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"Ser o no ser... He ahí el dilema.
¿Qué es mejor para el alma,
sufrir insultos de Fortuna, golpes, dardos,
o levantarse en armas contra el océano del mal,
y oponerse a él y que así cesen?"
William Shakespeare, Hamlet, acto III, escena I
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Cuba tiene su propio Hamlet. Como el de Shakespeare, también cuestiona la realidad que le rodea desde la necesidad ontológica de interrogarse a sí mismo, de escudriñar su identidad. “Ser o no ser. Ahí está el dilema”, dijera el personaje del siglo XVII.
Hay quien simula un alter ego, se inventa corazas y máscaras, encarna un personaje ajeno a su yo interno, y vive. Pero hay quien no puede ni quiere vivir de la apariencia, negándose a sí mismo, borrándose del mapa. El Hamlet de Cuba ha decidido “ser” y ha regresado a La Habana. Ahora está preso.
Hamlet Lavastida es un artista visual cubano de la generación de los inconformes. Se opone a la mordaza y a la opresión, y lo demuestra. Desde su obra artística graficó el repudio al Decreto 349 y al 370, por las calles de La Habana. El primero coarta la libertad artística que es también su libertad y su campo de acción; el segundo, su derecho a expresarse. Hamlet es arte y todo lo que atente contra la libre creación, atenta contra él.
Grafitis e impresos con apropiaciones de logos partidistas señalizaron la estética del derrumbe, en la capital de todos los cubanos. Muros derruidos, columnas desgastadas, paredes endebles o un trozo de cartulina son para Hamlet lo que para el pintor es el lienzo en blanco.
Y por eso lo apresaron; por eso y por inventarse un país -a falta del suyo propio- donde la gente pueda decir lo que piensa sin temor a represalias, ejercer sus derechos, y recordarle al poder que el arte cuestiona y el ser humano es libre.
Tras culminar una beca en Künstlerhaus Bethanien, Berlín, el artista partió rumbo a su país, de regreso a casa, lugar en el que debería sentirse protegido y amparado, de haber sido “con todos y para el bien de todos”. En cambio, su país se erige en un campo de escarmiento, en un rincón oscuro donde ser tan honrado -como quería Martí- es un inconveniente para la subsistencia misma.
Hoy es Hamlet, pero ayer fueron Reinaldo Arenas, Heberto Padilla, René Ariza, Mike Porcel, y una lista interminable que aumenta día a día. Hoy también son Tania Bruguera, Luis Manuel Otero Alcántara y muchos más. UMAP, 'ofensiva revolucionaria', 'quinquenio gris', 'periodo especial' y 'coyunturas' mapean la represión en contra de artistas cubanos post revolución. Estos huracanes de terror dan cuenta de todo lo que se ha venido abajo, dejando apenas los escombros de lo que un día fue la cultura cubana.
En algún calabozo de Villa Marista el artista cubano espera. Espera a que el poder decida qué cargos imputarle; así, como quien da vueltas al destino de los otros en una rueda de la fortuna o, más bien, del infortunio.
A pocos kilómetros de distancia, en la incertidumbre de un techo apuntalado, otro cubano aguarda también, reza por un milagro que probablemente no llegará. Un jubilado deja de comprar la cuota subvencionada que no puede costear; un médico lamenta la falta de medicinas para sus pacientes y una madre marca el aniversario de la partida de su hijo con la mirada perdida en el mar.
Y sí, hay muchas Cubas: está la del turista extranjero que vacaciona en balnearios paradisiacos y “viene a hacer fotos de la mierda”, como dijera el personaje de Sandra en la película de Ernesto Daranas, Los dioses rotos.
Pero Cuba también es tierra de tribulaciones donde, a pesar del hambre y las enfermedades, a las fuerzas represivas les sobran los recursos para perseguir y encarcelar de forma arbitraria, con total impunidad. Y es una isla a la deriva cuyos comisarios culturales han convertido al arte en propaganda y al artista en un vocero de los designios del poder.
Una isla; mil versiones. A todas ellas el Hamlet de Cuba invoca en su obra, cuando retrata a pulso lo que Lezama llamó “la imagen que se sabe imagen”.
Para Hamlet, Cuba puede ser mucho más. Y de ahí su arte, también ontológico y frugal, para que todos capten la esencia. Pero “todos” no interactúan con la obra artística. Y callan. Es la gran tragedia del cubano: simular, quedarse inmóvil o mentir, para mantener el privilegio de andar por calles agrietadas, y de vivir en la zozobra del techo en mal estado, la comida que no tiene, los hijos que se van...
Cuba toda es una obra de teatro. En ella, Hamlet y muchos como él han decidido actuar sin máscaras y abrazar quienes realmente son. Y eso nos acerca al final de esa patética puesta en escena que ha sido la revolución cubana. Los casos ejemplarizantes de Lidier e Iliana Hernández y Karla Pérez no han logrado aterrorizar a todos.
El pueblo, sin embargo, ha permanecido en las sombras de un auditorio silente, a la espera de que otro encienda las luces y tire de la cuerda para que, finalmente, baje el telón.
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