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Mónica Baró Sánchez acaba de propiciar el mayor alegrón al periodismo cubano en décadas, al obtener el Premio Gabo 2019 con su reportaje “La sangre nunca fue amarilla”, que cuenta su encuentro con Saturno en La Habana empobrecida en el arranque del siglo XXI.
El reconocimiento a Mónica, que ella se apresuró a decir que era un premio para Cuba, para los periodistas independientes, para las personas que creen y defienden la libertad de prensa, y para “Periodismo de Barrio”, ilumina zonas silenciadas por el tardocastrismo y confirma la existencia en la Isla de buen periodismo hecho por treinteañeros, al margen del oficialismo.
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La salud pública, tras años de aciertos, fue paradigma y mensaje propagandístico del castrismo subvencionado por la URSS; hoy ya es solo un recuerdo dolorido, que el régimen no renuncia a usar como arma arrojadiza y moneda de cambio en sus relaciones internacionales, especialmente en el apoyo a sus aliados.
Por tanto, Mónica corrió riesgos serios ante la maquinaria de destrucción masiva que es la casta verde oliva, porque contó lo que no existe en los conciliábulos del poder, solo empeñado en resistir a cualquier precio, incluso a costa del sufrimiento de muchos.
Y, por si no bastara, el galardón ha sido otorgado por la Fundación Gabo, dedicada a preservar la memoria de Gabriel García Márquez, un narrador ciclópeo y el amigo extranjero más persistente de cuantos tuvo Fidel Castro Ruz.
La prensa anticubana -financiada y dirigida por el Partido Comunista de Cuba- no ha encontrado espacio aún para informar sobre el triunfo de Mónica, que confirma la virtud del talento y la sensibilidad frente al totalitarismo; empeñado siempre en el doble juego de exaltación-ocultación con que entretiene a sus servidores más aguerridos, y a la masa que padece y simula.
El premio a Mónica Baró Sánchez viene a confirmar, además, que el talento y la valentía siguen habitando a Cuba; en sus mejores hijos. Y deja sin argumentos a los vociferantes de la otra orilla, que viven con la vana ilusión de que cuanto peor esté la Isla, mejor para ellos, y que no dudan en tildar de carneros a sus sufridos y hastiados compatriotas; pese a que muchos de esos gritones no tuvieron la décima parte del coraje ni la sagacidad de esta habanera de 31 años, reivindicadora de la Isla que resiste.
Mónica escribió el reportaje cubano que nunca pudo hacer Gabo, sujeto por la lealtad al comandante en jefe que ordenó la no publicación del Otoño del patriarca; mientras corregía el original de Crónica de una muerte anunciada por errores en la velocidad del barco y en una de las armas utilizadas para el crimen.
Durante muchos años, los burócratas que pululaban por la Escuela de Letras usaban a Martí en sus endechas ¡qué raro! Y recordaban que el periodista debe conocer del átomo a la nube. Parece que Mónica les tomó la palabra y encontró a Saturno en San Miguel del Padrón, uno de los municipios más poblados y pobres de La Habana, donde puso voz y cara a la desgracia silenciada.
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