El presidente Miguel Díaz-Canel Bermúdez no llena ni un estadio de pelota, aunque lleve a Raúl Castro como bateador designado, para dejar en evidencia el carácter genocida del tardocastrismo convocando Marchas por la paz fracasadas por el escaso respaldo popular y aglomerando a partidarios y simuladores en medio del peor brote de coronavirus en Cuba.
Muchos cubanos ven a Raúl Castro como un jarrón chino, pero Díaz-Canel no consigue conectar con la media de sus contemporáneos y jóvenes debido a su lenguaje ortopédico, su miedo al contacto real con la masa, sus andares de Pedro Navaja y su mirada de frustración e ira; su legitimidad debió ganarla con sosiego y sin estruendos, escuchando y pensando como revertir la envenenada herencia de su tutor; pero ha sido sobrepasado por el general deterioro y el sentimiento de vanguardia política que late en la sociedad cubana.
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Lejos de rodearse de gente capaz, con criterios válidos, incluso discrepantes, el presidente está rodeado por muchos ineptos cobardes y tuvo que tragarse a Manuel Marrero Cruz, el amo de llaves de Luis Alberto Rodríguez López-Calleja; sin siquiera tener la opción de generar una ciudad letrada que actuara como acicate reformista, consiguiendo la rebelión de profesores universitarios, intelectuales y artistas.
El matemático Guinovart, que no acertó en ninguna de sus politizadas tablas de predicción sobre la pandemia de COVID-19, mostró su lado más servil, afirmando que prefiere arriesgar la salud a dejar de defender a la patria, que para el decano de la Universidad de La Habana es la dictadura que le paga, con aliados como este, Díaz-Canel no necesita adversarios.
Las cifras oficiales hablan de 200 mil habaneros en La Piragua, pero las imágenes dejaron ver que acudieron muchos menos cubanos de los esperados, en torno a 25 mil según cifras de la oposición, pese al despliegue de presiones en los días y horas previas al acto y la movilización de efectivos de las provincias limítrofes de Artemisa y Mayabeque.
En Placetas, por ejemplo, las autoridades se vieron obligadas a suspender el acto de reafirmación del vacío ante la nula asistencia de los convocados, como reflejó el grupo vecinal Somos Placetas, en su facebook; o la negativa pública de estudiantes universitarios de diferentes facultades a sumarse al simulacro del tardocastrismo contra las cuerdas.
Tampoco funcionó la trampa organizada por el atemorizado poder contra opositores y activistas, esperando que salieran a la calle para montar una autoagresión e intentar tapar la injustificable represión post 11J, que aun mantiene a más de 150 cubanos detenidos en condiciones de hacinamiento.
La revolución que iba a inundar a Cuba de libertad y prosperidad convirtió a la isla en una cárcel flotante, donde predominan la pobreza, la desigualdad y el hartazgo de los ciudadanos ante el empeño del poder en seguir tratándolos como súbditos de sus intereses y patrañas.
El miedo hace meses que cambió de casa y basta echar un vistazo a las caras de Díaz-Canel, Marrero Cruz y demás personeros de la dictadura para descubrir temblores mal disimulados ante la ola popular que estremeció a Cuba de punta a cabo el 11J, como acumulación de otras protestas ciudadanas que vienen ocurriendo desde mediados de 2019 con picos en la marcha de cuentapropistas en Santa Clara, los movimientos San Isidro y 27N y el Cerro.
La dictadura más antigua de Occidente tuvo tiempo de rectificar y atender los justos reclamos de los cubanos empobrecidos por el comunismo de compadre, pero apostó todo a una sola carta, Joe Biden; creyendo que el mandatario norteamericano aflojaría la corbata Donald Trump, pero el actual inquilino de la Casa Blanca tiene memoria y guardó prudentemente, en campaña, la daga por los agravios raulistas a su entonces jefe Barack Obama, hasta que cogió el mazo para dejar sin resuello a los grumetes políticos de La Habana.
Los presos del 11J no son batistianos, latifundistas, propietarios de grandes empresas ni agentes de la CIA; son cubanos nacidos y educados en revolución que -hace años- se fue a bolina y ahora mantiene angustiados a padres y abuelos por la suerte de sus hijos amontonados en calabozos pestilentes y llenos de mosquitos.
La oposición interna y externa debe redoblar sus exigencias de libertad para esos cubanos injustamente apaleados y encarcelados, denunciar ante los tribunales cubanos y el Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas y la Corte Penal Internacional a Díaz-Canel por su criminal llamado a la guerra civil en Cuba, siendo jefe de estado; y al mandatario y a su ministro del Interior por la represión desatada tras el 11J.
El tiempo de los tacticismos ha sido superado por la testaruda realidad del sufrimiento de los cubanos y la sordera de la casta verde oliva y enguayaberada; y los opositores deben evitar que, en la prehora de los mameyes, aparezcan oportunistas incendiarios que intenten arrebatarles el liderazgo y capitalización política de la justa ira.
La contundencia no está reñida con el ejercicio de la política, que consiste en responder proporcionadamente a los retos de adversarios y compañeros de viaje, pero sin perder de vista el capital humano que atesora el noble pueblo cubano, evitando ir por delante o por detrás de su ímpetu libertario y de justicia.
La dictadura juega la prórroga porque perdió la narrativa y las calles, la consideración de la comunidad internacional; pese a los denodados esfuerzos de José Borrell, que de antifranquista y antinacionalista catalán ha devenido en protector del tardocastrismo; en emulación socialista con Pedro Sánchez, otro iluso que cree La Habana pagará las deudas de 2.350 millones de euros que mantiene con España y sus empresarios en Cuba, rehenes de la casta verde oliva, ante la que algunos se doblegan hasta besar sus botas manchadas de sangre.
Cuando un pueblo enérgico y viril llora, la injusticia tiembla, dijo Fidel Castro en la despedida de duelo de los cubanos asesinados en el atentado terrorista contra el avión de Barbados; ahora Cuba está llorado porque los terroristas que la desgobiernan han apaleado a parte de sus mejores hijos, los ha encarcelado y pretende condenarlos en juicios ejemplarizantes, en medio de una ola de coronavirus y hambre de comida, medicinas y aseo.
La represión podrá llenar de sangre y dolor a Cuba, pero nunca llenará refrigeradores, hospitales y farmacias, ni limpiará casas, calles y aceras ni recogerá la basura acumulada en calles y barrios, solo prolongará la agonía de un régimen que fue despreciando las manos tendidas y sugerencias de François Miterrand, Felipe González, Carlos Andrés Pérez, Manuel Fraga, José Mujica, Lula Da Silva, Mijaíl Gorbachov, James Carter y Barack Obama; hombres con luces, sombras, valioso capital político y generosos, pero Fidel Castro prefirió al malogrado Hugo Chávez, destrozador de la rica, aunque injusta Venezuela.
Cuba se ha quedado sin interlocutores en el ámbito mundial y Rusia, Angola y China; aunque disimulan, ya dijeron a La Habana que se acabó el pan de piquitos y cobrarán hasta la risa, tras años aguantando desplantes, críticas y tumbes, en nombre del internacionalismo proletario.
La descortesía con dignatarios extranjeros fueron la versión exterior de la lapidación y/o anulación interna de revolucionarios que no tragaron todos los designios del fusilador en jefe, como Manolo Ray, el presidente Urrutia, Huber Matos, Che Guevara, Pedro Luis Boitiel, Eloy Gutiérrez Menoyo, Humberto Pérez González o Carlos Lage; también con defectos y virtudes, pero que arriesgaron sus vidas y trabajaron con honestidad y lealtad porque creyeron en una nación que podía ser diferente.
La casta verde oliva y enguayaberada ya no podrá seguir apelando a Raúl Castro, vencido por su edad y cobardía, e incapaz de movilizar a los cubanos, como quedó evidenciado este sábado, cuando por segunda vez, el delicado presidente Díaz-Canel tuvo que interrumpir el ¿descanso? de los cubanos para otra puesta en escena baldía en una Habana sitiada por guardias y paramilitares pagados para que agredan a sus hermanos.
Mientras la farsa transcurría en La Piragua, otras 52 familias enterraban a sus muertos por coronavirus, padres y abuelos deambulaban por estaciones de policía en busca de sus familiares más jóvenes, unos cubanos seguían aglomerados ante las tiendas dolarizadas y patriotas llenaban plazas del mundo para seguir denunciando a la dictadura y otros, como Massiel Rubio en Madrid, recogían medicinas y algodones para aliviar el sufrimiento infligido por la dictadura más antigua de occidente a uno de los pueblos más nobles del mundo.
Pan ya no queda; circo tampoco.
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