico a la democracia y los derechos humanos de la dictadura más antigua de Occidente, solo deben revisar el portazo de Raúl Castro al presidente Barack Obama y las peticiones fiscales de hasta 30 años de cárcel para jóvenes cubanos.
Si la duda canadiense obedeciera solo a cuestiones sentimentales por la buena sintonía de Pierre Trudeau, progenitor del actual premier con Fidel Castro, defendiendo que Cuba no era Haití; como recuerdan algunos observadores, un político que se autoproclama moderno debía saber de la creciente haitinización de la isla a manos del castrismo, que provoca sufrimientos y muertes a un pueblo noble.
Quizá Justin Trudeau necesite matar al padre -psicológica y políticamente- pero no conseguirá ser un político del siglo XXI hasta que no deje de contemplar a Cuba como una excepción, que es el objetivo principal de La Habana y de toda su política exterior; la solidaridad es un valor imprescindible en un mundo postcoronavirus; pero con las víctimas, nunca con los verdugos.
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