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Enramadas, la calle más famosa de Santiago de Cuba se vuelve un río desbordado de su cauce de once de la mañana a una de la tarde: a duras penas aguanta el torrente de personas que caminan por esta arteria zigzagueante pavimentada.
No es que sea horario de promoción, de rebajas, de ofertas…, tampoco es que sea momento de abastecimiento de las tiendas o saquen esos productos que habitualmente desaparecen -como el puré o pasta de tomate tan ausentes en estos días…, ni es el tiempo en que el insolente sol mengüe en su intenso castigo a la piel de los santiagueros; al contrario, es cuando más pica el astro rey… nada de eso.
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La causa del singular fenómeno es que de once de la mañana a una de la tarde se apagan todos los equipos en las entidades estatales por «órdenes de arriba» -de esas que llegan y uno ni puede decir ni pío-, y comienza lo lindo: casi como una coreografía urbana a gran escala, las entrecalles que atraviesan el Corredor Patrimonial Las Enramadas empiezan a recibir el torrente humano que desemboca en la arteria considerada columna vertebral del centro histórico.
Poco a poco comienzan a aumentar el flujo de personas, el atropello, el desenfreno por sacarle el jugo a las dos benditas horas de ausencia laboral justificada, el ir y venir, el entrar y salir de las tiendas, oficinas, hacer gestiones, resolver… hacer todo cuanto se necesite en algún lugar o establecimiento en la famosa arteria citadina, o simplemente, para matar el tiempo con algo de paseo de ocio.
Justo en ese instante también es cuando comienza otro fenómeno habitual a esta hora: visitar tienda por tienda, para tratar de encontrar aquello que sea necesario en la casa o para satisfacer un simple antojo, que muchas veces se traduce en un lujo, como puede ser algo tan simple como hacer unos espaguetis especiales, no de esos que alguien llamó una vez «batalla de ideas» (con bijol para el color y un cuadrito concentrado para el sabor).
Como si fuera un cardumen de peces, la muchedumbre hambrienta y desesperanzada busca. “Dicen que hay…”, “Dicen que sacaron…”, “Rebajaron en…”, “¿Sabes dónde hay…?” son las formas más habituales de comenzar cualquier diálogo en estas dos horas de locura.
En estos 120 minutos es inmenso también el desfile de uniformes: los trabajadores de la empresa eléctrica con sus característicos atuendos, o los del banco con las tonalidades sobre lo crema, los siempre azules operarios del monopolio ETECSA, y un millón de personas más sin los trajes que los singularice, aunque muchos con solapines que delatan la empresa estatal a la que pertenezcan.
En Cuba casi nunca las jornadas laborales son de ocho horas, las personas casi nunca llegan a las ocho de la mañana a sus centros y casi siempre se van antes de las cinco; el almuerzo, además, se empata con el horario del café. A esa singular jornada de trabajo hay que restarle ahora, además, dos horas de manera justificada: casi un guiño de complicidad al hecho de no trabajar demasiado.
Algunos recuerdan por estos días, y a raíz de la medida de apagar de once a una, la famosa frase de hacer más con menos que tan popular fue hace algunos años en la mente, en el habla y en los discursos.
Ahora, hacer más con menos es una suerte de “deja de estar en la bobería, te acortamos el horario laboral, al menos aprovechas las pocas horas y TRABAJA”, y casi todos los diálogos sobre el aprovechamiento de esos minutos se acompañan de la coletilla “recuerda que te subimos el salario…”
Y mientras la situación coyuntural avanza –o retrocede–, y se transforma o no en un «nuevo» período especial, los santiagueros siguen mostrando esa particularidad que hace famoso al cubano: se adapta a todo, y de todo hace una fiesta pues, al fin y al cabo, no hay de otra: reír o perecer.
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