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Conocí a Eusebio Leal Spengler en el año 1979, a través del escritor cubano Manuel Pereira, quien en la actualidad vive en México. Ellos eran muy amigos y yo iniciaba una relación profundamente amorosa con Pereira cuyo matrimonio duró siete años.
Eusebio Leal Spengler, el apellido de su padre colocado al final, antes el de su madre (según contaba él, luego se verificaría que se trataba de una de sus mentiras), con quien se crió, en ausencia de su padre (batistiano), según tengo entendido, me pareció un hombre muy simpático.
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Siempre andaba corriendo de un lado a otro de la ciudad, paraba poco en su oficina, y cuando llegaba iba saludando invariable y particularmente desde el vigilante hasta al anciano hijo del presidente Zayas, a las guardianas del museo. Desgranaba simpatía, aunque repartía órdenes muy estrictas y rigurosas que había que cumplir de inmediato.
En la época en la que lo frecuenté, algunas secretarias llegaban y se iban con toda rapidez porque no soportaban su ritmo o él no aguantaba la lentitud de ellas, hasta que se quedó con una llamada Diana.
Su brazo derecho, o eso hacía entrever, era otra funcionaria llamada Rayda Mara. Existía también el investigador e historiador, además de arquitecto, el chino Leonel S. Marrero, cuyo rostro denotaba su origen chino, y un equipo de arquitectos entre los que se encontraba una chilena que fue el amor de la vida de Silvio Rodríguez en la época, y dos cubanos, un hombre y una mujer. El arquitecto cubano se quedó algunos años más tarde en Italia, hoy vive en Miami.
Durante la época en que conocí a Eusebio Leal cambió de esposa en cuatro ocasiones, la primera, la madre de sus dos hijos Vivian y Javier, la segunda, Margarita, graduada en Historia del Arte, madre de su hijo Carlos Manuel, después Yamile Mansor, abogada, con la que no tuvo hijos, y Beatriz, una joven estudiante, a la que apenas conocí, porque ya en aquella época nos veíamos poco, y que lo dejó para casarse con uno de esos cubanos exiliados que en Cuba se decía -por debajo del tapete- que se trataba de un prófugo de la justicia norteamericana y otros opinaban que viajaba a Cuba con la esperanza de invertir dinero en aquella isla. Como un Carlos Saladrigas avant la lettre.
Eusebio Leal, sin el Spengler, apellido al que él no recurría nunca o casi nunca, en aquella época era un hombre enardecido que luchaba a brazo partido por el poder de la ciudad. No dudo un instante que su amor por La Habana Vieja fuera verdadero. Antes de llegar al salón que hacía de su oficina decidió conservar otro espacioso salón donde se encontraba la oficina de quien fuera su antecesor Emilio Roig de Leuschering, allí iba su viuda, María Benítez, a diario para hacer cualquier tarea que se le indicara. La recuerdo como una mujer elegante y silenciosa. Leal la utilizaba además como objeto de interés turístico o blasón de amistad.
Leal no era militante del Partido Comunista, y se debatía arduamente por ser aceptado en sus filas, su pasado católico se lo impedía. Tampoco era graduado universitario (estudiaba en el Curso para Trabajadores) ni contaba con publicaciones que lo validaran para heredar el puesto que había alcanzado –como él mismo decía- debido a su amistad y fidelidad con el antiguo historiador y su afectada devoción hacia una gran cantidad de personas, muy ancianas ya, de la antigua y altísima sacarocracia y burguesía cubana a quienes visitaba, y que decía que veneraba devotamente, o al menos eso parecía. Una de ellas, Dulce María Loynaz.
La amistad con estas personas, Sara Soler, la esposa del herrero Soler, y con una gran cantidad de ancianas a las que visitaba a diario, le abrió las puertas y la confianza de una casta marginada y vapuleada por el comunismo. Pero al mismo tiempo Leal pretendía el poder, el poder por encima de quien más lo vetaba, el alcalde de La Habana, Oscar Fernández Mell. Entre ellos no se podían ver, pero Leal siempre fue una persona muy astuta y supo colársele a Fernández Mell brindándole actos y conciertos musicales y poniéndolo en el pedestal que el otro exigía. Leal Spengler supo ser el intermediario entre esa casta marginalizada y los comunistas de poca clase y fineza.
Poco a poco y durante los años ochenta Leal se fue convirtiendo en el “duende” de La Habana, así lo llamaban todos, incluidos los vecinos de los solares aledaños a sus predios, entre quienes hizo amigos y a quienes atendía con tesón. Él mismo vivía en una magnífica casa pintada por dentro de blanco y azul, el exterior de piedra de taille, con persianas y plantas que su madre, la buena y silenciosa Silvia, cuidaba con pasión.
Vi la transformación de Eusebio Leal, pero no le di importancia, en aquella época muchos se comportaban como él lo hacía. Finalmente consiguió su afiliación al PCC, lo reconocieron como historiador –algo que le costó un gran esfuerzo, debido a la gran cantidad de enemigos que tenía, aunque consiguió poco a poco ser apoyado por Haydée Santamaría y por Alfredo Guevara, así como por René Rodríguez, entre otros-. Eusebio Leal siempre se mantenía en un nerviosismo extremo, en un corre p’aquí y arranca p’allá, que daba la sensación de que estaba en aquel momento haciendo su propia revolución. Una revolución a favor de los vecinos de La Habana Vieja. A algunos les prometió villas y castillos, lo que no cumplió.
Excavó La Habana Vieja, alrededor del Museo de la Ciudad, su cuartel, y de la Oficina del Historiador, encontró como tesoro esencial una botellería antigua de lo que fueron los vinos y las cervezas que se tomaron los españoles, y empezó a crear su propia leyenda. Esa leyenda empezó con las conferencias que llevaron como título Andar La Habana. Cada miércoles, al inicio, y luego cada sábado.
Eusebio Leal recorría La Habana Vieja contándola desde su exaltado verbo de historiador callejero, inventaba leyendas, transformándolas hasta el delirio. Lo cierto es que tuvo un éxito enorme. Los habaneros iban a verlo desde todas partes de la ciudad para reunirse con él en el fórum empedrado del Parque de los Enamorados a oír lo que a través del verbo –a veces cursi y hasta picúo- de Leal le contaba cada piedra de su antigua ciudad.
Su popularidad alcanzó niveles increíblemente peligrosos, porque en Cuba se puede ser de todo, menos más popular que los Castro, y su popularidad era su espada de Damocles, la que tuvo que empezar a dirigir –la popularidad, desde luego- a favor de los tiranos. No faltaba entonces el guiño final de cada intervención al identificar todo lo que él hacía como una obra de la revolución, incluso si la revolución no le daba un centavo por ello, o si lo despreciaba, hasta ese momento, ni contaba con su obra para llevar a cabo el trabajo de investigación y de restauración de La Habana.
Fui una de las que no se perdió una sola de sus conferencias. En aquella época estudiaba Filología en la Universidad de La Habana, leía enormemente y había vivido toda mi vida entre las piedras de la Ciudad Intramuros, primero en la calle Muralla, después en Empedrado, y más tarde en Mercaderes.
Eusebio Leal se dio cuenta al instante que yo conocía la ciudad como muy pocos. En una de las conversaciones en La Bodeguita del Medio mencioné que tendría que hacer mi trabajo de servicio social universitario, y mi esposo y él mismo me propusieron que lo hiciera en el Museo. Para mí fue de una gran alegría, primero porque me evitaba coger guaguas y alejarme de mi entorno, y segundo porque uno de los sitios que más amaba de la ciudad era el Museo. En una ocasión me tocó dar una visita dirigida, que terminó mal, porque el policía de la Plaza de la Catedral, creyendo que yo estaba molestando a los extranjeros, me montó en un patrullero, esposada.
En la Primera Unidad pasé momentos bastante angustiosos. Leal llegó allí al día siguiente, un poco tarde, no solo para remedar el error además para reprender al policía que era un pobre guajiro de Oriente que nada sabía de la Catedral ni de turistas –según la excusa que me dieron. Era la época en que empezaban a llegar los primeros visitantes europeos a la isla.
Después escribí tres crónicas sobre las conferencias de Leal que se publicaron en Granma a través de él. Más tarde trabajé durante meses en los dos últimos Diarios de Carlos Manuel de Céspedes, antes de morir en San Lorenzo.
Yo hacía la transcripción paleográfica de los Diarios a máquina valiéndome de una lámpara lupa (la foto de mi avatar en mi blog es de esa época, me la hizo Sonia Pérez) y Zayitas, el hijo del presidente Zayas, ordenaba aquellos documentos con sus referencias onomásticas e históricas, el glosario lo hice yo más tarde. Más tarde Rayda Mara se apoderaría de aquel trabajo como suyo, o quizás el mismo Leal se lo entregó para que ella se lo adjudicara, desconozco cómo se produjo el hecho posterior.
Leal tenía una gran facilidad de palabras, nunca la perdió, para la oratoria, una oratoria rimbombante, pero no así para la escritura. En varias ocasiones él escribía y otros reestructuraban sus textos. Su verdadero trabajo estaba en la acción: no se consideraba en aquella época un verdadero intelectual, sino más bien un investigador de la historia.
Era un hombre con una sonrisa forzada cuando el momento lo requería, casi siempre, o con una verdadera sonrisa cuando no estaba centrado en su verdadero objetivo: el poder. Podía ser muy amable, e igualmente muy altanero y rudo.
Sentía, según afirmaba una gran admiración por Fidel Castro, e intentaba llevarse de maravillas también con Raúl. Creo que la admiración por el primero era más bien actuada e hipócrita, pero supo de alguna manera metérselo en el bolsillo con sus extravagancias. Una de ellas fue sentarlo en el trono del rey de España en una de las salas de Museo, otra pedirle permiso para poder casarse en terceras nupcias, dado que para un militante sucedía lo mismo que para un católico, ese cambio tan frecuente de esposa se veía muy mal; para colmo, al parecer, Castro I tenía un gran aprecio por Margarita, la esposa a la que él dejaba en aquel momento por Yamile.
Así, haciéndose el gracioso indispensable y comprometiéndose cada vez más, se fue convirtiendo en uno de los hombres de confianza del régimen, en uno más del séquito, hasta cierto punto, además de un recaudador de divisas de armas tomar. En Francia algunos personajes de la política lo llamaron El Pedigüeño (Le Mendiant), porque siempre estaba pidiendo dinero para esto y para lo otro, y farolas para la ciudad, Y, con sus mítines históricos al parecer conseguía dormir al más pinto.
En una ocasión contó delante de mí que se había hecho de unas cuantas plumas antiguas y que con ellas iba abriéndose paso por el mundo. Le regaló una de esas plumas a Kadafi diciéndole que era un regalo que le entregaba de parte de Fidel Castro. Estuvo invitado por el Rey de España en varias oportunidades, y creo que hasta obtuvo una audiencia privada.
Al final, muchos años después, cuando yo ya apenas lo veía, nos encontrábamos por azar en algunas reuniones en casa de extranjeros o embajadas, él por su lado representando lo que representaba, y yo invitada por los diplomáticos, algunos ya conocían cómo yo pensaba en relación al castrismo.
Recuerdo una en particular: aquel día Leal había estado atacando fuertemente en la Asamblea del Poder Popular las antenas parabólicas artesanales vendidas en el mercado negro, las había calificado de ilegales, y que instalarlas eran verdaderos actos de corrupción, etcétera; lo que se había visto en la televisión cubana. Al saludarnos esa tarde, me le acerqué y le dije que yo tenía una, y que no entendía por qué él se había metido a denunciar lo de las antenas; sonrió y le preguntó al padre de mi hija si podía conseguirle una a él, para su casa.
No sé cuánto habrá ascendido Eusebio Leal Spengler en la confianza del tirano Raúl Castro, pero lo que sí se notaba qes que tenía mucho más poder del que él mismo hubiera podido imaginar, que alcanzó un puesto muy útil a la dictadura y que tal vez aspiraba a muchísimo más. Aunque dudo que Leal habría podido conseguir el poder absoluto, una vez desaparecidos los Castro I y II.
La pieza para mover y darle relevancia internacional a Mariela Castro, que es a la que quieren aupar como posible sucesora, podía haber sido sea Eusebio Leal, que es quien poseía conexiones para nada desdeñables, sobre todo en el mundo de la iglesia católica, y que sabía colarse en cualquier tipo de círculo, de hecho ya se había colado, sobre todo en esos círculos de la alta clase política y burguesa que se hace llamar de izquierdas, y también en la de derechas.
En resumen, en los círculos del poder político, y de las curias vaticanas. Allí habría llegado con el apoyo del que fuera embajador, Raúl Roa Kourí, entre otros. Su amistad con Carlos Manuel de Céspedes y con Jaime Ortega y Alamino también lo convirtió en un correveidile entre el poder y la iglesia, catapultándolo.
El mismo Alfredo Guevara se asombraba entonces de las habilidades de Leal Spengler, cuando todavía no había ni empezado a ser aceptado. De todo, de lo más mínimo, hacía un combate medieval, una batalla en la que iba armado como un gladiador, y de cada combate, sacaba una gloria personal, pero no le quedaba más remedio que poner esa gloria personal a favor del castrismo.
Los Diarios de Carlos Manuel de Céspedes, tardaron en publicarse, Castro I se negaba a ello, argumentando que de hacerlo se correría el riesgo de que las luchas intestinas que Céspedes señalaba en ellos podían ser comparadas e interpretadas por las que él mismo vivía en ese momento contra otros dirigentes, pero en realidad, a mi juicio lo que le molestaba era que en aquellos diarios apareció, por azar, esa frase tremenda de Céspedes: “La historia dictará su fallo”.
Lo que lo convertía a él en muy poco original con respecto a aquella frase suya del Moncada, o tal vez le molestaba que habiendo existido esa frase escrita tan poéticamente y muy anteriormente por un cubano y nada menos que por el Padre de la Patria, en un momento histórico que a él le hubiera convenido mejor, hubiera tenido que ir a copiársela a un tal Adolf Hitler. Leal se las apañó para convencerlo de lo contrario y por fin fueron editados los diarios en Colombia por primera vez –años más tarde en Cuba-, con un prólogo de Leal con el que se quedó endeudado de la pluma y el talento de algunos que trabajamos en la sombra.
Después de haberme acabado la vista con esos Diarios, mi nombre apareció apenas en letras muy pequeñas en los agradecimientos, entre el nombre del pobre Zayas, al que yo veía cada noche, escondido en la esquina entre Tejadillo y Villegas, contemplar a moco tendido el derrumbe de la estatua de su padre, mientras existió el Parque Zayas. Los demás en primer lugar, claro está. Y eso, en la edición colombiana, en la publicación cubana no existo.
Sí, Leal Spengler fue un hombre de mucho cuidado, pero también fue un hombre muy débil, porque el poder al que tanto aspiró, o los representantes desde hace más de medio siglo de ese poder, le sabían demasiados secretos.
Algunas de esas intimidades ya no tendrán valor ni actualidad, porque forman parte de la vida de un hombre muerto, que no tomó la pistola que guardaba en su escritorio para suicidarse a la edad en que murió Martí como tantas veces pronosticó que haría, pero sí le conocen otras debilidades de mayor peso que forman parte de la historia de su ascensión política y familiar, como escalador en esa soga podrida y frágil del poder, que en un país totalitario y castrista, un día se podría enrollar inesperadamente alrededor de unos cuantos cuellos. Eusebio fue el leal equivocado.
(Por ninguno de los trabajos fui remunerada. Eusebio Leal imprimió una litografía numerada, de un poema mío dedicado a Carlos Manuel de Céspedes, con un dibujo de un pintor del Taller de Grabados de la Plaza de la Catedral, lo que consideré una atención a mi trabajo.) Nota de la autora.
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