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Por menos de lo que acontece en los barrios folklóricos de la Cuba postmoderna de hoy, Argentina se ha llenado de pancartas y gritos y desafíos públicos a una clase política inoperante. Ni una más, les escupen en las caras.
Por menos, infinitamente menos que lo que sufre una cubana de hoy en las calles encubridoras y groseras de su país, Estados Unidos ha purgado sus empresas e industrias, ha mirado con lupa los excesos de un machocentrismo tan impune que “agarrar por el coño” a una fémina, sin siquiera preguntarle, terminó por no ser impedimento para llegar a la Casa Blanca. El #MeToo puso a temblar a la testosterona nacional.
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En Cuba, las mulatas han terminado siendo carne de postal turística y de funeraria y entierro. Casi por igual. Con la misma insistencia aberrante. Y sin hashtags ni movimientos de sociedad. Sin que nadie, dentro o fuera de Cuba, sospeche que es momento de alzar la voz. Que treinta, cien mujeres asesinadas atrás, había llegado el momento de decir basta.
Este viernes fue en La Habana. Frente a un círculo infantil. Alis Obregón tenía 27 años, iba con sus dos niños a dejarlos al cuidado del Estado, cuando su condición de madre quedó relegada a un segundo plano para ser considerada una víctima. El vocablo más temible de todo el idioma español.
Es la historia de nunca acabar, de tan repetida suena a cliché mugriento: su ultimador era un exnovio despechado. La apuñaló con un ensañamiento indisimulado.
Quien quiera encontrar información del caso en internet debe estar avisado para evitar confusiones: el mismo viernes supimos y publicamos otro barbarismo calcado al carbón.
La víctima llevaba por nombre Lázara Herrera esta vez, tenía 53 años, y había sido encontrada degollada y apuñalada 5 días antes, en un sillón de la sala de su casa. En el sillón de al lado todavía jadeaba Jorge Arcia, hasta ese día su esposo y desde entonces su asesino. No perderá el título por más que se haya arrancado la vida también él mismo bebiendo un insecticida que, en efecto, confirmó su efectividad eliminando insectos.
Ocurrió en Santa Isabel de Lajas, la “querida” del Benny en la provincia de Cienfuegos, una perla cuya cristalina bahía se nos va tiñendo de sangre sin que nadie grite de espanto y estupor. Hace un año casi exacto, las masacradas allí por otro exmarido digno de insecticida se llamaron Tomasa Causse y Daylín Najarro. Madre e hija. Esta última, embarazada. La carnicería de que fueron víctimas, frente a la algarabía de barrio y la paquidérmica lentitud policial, estremeció a la ciudad, se conoció en el país. Y de la anécdota no pasó.
A minutos a pie de allí fueron hallados en octubre de 2017 los restos martirizados de Leidy Maura Pacheco. Había sido mal enterrada junto a la Autopista Nacional, luego de ser violada y golpeada hasta morir por tres cavernícolas, tres cederistas de su localidad cuyos nombres les debemos el favor a la prensa cubana de no conocerlos. Leidy Laura iba a cumplir 19 años la semana siguiente a su depravado asesinato.
El recuento nos tomaría demasiadas páginas. Y no salimos de Cienfuegos todavía. A ojo de águila saltan a la vista los casos de Taimara López, descuartizada en Cárdenas en 2017, y el de Yulismeydis Loyola, a quien su violador confesó haber dado “unos golpes de más” hasta arrancarle la vida.
Otra vez: el recuento tomaría demasiado, y asquea demasiado. Casi tanto como encontrar, junto a este cuaderno de salvajismos, la entrevista de la infanta Mariela Castro, campeona de selectivas sexualidades domésticas, negando que Taimara, Yulismeydis, Leidy Laura, Tomasa, Daylín, Lázara y por último (que sepamos) Alis, estén muertas. Y que todas, sin excepción, estén muertas por culpas de hombres que ejercieron sobre ellas la imposición de sus géneros.
“En Cuba no tenemos feminicidios, porque Cuba no es un país violento” vomitó sonriente la hija de Raúl Castro y parlamentaria nacional a medios argentinos en 2015, antes de acotar: “Es un efecto de la Revolución”.
Habría que buscar en terapias conductuales por qué Mariela Castro odia tanto a las mujeres de su país. Que nadie olvide que en 2011 dijo sonriente durante una visita la Zona Roja de Ámsterdam que la prostitución se ejercía sin contratiempos en el malecón de La Habana, que ella misma conversaba con los policías para que fueran más tolerantes, y que una virtud nacional era pagar, por ejemplo, las labores de albañilería con los genitales femeninos. Youtube puede ayudar a quien le suene a invención mía.
El problema es que la misma parlamentaria que niega con dos oraciones la existencia de los crímenes de género en Cuba, y sanseacabó, desde luego es la misma que no impulsa en la Asamblea Nacional una legislación que penalice esos mismos delitos. ¿Para qué legislar sobre algo que no existe?
Y así nos damos de bruces a mitad de 2019 con un país subyugado a una Constitución que legaliza la violencia física, explícita, contra los discrepantes políticos activos, y un Código Penal que no sabe qué diantres es un feminicidio. A lo sumo, reconoce como agravante la condición de cónyuge en caso de serlo, y si existiera parentesco sanguíneo entre víctima y victimario. Nada más.
Lo más desconcertante de todo es que no existe tipificación de ese delito en un país donde según el oficialista semanario Trabajadores, en 2017 la violencia de género se constató en el 26.7% de la población. O sea: un número groseramente alto de mujeres.
Se trata de una desatención imperdonable: ya es un flagelo social. En un país donde no existen estudios independientes y confiables sobre casi nada, donde las únicas estadísticas las provee el Estado, la magnitud del problema será siempre subjetiva. Pero hay algo llamado percepción que nos permite detectar, advertir cuando algún fenómeno o comportamiento comienza a ser repetitivo en una sociedad. La evidencia empírica hace lo suyo. En la sociedad cubana, el machismo y la violencia verbal y física contra la mujer han alcanzado niveles escalofriantes.
¿Pero qué puede esperarse de una nación donde, por una parte, la Diputada Castro Espín niega la mera existencia de los feminicidios, y donde por otra parte el Diputado Raúl Torres ofende con un chiste degradante, misógino, ultrajante, a las madres de todos aquellos que se burlaron de los disparates del cultivador de jutías y ensalzador de avestruces?
Que nadie lo pierda de vista: quienes así hablan no son apenas una sexóloga y un cantante. Son los parlamentarios. Los que, al menos en teoría, proponen y aprueban el aparato legal de la nación. A que eso explica todo, ¿verdad que sí? Lo explica el que otro asambleísta, el peculiar y pintoresco Yusuam Palacios, alce la voz de alerta para no aplaudir ahora el pacifismo de Juanes en ningún programa televisivo, pero no para impulsar medidas coercitivas contra el maltrato a la mujer.
Porque las mujeres cuyos homicidios bárbaros han saltado las censuras y presiones oficiales, y han terminado por ser noticias, jamás son un fresco exacto de la verdadera dimensión del problema. Los casos que ven la luz siempre son extremos, pero mucho más episódicos que el maltrato diario. Y en eso, las cifras serían de pesadilla.
Las cifras de bofetones, amenazas, golpizas, abusos, que en ningún caso generan intervención policial definitiva, son aplastantes y no necesitamos de ningún estudio para sospecharlo. La policía cubana solo es eficiente e inmediata para reprimir muestras públicas de disenso político. Todo lo demás, incluyendo las puñaladas a mujeres, puede esperar.
Se ha vuelto norma, idiosincrasia, raíz cultural. Es un mal enquistado cuya metástasis es apreciable lo mismo en síntomas evidentes, los únicos a los que se apresta a hablar la prensa cubana, como los tonos y lenguajes que emplea la música popular de las últimas décadas hasta hoy (que nadie olvide que no fue el reggaetón el comadrón de aquel estribillo que hablaba de brujas sin sentimientos), que en comportamientos más sutiles y por tanto celebrados o aceptados o ignorados, cuando desde ellos se está fraguando ese sentimiento de superioridad patriarcal. Un sentimiento que lo mismo sirve para tocar glúteos en plena calle que para lanzar piropos y esperar, casi como quien exige un derecho, que la dama depositaria se sienta agradecida.
El post contra el machismo acosador que publicara en diciembre mi amiga Yamila Marrero, historiadora del arte y víctima rebelde de ese rasgo abusador de la sociedad cubana, es terrible porque es la base, la génesis de tragedias como las que según la parlamentaria Mariela, Cuba y su Revolución extirparon hace mucho tiempo.
Los mismos hombres que se sienten en el derecho de acorralar a una dama en plena vía pública por tener glúteos pronunciados son los que más tarde, ellos o sus hijos o sus vecinos, se creen en el derecho de resolver a navajazos un desencuentro amoroso con otra mujer. Total, es el sexo débil, y en Cuba más débil aún.
La abogada disidente Laritza Diversent ha insistido recurrentemente en que las leyes cubanas no solo no penalizan la violencia de género, sino que la fomentan. "Cuando una mujer denuncia violencia doméstica -dice Diversent - lo común es que la Policía considere que es la palabra de uno contra la del otro y desestime el caso. No es raro que se le imponga una multa a los dos por escándalo público, aunque la mujer sea la agredida”.
Vale la pena recordarlo en el instante en que nos horroricemos otra vez ante una noticia que contenga tres palabras en particular: asesinato, mujer, Cuba. Ahí no se llega de la nada. Un pueblo no se envilece de la noche a la mañana. Pero cuando ese pueblo comienza por ver normal, un día cualquiera, que una turba de hombres hostigue, reprima y lastime a mujeres que reclaman derechos humanos pacíficamente en público, el feminicidio es una consecuencia inevitable. Viene por la libreta. Terrible, macabro, sí.
Pero era sobre el matrimonio igualitario que quería debatir el pueblo cubano antes de aprobar su nueva Constitución. Esa era la amenaza contra la procreación de la especie y la preservación de la familia. Que maten a las mujeres no. Eso puede esperar.
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