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Solo faltaba un out para que se acabara el juego contra República Dominicana y Cuba asegurara el quinto puesto del torneo panamericano de pelota. Un out. Un simple tercio de inning. Un suspiro.
Solo faltaba un out para que el equipo de las cuatro letras, después de una preparación más propia de Marco Polo que de jugadores de béisbol, maquillara (aunque fuera en mínima medida) el rictus de amargura dejado por la temprana separación del podio del evento.
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Estábamos en la ronda de consuelo y corría el décimo episodio, parte baja. Unos minutos antes los cubanos habían roto el abrazo en la pizarra con un rally de ocho anotaciones, y la suerte del choque lucía definida. Ya lo dije, lucía.
Más descabellada que Sansón, la narración del encuentro cuestionó entonces por qué el manager Anglada dejaba en el montículo al cerrador Raidel Martínez. Se sugirió que había más brazos a los que acudir en el bullpen. Minutos más tarde, el legionario japonés explotó por las malas: en su descargo hay que decir, es cierto, que ya había sacado par de outs. Faltaba uno, pues, y el equipo ganaba por seis.
El joven Pedro Álvarez no pudo apagar la candela. Le dieron un batazo entre Juan y Junior con los ángulos repletos, y en su auxilio llegó la experiencia personificada en Frank Medina. Sin embargo, el pinareño salió igualmente trasquilado. Así, Dominicana se acercaba en el score, y el maquillaje empezaba a corrérsele a la pelota nacional.
El empate llegó al poco rato ante un envío de Wilson Paredes. Y a seguidas, con todo el mundo boquiabierto, Cuba quedó al campo cuando Yudiel Rodríguez tampoco consiguió sacar el out imposible, el tercio de episodio, aquel suspiro que ningún relevista fue capaz de consumar.
Después fue la vergüenza.
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