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Desde que salí de Cuba en el año 2013 he podido conocer buena parte de la historia íntima de los Estados Unidos. En Cuba uno vive insensible a cada trauma del mundo. El castrismo es eso: un estado de indolencia insultante. No nos importa nadie allá afuera. Pobrecitos nosotros, los rehenes de la Revolución. Por eso el cubano es el pueblo más insolidario del mundo, aunque te abran las puertas de su casa y te ofrezcan un plato de comida sin conocerte. Somos un reservorio natural de decadente desidia. No nos duele el dolor de nadie, ni tampoco el propio, por más que seamos ombliguistas de nuestro histórico horror.
En cualquier caso, ahora, a mitad del 2020, poco a poco he aprendido a sentir una compasión inconsolable por la interminable saga de opresión que ha vivido la nación negra atrapada dentro de este país. De ese holocausto en cámara lenta salen todos los males presentes y futuros que conspiran en contra de la gran democracia norteamericana, que, por cierto, ha sido la única funcional durante dos siglos y medio en la historia de la humanidad. Veremos por cuánto tiempo más.
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Estados Unidos es el país que más ha hecho por erradicar el racismo de raíz, pero, a su vez, los enemigos de la sociedad abierta también han hecho de todo para radicalizar la guerra racial en los Estados Unidos. Los totalitarios no toleran la armonía social en una economía de mercado. Y trabajan a la sombra y a la luz pública para desmoralizar y, eventualmente, desmoronar al capitalismo. Caiga quien caiga. Y si tienen que morir niños en la frontera, mucho mejor para sus agendas de izquierda radical. El marxismo, un mal que se cree investido ateamente de una verdad absoluta, no puede detenerse en esas minucias sentimentales. Estadísticas de las que nadie se acordará cuando por fin ellos asalten a perpetuidad el poder.
Por desgracia, en semejante escenario de extremos, se ha sembrado el mito de que los enemigos del llamado “imperialismo yanqui” ―un fenómeno ya extinto desde los años noventa del siglo pasado― son los amigos de los marginados por el Tío Sam, ese otro personaje ya fallecido desde el fin de la Guerra Fría. Al respecto, durante décadas ha prevalecido el mito de mitos de que Fidel Castro era el poderoso amigo blanco de los desvalidos y desvalijados negros norteamericanos. De yo haber elegido un Ph.D. en Psicología en lugar de hacer mi tesis en Literatura Comparara, me hubiera gustado bautizar este desorden psíquico como Síndrome del Mayoral.
Este mismo mes, para no hurgar demasiado en los archivos de semejante equívoco ―recuérdense los casos de los militantes de las Panteras Negras que estuvieron presos o fueron deportados de Cuba, por ejemplo―, el profesor y politólogo afroamericano August H. Nimtz Jr., de la Universidad de Minnesota, soltó su más siniestra opinión acerca de los ciudadanos negros asesinados en plena calle por la policía:
―No hay George Floyds en Cuba ―sentenció desde el título de su artículo de opinión.
Es decir, según este académico maquiavélico, durante décadas amigo personal de los jerarcas del castrismo dentro y fuera de la Isla, los cubanos de raza negra que mueren de un balazo en Cuba a manos del Ministerio del Interior no son de la raza negra como tal, o simplemente no deben de ser llamados cubanos. Puede que sean gremlins con dreadlocks o ETs con carnet de identidad local. O lo más probable es que exista una buena razón para se merecieran esos balazos en plena espalda disparados por un blanco armado vestido de azul, como le acaba de ocurrir a Hansel Ernesto Hernández Galiano, un joven habanero de 27 años, ejecutado por el crimen de huir de la Policía Nacional Revolucionaria.
En efecto, al contrario que el consumismo, en el comunismo las vidas azules de los uniformados sí importan para esta especie de Africastro-Americans, mientras que, según la complicidad de esta lógica criminal, hay más que suficientes vidas negras en el Caribe como para que el mundo venga a escandalizarse por un asesinadito por aquí o un muerto en huelga de hambre por allá, como fue el caso del mártir de la democracia continental Orlando Zapata Tamayo, obrero negro forzado a morir en una cárcel cubana en febrero de 2010.
Por lo demás, según este doctor de doctores con un currículum vitae amplísimo ―léase, con poder despótico para adoctrinar a las nuevas generaciones de norteamericanos―, los límites a las libertades civiles en la Cuba comunista ―algo que él jamás aceptaría para sus odiados Estados Unidos― no son culpa de la tiranía totalitaria, y ni siquiera se trata de límites impuestos “en contra de la voluntad mayoría de los cubanos”. Al contrario, en su panfleto cantinflesco del 17 de junio de este año, August H. Nimtz Jr. asegura sin sonrojarse ―no sé si este sea el verbo cromático correcto― que la falta de libertades fundamentales en la utopía tropical se debe a que tal es “el precio que la mayoría de los cubanos están de acuerdo en pagar para defender su soberanía en contra del implacable enemigo del norte”.
Por supuesto, enseguida la prensa propiedad privada del Partido Comunista de Cuba se hizo eco de su vil vocero a sueldo de una universidad pública de los Estados Unidos. Hacen bien, supongo. Cada cual tiene que apoyar a sus agentes de influencia y espías a como dé lugar.
Yo lo único que añado como colofón es que, a la hora de cuestionarse por qué los cubanos del exilio se manifiestan en contra de los que se manifiestan a favor de George Floyd, por favor, no olvidemos que no hay nada de trauma posdictatorial en esta reacción, sino que ésa es nuestra respuesta ipso facto a los brigadistas de respuesta rápida como August H. Nimtz Jr., siempre alertas para saltar a salvar al Socialismo con mayúsculas dialéctico-materialistas, y así de paso invisibilizar aún más a sus millones de víctimas. La palabra S es más sagrada para los Africastro-Americans que la palabra N.
Pobre George Floyd, tan cerca de Cuba y tan lejos de los Estados Unidos.
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