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Ya lo dijo el primer presidente de Estados Unidos, George Washington: “Si nos quitan la libertad de expresión nos quedamos mudos y silenciosos, y nos pueden guiar como ovejas al matadero”. Y es que esta es una condición indispensable para alcanzar cualquier otra libertad.
La libertad de expresión es la que ampara a todos los firmantes de la carta enviada al presidente Joe Biden por La Joven Cuba, gracias a la cual se visibiliza un sector de la sociedad civil cubana al que evidentemente le duele más la injusticia del embargo estadounidense hacia Cuba que la opresión de todo un pueblo que no ha podido construir una nación libre porque sus gobernantes, los mismos durante más de sesenta años, le han negado el derecho a expresarse en libertad.
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Puede gustar más o menos, se puede comulgar con sus tesis o solo encontrar un pensamiento muerto y servil, pero ninguna persona que respete la palabra y su poder transformador, o que sea consciente de que a través del lenguaje también se construye socialmente la realidad, negará el derecho universal a la libre expresión de los firmantes de la carta de La Joven Cuba. Todas las personas deben ser libres de decir lo que piensan, sin coacciones impuestas por dogmas o ideologías.
Tanto derecho tienen a plantear sus peticiones basadas en el análisis de la realidad cubana los 655 firmantes que por el momento tiene el documento, como deberían tenerlo en Cuba los que llegan a conclusiones diferentes. Sin embargo, esta reciprocidad no se cumple con aquellos que señalan al régimen como principal responsable de los males del país, sufren el acoso y hostigamiento de los medios oficialistas y una “represión blanda” o de baja intensidad que, por escala y características, clasifica como terrorismo de Estado. Una política que los ciudadanos cubanos y la comunidad internacional denuncian con determinación creciente.
¿Por qué resulta legítimo que unos actores de la sociedad civil cubana se dirijan a Biden expresándole sus ideas sobre las relaciones entre ambos países, y sin embargo otros sean perseguidos por ejercer el mismo derecho? ¿Por qué el poder establecido permite una libertad de expresión y anatemiza otra? ¿En nombre de qué? ¿De la soberanía, de la revolución? ¿De la existencia de un enemigo externo?
¿Pero no es a ese poderoso vecino imperial que está a 90 millas a quien dirigen sus mensajes de acercamiento y distensión desde el MINREX hasta los firmantes de La Joven Cuba? ¿Qué pasa, acaso entonces el Movimiento San Isidro o el 27N no pueden pedir al mismo destinatario que tenga en cuenta la importancia de exigir libertad de expresión en un diálogo que, de ocurrir, sería de vital importancia para el futuro de la nación? ¿Sería contrarrevolución, mercenarismo, anexionismo o cualquier otro disparate del viejo aparato ideológico del régimen totalitario? Hay en esta percepción de la realidad un signo evidente de esquizofrenia, de una voluntad antidemocrática, o de algo peor.
“El gobierno de Estados Unidos ha perdido, una y otra vez, la oportunidad de hacer lo correcto y corregir una historia de errores”, expresa la carta de La Joven Cuba. Sus firmantes están en todo su derecho de suscribir tal opinión y de articular propuestas de contenido político, aunque sea a la sombra del poder fáctico y siguiendo la inercia de las lógicas que interesan a aquel.
En tanto individuos con derecho a expresarse libremente, los firmantes pueden hacer públicas sus ideas, aunque estas condenen a medio siglo más de sometimiento ante un régimen totalitario que, con tal de permanecer en el poder, es capaz de vender al mejor postor el país que controla. Al expresar sin coacción sus preferencias, estos actores de la sociedad civil operan como lobistas de ciertos intereses que los imbrican con la matriz de poder del régimen y muestran su aquiescencia hacia un modelo de capitalismo de Estado, con partido único, como fórmula para solucionar los males que aquejan a la nación.
Algunos podrán juzgar como equivocadas o malvadas las decisiones de esos actores de la sociedad civil y estarán en su derecho de hacerlo. Pero nadie que aprecie la libertad y la convivencia en democracia sentirá jamás el impulso de reprimir y condenar al silencio a quienes piensan diferente. Al contrario, la igualdad ante la ley y ante las libertades es lo que permitirá que la sociedad articule proyectos de convivencia sustentados en el diálogo y la negociación, y no en el miedo y la violencia.
El equipo de La Joven Cuba se declara comprometido “por un país justo, democrático y sostenible… especializado en el análisis de la realidad cubana” y con voluntad de conectar a la sociedad civil con los decisores “mediante la investigación y la generación de conocimiento sobre la aplicación de políticas públicas”. En resumidas cuentas, un equipo con voluntad de influir, o sea, de poder.
Decía Noam Chomsky, intelectual seguramente cercano a muchos de La Joven Cuba: “Si no creemos en la libertad de expresión de aquellos que despreciamos, no creemos en ella en absoluto”. La conexión de la sociedad civil con “los decisores” pasa por expresar libremente sus ideas que, salvo perversa mutación social, siempre son diversas. Muchos de los firmantes lo saben, pero han optado libremente por resaltar otras prioridades.
Sin embargo, otros pensamos que la libertad y prosperidad de Cuba depende, no tanto de la relación con Estados Unidos, sino (parafraseando a Washington) de la prioridad vital de balar como condenados y embestir la talanquera antes de que nos sigan desangrando.
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