En 1996 me pasaron dos cosas muy importantes: terminé Periodismo y empecé a ver en vivo cada juego de los Yanquis, aquel equipo que por culpa de mi abuelo adoraba desde niño, pero cuyos partidos siempre había tenido que seguir a través de grabaciones.
Para entonces los Mulos llevaban cerca de dos décadas sin lograr un anillo de Serie Mundial, así que me gasté el lujo añadido de celebrar el triunfo en el Clásico de Otoño. Era un equipo hermoso: tenía a veteranos ilustres del tipo Wade Boggs, Paul O’Neill, Tim Raines, Darryl Strawberry, Cecil Fielder, Dwight Gooden, David Cone..., y también a unos cuantos muchachos promisorios como Derek Jeter, Mariano Rivera y Andy Pettitte.
Justamente de Pettitte es mi mejor recuerdo del duelo crucial contra los Bravos, que habían llegado con la orgullosa vitola de campeones de la campaña previa. Hay quien se acuerda más del bambinazo de Jim Leyritz en el cuarto desafío, pero a mí no se me olvidan las emociones que viví en el juego cinco.
El match iba empatado a dos éxitos por bando, y el zurdo de 24 abriles –masacrado sin clemencia el primer día- llevaba la misión de adelantar a los neoyorquinos desde el box de un Atlanta-Fulton County que creía a morir en el brazo derecho de John Smoltz y los bates de Chipper Jones, Fred McGriff y Marquis Grissom.
No exagero si digo que pasé medio día pidiéndole al cielo para que Pettitte se reivindicara, y supongo que Dios oyó mis rezos pues los del traje a rayas se impusieron 1x0 con trabajo de 25 outs del joven abridor.
Esa noche nació mi devoción por el espigado cristiano que vistió durante 15 temporadas el uniforme más glorioso del deporte. Me gustaban su profesionalidad, su cutter, la elegancia que trajo a la vida, su solvencia para sorprender contrarios en primera y, sobre todo, la competitividad que lo llevó a decir que se mataba por ganar “lo mismo en tenis que en ping pong”.
En su gusto enfermizo por descubrir la mancha, los malagradecidos suelen proclamarlo un caballo de arado y no de exhibición. Alegan que fue incapaz de conquistar el Cy Young (en 1996 quedó segundo tras Pat Hentgen), que carece de méritos para entrar en Cooperstown, y se aferran a endilgarle el calificativo de tramposo –oh, ignorancia supina- porque su nombre fue incluido en 2007 en el Informe Mitchell.
Y sí, es cierto, en el legajo de marras apareció Andy Pettitte. Él, y un montón de personajes como su amigo Roger Clemens, David Justice, Miguel Tejada, Chuck Knoblauch, Kevin Brown, Eric Gagne o Mo Vaughn. A diferencia del propio Clemens, Pettitte admitió de inmediato haber consumido la hormona de crecimiento humano para acelerar la recuperación de una dolencia en el codo. Lo que ocurre es que lo había hecho en 2002, tres años antes de que esa sustancia fuera prohibida por la Major League Baseball.
O sea, jamás tuvo intenciones de engañar.
Hombre decente donde los haya, ni siquiera el escándalo pudo con el amor que el mundo yanqui le profesaba al zurdo, quien no necesitó llegar a la categoría de superestrella para que la novena de la Gran Manzana decidiera retirar su número 46 y ponerle una placa en el mítico Monument Park.
Al dejar los montículos, lo hizo con cinco campeonatos y el tercer mayor total de triunfos (219) para un pitcher de los Mulos, además de la propiedad del tope de ponchados (2020) y aperturas (438) de la histórica franquicia. Nadie, ni antes ni después, en ninguna época o equipo, ha podido apuntarse 19 victorias en postemporadas. Pettitte sí.
El tiempo dirá si le abrirán o no las puertas del Hall de la Fama. Caber, cabe.
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