Las medidas de aislamiento social que se aplicaron en Santiago de Cuba hace unos meses pusieron en evidencia una realidad que muchos no habían notado o convenientemente no querían resaltar: la existencia de comunidades dormitorio dentro de la propia ciudad, que a veces se transforman en islas metropolitanas aisladas.
Nacidas en una época de bonanza, entre los años 60 y 80 del pasado siglo, dichas comunidades vinieron a ser paliativos a los eternos problemas de vivienda de la población santiaguera. Sin embargo, la realidad social cuando fueron creadas dista mucho de la que existía en los duros años 90 o de la actual.
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Así llegaron al paisaje urbano de Santiago de Cuba los famosos edificios con tecnología Gran Panel Soviético, una suerte de gigantescos bloques grotescos y cuadrados que se dicen ser excelentes para aguantar la sismicidad frecuente de la urbe.
Los centros urbanos Abel Santamaría, José Martí y Antonio Maceo, o como afectivamente les llamamos: el Salao, el Distrito y el Maceo, respectivamente, fueron una solución para muchos en su momento y aunque lo siguen siendo, las épocas de estrechez económica extrema recrudecen la cotidianidad de aquellos que duermen en estos lugares.
Uno de sus grandes problemas es que justamente son sólo eso, comunidades donde dormir, carentes de opciones propias de entretenimiento, de emprendimientos privados, también de fuentes de trabajo para los miles que ahí viven… lo que obliga a buscar fuera lo que no hay dentro.
Y esto se agrava, además, con otros problemas actuales como el transporte que derivan en personas cuyos hábitos se ven reducidos o condicionados por la aplastante realidad.
Cuando amanece…
La vida de las personas en los centros urbanos de la ciudad de Santiago de Cuba, o más reciente en el tiempo de los que están en las famosas Petrocasas (devenidas también comunidades dormitorio), se rige casi como el ciclo de las mareas. Pero a diferencia del mar que depende de la luna, los hombres y mujeres están a la merced del agua y del transporte.
“A mis 63 años, aunque me mantengo fuerte, hay cosas que no puedo hacer ya, una de ellas caminar desde mi casa a la ciudad. Cuando se paralizó el transporte, por el coronavirus, en mi trabajo dije que no podía estar recorriendo a pie dos veces al día, de ida y vuelta, el trayecto del Salao hasta el centro de la ciudad pues son varios kilómetros. Aprovecharon mi edad y me mandaron para la casa. Pero me sentí como viviendo en una isla dentro de la urbe”, refiere Garrido.
Normalmente este señor se despierta todos los días a las cinco de la mañana. A esa hora prefiere coger un camión de otro centro laboral y quedarse en los 18 plantas de Garzón y seguir a pie a su lugar de trabajo, que levantarse más tarde, por ejemplo, a las seis y media y estar en la parada a las siete, y luchar con el transporte urbano, pues a esa hora está en su peor momento.
“El transporte es en buena medida el responsable del día a día de quienes vivimos en el Salao. Por ejemplo sabes qué ciertas horas son los horarios picos para salir de aquí, por ejemplo, entre las siete y las nueve de la mañana, también entre las cuatro y las seis de la tarde es difícil poder venir para acá, incluso en pisicorre, que cuesta cinco pesos. En la noche sabes que las guaguas se ponen escasas, los pisicorres desaparecen, y hay que fajarse a motores limpios, que de día cuesta 30 pesos como promedio, pero en la noche llega hasta 50, entonces eso te limita, te encierra aquí, el transporte, la falta de este, y el precio te aíslan”, añade.
El transporte, las características de estos que lo hacen más adecuados para una edad, el precio por cubrir el trayecto, los horarios, vigilar las guaguas que suben,… ¿quién dijo que sólo el mar define lo que es una isla?
Como egipcios, se mueven por tanques «desbordados»
Cuentan que las crecidas del río Nilo marcaban el inicio de las cosechas para los egipcios. Pero Odalis no vive en África y aun así el agua rige su vida.
“Cuando llega el agua al Distrito es como si lloviera en el desierto, ese lugar cobra vida. Cada ocho días ponen el agua ahora, pero los ciclos llegaron a ser cada 15 o 18 días hace algunos años. Había que cargar agua de un chorrito cercano, eso era una tortura. Yo tengo familia en el reparto Sueño y la gente tienen cisterna y compartía, pero aquí ni eso, nadie va a dar lo que le falta, tampoco podía ir a buscar a Sueño, es muy lejos. Aquí la gente que vive en pisos bajos construye afuera del edifico unos tanques, los que no podemos, los que vivimos arriba nos conformamos con inventar en el patio, ahí hacemos como pequeñas cajas de agua. Eso tiene sus problemas: la humedad, las filtraciones, y las broncas con los vecinos…”, comenta Odalis.
El olor a humedad se siente: casas baldeadas, tanques desbordados, lavadoras botando agua jabonosa… Cuando ponen el preciado líquido es como si se disparara una alarma vecinal y todos se dispusieran a hacer sus trabajos forzadamente.
“¿Lavar por la madrugada, de noche, cuando llego de un día de playa y acostarme a las mil y quinientas? Eso es lo más común en el Distrito. No sé cuántas veces he tenido que rogarle a mi jefe salir del trabajo antes de tiempo porque me avisan los vecinos que llega el agua. Cuando llega hay que lavar, limpiar, llenar los tanques, depósitos, descargar inodoros… A veces uno siente que tiene vidas paralelas, es como si fueras una persona en la ciudad, más persona se siente uno ahí, pero en el distrito eres esclavo del agua y de las camionetas, eres una bestia, un esclavo de las circunstancias”, añade Odalis.
A diferencia de los centros urbanos José Martí y Antonio Maceo, el Abel Santamaría tiene la peculiaridad de haberse soñado con un abastecimiento de agua las 24 horas del día, por eso nunca ha tenido, de manera oficial, tanques elevados colocados en el techo de los inmuebles.
“Los primeros 10 años todo fue bien, cogíamos agua del sistema San Juan, luego empezó a crecer el Salao y surgieron nuevos asentamientos, entonces nos conectaron a la entrada de Quintero y llegaron los problemas. Los ciclos de agua se alargaron, la gente empezó a hacer inventos, algunos colocamos tanques en los patios, también arriba, pero cuando impermeabilizaron nos ordenaron desaparecerlos… ahora el agua está bien, pero todos conservamos, porque hay que hacerlo, el triste recuerdo de la sequía”, señala Sigisfredo, vecino de esa localidad.
A todo se acostumbra uno. Estos apartamentos son solución al problema de la vivienda. Pero, ¿a qué costo? ¿A sacrificar algunos hábitos, al de incorporar nuevos, al de tragar y seguir para adelante, al de adaptarse a la necesidad y la escasez, y convertirlas en un estilo de vida?
Cuando las flores ceden espacio a la calabaza, yuca, plátano, habichuela…
La cosa se puso dura en Santiago de Cuba cuando se limitó el trasiego del transporte. Por varios meses desaparecieron la malanga, la calabaza, las viandas en sentido general, los granos y los vegetales escasearon, aunque había para quien supiera cómo buscar, pero a precios de desvelo.
“Yo le dije a mi vecino, dale que vamos a cultivar la parte de atrás del edificio, como hicimos en los 90, que la cosa se puso bien mala”, cuenta Rolando, vecino del distrito.
Prácticamente aislados por el transporte, los vecinos de los centros urbanos sufrieron doble: a ellos no llegaban los particulares vendiendo alimentos, tampoco podían salir e ir a buscarlos a la ciudad, por ejemplo.
“En realidad podíamos salir, no es que hubiese una cerca que lo impidiese, pero había que caminar cantidad, tanto que es inhumano para una persona mayor como yo, y los módulos de alimentos eran bastante escasos y difíciles de comprar”, agrega y añade “antes me montaba en una guagua, temprano en la mañana antes de que se formara la matazón de gente, e iba a los mercados de la ciudad, eso me cogía el día entero. Eso lo hacía los fines de semana cuando trabajaba, ahora jubilado puedo hacerlo cualquier día. También aprovecho y visito algunas amistades antes de que caiga la tarde noche. Regreso a la casa cargado. Hay mucha más variedad de productos agrícolas o de las tiendas en CUC en la ciudad que aquí. Bueno, había, ahora es ir y regresar con lo que logre conseguir, pero siempre hay más que aquí en el distrito”, añade.
Como en una isla, donde hay que echar mano de los recursos locales y literalmente labrar, así hay que hacer si vives en una de estas comunidades dormitorio. En los años 90 del pasado siglo nació la triste tradición de convertir las áreas verdes y jardines, que rodean los edificios de los centros urbanos de Santiago de Cuba, en un espacio agrícola y sembrar todo cuanto se pueda comer.
“Hay quienes prefieren tener plantas que den frutos para comer y la decisión de hacerlo para por su deseo más que por sentir la necesidad, pero no es mi caso. ¿Crees que no me gustaría más tener flores fuera de mi casa, o un árbol que de sombra, que estas matas horribles? Pero peor es tener un viandero vacío, esa «imagen» es peor que la de un jardín con plantas horribles”, comenta María, vecina del Salao.
Pero labrar la tierra, regar las plantas, deshacerte de los desechos, es solo una parte del trabajo que requiere este tipo de huerta urbana.
“A diferencia de lo que sucede en el campo, aquí está lleno de vecinos irrespetuosos. Lo mismo se roban las cosas los muchachos ya sea pa' joder, que los adultos pa' comer. Entonces hay que tapar una calabaza con hojas para que no la vean, o vigilar, es duro”, añade María.
Algunos hacen un cercado con un cactus. Otros usan alambradas y madera, pero se encarece entonces la operación «siembra tu patio».
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Vivir en el Salao, en el Distrito o en el Maceo, incluso, diciendo sus nombres bonitos: en los centros urbanos José Martí, Antonio Maceo o Abel Santamaría, es sinónimo de pasar más trabajo que el resto de los mortales de la ciudad de Santiago de Cuba. Es, además, ejercicio de resistencia o de voluntad quebrada.
Sólo quien vive en una de estas comunidades dormitorio sabe lo que es pasar más trabajo para conseguir comida, estar a la merced del agua, del transporte, lavar la ropa sucia de 15 días en sólo una noche y terminar de limpiar a las tres de la mañana, o caminar kilómetros de distancia, en medio de la oscuridad, rogando que aparezcan las luces de una guagua que le recoja…
Aunque son solución de la vivienda para miles de familia, también equivalen a aceptar renunciar a muchos otros aspectos que nos convierten en seres sociales, limitar la vida nocturna, los paseos, incluso, la vida amorosa pues se prefiere tener una pareja de la propia comunidad, acostumbrarse a ir del trabajo a la casa y viceversa, visitas cortas a amigos y familiares…
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