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'Chernobyl', la serie que todos los cubanos deberían ver

Cuando las cenizas radiactivas lo cubrían todo de infecciones, bajas pasiones, distancias, desigualdades; cuando el terror pestilente que emanaba de Chernóbil hizo a todos cubrirse la nariz y mirar a otra parte, los cubanos fuimos otra cosa.

"Chernobyl", de HBO © Fotograma de "Chernobyl", de HBO
"Chernobyl", de HBO Foto © Fotograma de "Chernobyl", de HBO

Este artículo es de hace 4 años

Porque nos debemos una inyección de orgullo. La necesitamos. Somos un cuerpo disecado, o casi, una nación-uva pasa que ha ido perdiendo jugo y salsa, quizás por nuestra propia culpa o quizás no. Ya ni sé bien. Pero algo sí sé: nadie nos lo ha dicho, pero los cubanos somos un pueblo enfermo de baja autoestima.

Y es normal, o comprensible. Son los efectos radiactivos de un proceso que parece tan indetenible como la fisión nuclear. Vivir en dictadura un mes te quita años de vida. Saquen sus cuentas. Que no vamos por un mes.

Pero de vez en vez necesitamos limpiar de hojarasca el balcón, que se nos llena de tanta mierda y negrura y polvo tóxico que no nos permite respirar, tirar de orgullo, recordar que no necesariamente somos una pandilla de doce o trece millones de almas predestinadas al pisotón.

Tenemos talentos, virtudes, historia que vale la pena conservar, y condiciones humanas que cuentan, coño, que ennoblecen, porque somos capaces de amar aun en medio de las plagas, por citar aquel grandioso penúltimo párrafo de El Reino de Este Mundo.

Y Chernóbil, ese agujero siniestro en la Historia Universal, el símbolo de Apocalipsis que todavía acecha allá en Prypiat, ha echado mano de una serie exquisita para recordarle al mundo que él todavía es problema de todos. Pero nos ha recordado a los cubanos, esta partícula subatómica de humanidad que somos, que cuando las cenizas radiactivas lo cubrían todo de infecciones, bajas pasiones, distancias, desigualdades; cuando el terror pestilente que emanaba de Chernóbil hizo a todos cubrirse la nariz y mirar a otra parte, los cubanos fuimos otra cosa. Y esas cosas, por sus nombres: fuimos una hermosa bola de cojones y amor.

"Chernobyl", este prodigio audiovisual de solo cinco episodios con el que HBO ha hechizado al planeta, debería hacernos levantar a los cubanos un poco rejuvenecidos como nación. Anoten ahí: inyección de autoestima. Así se llama. Y tiene nombre propio: Tarará.

Si 25 mil niños, poco más, tratados y queridos en Cuba luego del infierno de Chernóbil, no alcanzan para sacar pecho y orgullo, no sé yo qué lo haría. Y si usted no tiene el temple que requiere honrar a un enemigo, deje este texto ahora mismo. No lea una palabra más. Porque en lo que sigue voy a hablar bien, qué digo bien, voy a pararme a aplaudir una decisión de Fidel Castro. Y lo haré con el mismo honor y transparencia conque cada día maldigo su paso por este planeta.

Pero la sabiduría oriental asiática escribió hace demasiado que no existe el negro puro, ni tampoco el blanco puro. Ellos, algunos de los humanos con mayor expansión mental e introspectiva de entre todos, supieron hace mucho que aun dentro del mal existe algo se bien, y viceversa. Ying-Yang, lo bautizaron.

Y el mismo hombre de estirpe sinónimo de tragedia y división, el dictador de libro de texto cuyo único reclamo al destino es haber nacido en un país enano y no en una potencia universal, el narcisista enloquecido que quiso sembrar de café el cordón de La Habana y fabricar genéticamente una vaca enana, marca de la casa, para dar un vaso de leche en cada hogar del país, fue capaz de impulsar también un programa tan bárbaramente adorable, tan honorable, que ni siquiera él mismo, campeón absoluto en propaganda despiadada, se atrevió a usarlo como bandera y autobombo. Tarará duró 21 años y de esos, ni uno solo fue bajo la salud y existencia de la Unión Soviética.

Para algo sirvió el mesianismo de Castro: parafraseando a Leonid Kuchmael, ex presidente de Ucrania (bajo cuyo mandato transcurrió el programa de Tarará), cuando los ricos solo enviaban condolencias, Cuba fue la primera en ayudar.

Sí, Cuba: la de los médicos como ángeles, esforzados, mal pagados, peor tratados. Olvídate de la Cuba militarizada y olvídate del despotismo con que todavía hoy se sigue disponiendo de esos médicos como fichas de ajedrez, con misiones por cumplir o deserciones. Yo no hablo del poder cubano, por más que esta vez la idea digna haya bajado desde ese mismo poder. Yo hablo de los médicos que se fueron a las repúblicas más afectadas por la radiactividad que escupió el reactor 4 de Chernobil, y que en un periplo imposible visitaron decenas de regiones en Bielorrusia, Rusia y Ucrania, cuando ya el campo socialista era un cadáver. Fresco, palpitante, pero cadáver al fin.

Esos, y el personal increíble que cuidó y dio cariño a esos miles de niños, que llegaban con el semblante hosco y los ojos comidos por el espanto, huérfanos más del 70% de ellos, merecen ser evocados, merecen que los cubanos que hemos revisitado la tragedia gracias a la serie de HBO pensemos en ellos. Y que lo hagamos como se debe: separando, limpiando de predisposiciones esa obra humanitaria que no es un trofeo para Fidel Castro. Es un trofeo para la Cuba que vale la pena cantar y contar y exhibir.

Así como no es propiedad de la Revolución Cubana toda la cultura o la historia de la que se han querido apropiar, tampoco es propiedad de una pandilla de sátrapas el ejercicio de amor que se practicó en Tarará con todos esos niños adorables que venían con daños monstruosos a cuestas, con deformaciones intracelulares o ya evidentes en sus cuerpos.

Si bajo ningún concepto le podemos regalar a la barbarie de los barbudos el legado de José Martí, por ejemplo, aunque ellos se empeñen en secuestrarlo; si nos resistimos a que le quiten la gloria a Celia Cruz o Cabrera Infante, porque sabemos que la obra creativa y el arte y el humanismo son en todo caso propiedad de los mejores cubanos, y no de (ellos) los peores, tenemos que incluir en ese panteón sagrado a todos los que hicieron de las vidas de esos 25 mil niños algo un pelín más vivibles.

Bien mirado, ni siquiera el país de donde provenía la mayoría de los pequeñines tratados en Tarará servía demasiado a la propaganda interior o exterior cubana: Ucrania fue siempre ese miembro conflictivo de la Unión Soviética, a ratos fervoroso a ratos insurgente. Fue en Ucrania donde el sanguinario Stalin implementó una de las mayores atrocidades que haya conocido la humanidad (aunque sea menos “popular” que la locura nazi): el “Holodomor”, la hambruna con la que el dictador soviético mató a unos 3,5 millones de ucranianos entre 1932 y 1933, que no le eran particularmente afectivos.

Y fue en esa misma Ucrania que hoy tiene irreversiblemente prohibido el Partido Comunista, donde explotó el reactor 4 de Chernóbil aquel 26 de abril de 1986. En lo adelante, Ucrania sufriría el horror más sola que la una: dentro de poco no existiría el Imperio Soviético, justo cuando la verdadera magnitud del accidente nuclear habría ya asomado en su versión más grotesca.

Recuento rápido en números fríos: 6 mil casos de cáncer de tiroides en niños que bebieron leche y verduras contaminadas con yodo -131. Trescientas mil personas arrancadas de cuajo de sus hogares para lograr una zona de exclusión cuya área es más grande que Luxemburgo. Ucrania ha destinado desde entonces casi el 10 porciento de su presupuesto nacional a lidiar con la pesadumbre de aquel Apocalipsis que provocó la ineficiencia comunista y que a pesar de los esfuerzos descomunales, el aparatchiek no logró silenciar. Bielorrusia, a la postre la región más torturada por el polvo radiactivo, ha llegado a gastar el 22 porciento de su presupuesto en esta lucha contra el cáncer y la perpetuación del horror.

A esos dos países, sobre todo a esos, Cuba les destinó Tarará. En pleno Período Especial, con el hambre haciendo estragos en las familias cubanas (según recuerda un estupendo texto publicado en CiberCuba cuando los 30 años de aquel día fatídico). Pero aquellos niños no tenían siquiera familia. Tenían cáncer, casi por toda cosa en sus vidas.

Y yo, el niño que era yo en aquella Cuba de los '90, martirizada por la escasez y el fanatismo ideológico de Fidel Castro, no podía saber la magnitud real de aquello que se hacía en el campamento de Tarará. Pero hoy sí lo puedo saber. Y firmaría (en una Cuba donde se nos consultaran las cosas, claro está) sin pensarlo dos veces porque en aquel Período Especial del pasado, 25 mil niños fueran aliviados, o al menos eso se intentara, de algo terrible que no entendían pero padecían.

Esto lo escribo para seres humanos. A esos no hace falta argumentarles el por qué.

Y si “Chernobyl”, una pieza de arte magnífica, ha conseguido disparar en 40% el turismo rumbo a la malograda Ucrania, y si de paso estas imágenes verduzcas, de una poesía visual tan siniestra como poética, si apenas cinco episodios han conseguido desenterrar un tardío pero merecidísimo homenaje al coraje de aquellos liquidadores a quienes les explotaron los pulmones limpiando el techo de la planta de residuos radiactivos, y a quienes cavaron túneles o atravesaron aguas contaminadas para evitar una segunda explosión todavía más terrible que la primera, no estaría mal que los cubanos nos diéramos ciertas palmaditas en nuestros hombros.

No estaría de más que hiciéramos como nuestras abuelas cuando limpiaban el arroz: separar con la uña la basurilla inservible de la politiquería, del oportunismo y la propaganda, y dejáramos el grano, la esencia que no podemos permitir se nos pierda. Fuimos nosotros, fue nuestra gente la que curó y acarició y dio medicinas y familias a los más desfavorecidos de esta historia.

No sé si queda claro por qué los cubanos deberíamos ir corriendo todos a ver “Chernobyl”.

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Ernesto Morales

Periodista de CiberCuba


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