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Esta semana marca otro avatar del ademán político que Nancy Pelosi, líder de la Cámara de Representantes, definió desde el año pasado con que Donald Trump debe ser “forever impeached” (juzgado por siempre), pero sin tener en cuenta el Senado en que será “forever acquitted” (absuelto para siempre).
A partir del mediodía de este martes se inicia el juicio político contra Trump en el Senado. La primera jornada estará dedicada a discutir la constitucionalidad del proceso y cada parte defenderá sus argumentos, previamente a la jormada del miércoles, cuando ambos equipos legales tendrán hasta 16 horas cada uno para pugnar en el caso.
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Hoy como ayer, el veredicto de culpabilidad tiene que adoptarse por mayoría calificada de 67 senadores. No cabe esperanza de que, en el corazón partido 50-50 del Senado, 12 republicanos más completen el cupo para declararlo culpable pasándose al bando de Los Cinco: Mitt Romney (Utah), Lisa Murkowski (Alaska), Susan Collins (Maine), Ben Sasse (Nebraska) y Pat Toomey (Pensilvania), quienes rechazaron la moción de Rand Paul (Kentucky) sobre falta de competencia del Senado para enjuiciar a Trump.
Dejemos a un lado que se acuse a Trump de incitar a insurrección por hechos que el FBI precisó ya como planificados antes del Día de Reyes e incluso sobrevinieron antes de que el presidente terminara su discurso. Tampoco vale la pena discutir que ningún pasaje del discurso se ajusta al estándar jurídico vigente de incitación (Branderburg v. Ohio, 1969): alentar intencionalmente al uso de la fuerza o a la acción ilegal de manera que uno u otra sean inminentes como resultado probable del discurso. El cuanto mínimo de cordura radica en que someter a Trump a impeachement va contra la Constitución americana.
Metamorfosis
La Sección 4 del artículo II de la Constitución reza: “El Presidente, el Vicepresidente y todos los funcionarios civiles de Estados Unidos serán destituidos de sus cargos en caso de impugnación por traición, cohecho u otros delitos y faltas graves”. Esta norma jurídica no puede interpretarse de modo que pierda sentido al destituir a Trump de una función pública que ya no tiene.
Se cae de la mata constitucional que el impeachment es juicio de revocación de mandato; transformarlo en juicio de inhabilitación para el ejercicio ulterior de función pública presupone que los constituyentes de 1787 plasmaron que “deben ser destituidos de sus cargos” sin saber qué escribían. Y como los acusadores saben leer, la cosa estriba más bien en puro ejercicio pornográfico del poder político público: impeachment por reacción visceral contra Trump, tan inconstitucional como la acción de que él mismo —según venían augurando ciertos medios— se hubiera otorgado perdón presidencial.
Tres Ks históricas al tiro
En su primer impeachment (1798), la Cámara de Representantes trató de ensartar al exsenador William Blount (Carolina del Norte), expulsado del Senado por conspirar al efecto de que Gran Bretaña se alzara con el control de posesiones españolas en Luisiana y Florida. En el juicio senatorial prevaleció que Blount ya no era “un funcionario civil”.
También fuera del cargo, el Secretario de Guerra William Belknap fue sometido a impeachment en 1876, pero su caso no sienta precedente. Belknap urdió zafarse de acusación de corrupción renunciando a su puesto luego de haberse iniciado los trámites del enjuiciamiento y esta jugada de manigua se destruyó por votación de 37-29 en el Senado. Así y todo, Belknap saldría absuelto en juicio por no lograrse la mayoría calificada para declararlo culpable.
Tampoco puede reciclarse el caso de West Humphreys. Hacia 1861 este juez abandonó su puesto federal y pasó a impartir justicia en el bando confederado; en 1862 sería sometido a impeachment y descalificado de por vida para ejercer como funcionario civil. No es lo mismo ni será igual abandonar la función pública cambiando de casaca en tiempos de guerra que dejarla por conclusión legal del mandato en tiempos de paz.
Para asar a Trump en parrilla judicial solo quedan sus carnes de simple ciudadano y, como siempre, una cosa es con la guitarra de acusarlo por televisión y otra muy distinta con el violín de sostener las acusaciones ante los tribunales.
El señor Presidente
Aparte de conceder al Senado la potestad exclusiva de juzgar “all impeachments”, el inciso 6 de la sección 3 del artículo I de la Constitución prescribe: “Cuando el Presidente de Estados Unidos sea juzgado, el Presidente del Tribunal Supremo presidirá el juicio”.
Puesto que aquí Presidente de Estados Unidos no incluye a expresidentes, John Roberts, Presidente del Tribunal Supremo, se abstuvo de presidir el juicio contra Trump. Tenemos así el retruécano de que Roberts no preside las actuaciones judiciales porque Trump no es el presidente actual del país, pero el juicio va aunque no lo sea y con el travestismo jurídico de juez y parte: en lugar de Roberts preside el decano demócrata del Senado, Patrick Leahy (Vermont).
Así tenemos también la recidiva del delirium tremens con una imaginaria orquesta sinfónica de 67 intérpretes, que esta vez tocaría la partitura comentada de forma magistral por Jim Comey: “Pienso que ellos [los senadores] deberían condenarlo [a Trump] y luego prohibirle volver a ocupar un cargo público".
Respecto a ese última intención, la parte acusadora desmembra la Sección 3 del artículo I de la Constitución: “El juicio en casos de impugnación no se extenderá más allá de la destitución del cargo, y la inhabilitación para ocupar y disfrutar de cualquier cargo de honor, confianza o beneficio en nombre de Estados Unidos”, como si descalificar para ejercicio en el futuro fuera aspecto separable con vistas a enjuiciamiento específico en vez de consecuencia derivable inequívocamente de la destitución en el presente.
Quizás por la propia personalidad de Trump, la mejor estrategia del partido que lo venció en las elecciones sería ignorarlo. Pero lejos de cejar -como hizo hasta Aquiles- en dar vueltas y más vueltas con su cuadriga arrastrando el cadáver del caído, parece que el bando demócrata seguirá haciéndolo.
La cosa podría desembocar entonces en que la antipatía popular hacia un mal perdedor se vea sobrepujada por la animadversión hacia un vencedor prepotente, rencoroso y aun transgresor de la Constitución, sobre todo si ciertos líderes demócratas siguen esmerándose en emular a Trump en vanidad y narcisismo, ambición e ignorancia.
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