Hace ya varios años un escritor pintaba a Sandrine entre paredes móviles, como sábanas mecidas por el viento en una tarde otoñal. La cabellera de la modelo, tela de araña, las piernas recogidas, las rodillas debajo de los senos, el sexo afeitado y abierto, los senos erectos: Materia de ilusiones; todo es doble e insólito. Un pintor escribía a Sandrine, de la misma manera en la que dibujaba su ombligo, absoluto, perforador, con el dedo goteando miel.
Sandrine se aproximaba, a medio vestir, por esas callejuelas azules aledañas al Beaubourg; taconeaba firme y de prisa; ya era tarde.
Desde hacía más de media hora, el cineasta, el fotógrafo, el escritor la esperaban en mi galería Ars Atelier. Sandrine llevaba demasiado maquillaje en el rostro húmedo por la llovizna; pero cuando se desnudó la piel canela le abrasaba las pupilas, y una leche espesa le deslavaba el rostro.
Juan Abreu abrió el cuaderno y empezó a trazar palabras, que subían y se enroscaban por los muslos de la mujer; latían en los recovecos sonrosados de las axilas.
El escritor concentrado en el dibujo alzaba de vez en cuando los ojos y descubríamos su mirada más transparente. No he conocido a otro escritor que anhele tanto parecer perverso, y que por el contrario sólo consiga ser más tierno.
Y, mucho menos a un pintor que ansíe tanto atrapar la luz y la opacidad de la carne, y se halle reinando en las curvas de las sombras de una piel tibia e indolente.
El autor de Gimnasio, Accidente, Cinco Cervezas, Diosa, Rebelión en Catanya, entre otras obras publicadas en España y en traducciones en varios idiomas, expuso hace años en mi galería parisina Ars Atelier, se trataba de una serie de dibujos eróticos que tuvieron su origen en su blog Emanaciones, en donde también describe a diario, en prosa poética (ya saben que para mí la crudeza del lenguaje es la forma más lírica de soportar la vida), la irrealidad más irreal y grotesca que nos acontece a diario.
De las exposiciones que hice y organicé en aquellos cuatro años de galerista, una de las más audaces fue la de Juan Abreu.
El pintor recibió al público junto a la modelo desnuda subida a un pedestal situado en el centro del espacio. Desde la calle Quincampoix, aledaña al Centre Pompidou y cercana a la Maison de la Poésie, los paseantes pudieron convertirse en testigos del quehacer artístico de Abreu como del acto exhibicionista.
Era otra época todavía, y los cuerpos continuaban entonces cumpliendo su misión inicial: la de amarse, acariciarse, comerse, herirse y provocarse.
Me agradaría mucho regresar a esa obra pictórica, deseosa y erótica del escritor cubano exiliado en Barcelona. Ahora, observando los tiempos y sus nefastos cambios, quizá ese retorno debiera suceder de forma clandestina.
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