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Las crecientes denuncias de organismos internacionales y del gobierno norteamericano sobre la penetración del narcotráfico en la estructura estatal de Venezuela obedece más a una preocupación por la precaria estabilidad regional que a una voluntad democratizadora.
En 2005, Hugo Chávez apagó la luz de la DEA en su país, acusándola de realizar labores de Inteligencia, decisión que generó una amplia zona de oscuridad para que los narcos colombianos, que hasta esa fecha se limitaban a actuar en regiones fronterizas, expandieran sus estructuras, a las que luego se sumaron los disidentes guerrilleros y paramilitares con los acuerdos de paz promovidos por Juan Manuel Santos, con mediación de Noruega y Cuba.
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La ruina económica venezolana y el esquema de dominio chavista creó las condiciones ideales para el florecimiento del crimen organizado en dos ámbitos diferenciados, pero que cooperan entre sí y son los mayores sostenes de Nicolás Maduro, narcos y bandas chavistas que controlan la venta de alimentos y medicinas en barrios y pueblos enteros.
En el ámbito macroeconómico, Chávez estableció tasas de cambio preferentes del dólar para empresarios, que luego vendían esos dólares comprados baratos al precio real del mercado negro, donde la moneda del diablo ha escalado magnitudes estratosféricas.
El narcotráfico, perseguido por tierra, mar y aire en Colombia, donde el fin gradual de las guerrillas y de los paramilitares, tras la caída del Muro de Berlín, privó a los narcos de otro aliado importante en sus caminos hacia Europa y Estados Unidos, colocó a Venezuela en la mira de los narcotraficantes.
Militares chavistas, incluidos ministros y altos cargos, que se habían limitado a cobrar por garantizar un tránsito tranquilo de la droga hacia el Caribe y Centroamérica, varias fuentes fijan en 2.000 dólares USA por kilogramo de cocaína, empezaron a establecer sus propias redes y a tejer lazos de colaboración con los narcos vecinos, que han mantenido casi intacta su capacidad productiva, pero han tenido que buscar caminos alternativos para llevar la coca a Europa y USA.
El surgimiento del llamado “Cartel de los soles”, en alusión al dorado de las estrellas del generalato bolivariano, no solo resolvió un problema logístico de gran magnitud para los narcos colombianos, sino que estableció una estructura propia en suelo venezolano y abrió dos nuevas rutas: República Dominicana y Honduras, por causas diferentes, pero complementarias.
La isla caribeña dista de las costas venezolanas 1.500 kilómetros en línea recta, distancia que se cubre perfectamente en lanchas rápidas que parten tapadas con lonas oscuras, al atardecer de La Goajira y ya no tocan tierra dominicana, pues son esperadas a pocas millas de las costas isleñas por emergentes narcos dominicanos, que se encargan de sobornar a autoridades y políticos locales y de embarcar la droga hacia Europa.
La ruta hondureña fue establecida tras la caída del presidente Zelaya, que intentaba perpetuarse en el poder mediante una constituyente; y los narcos aprovecharon el vacío de poder, la abundancia de pistas de aviación clandestinas, como ocurría en Guatemala en los años 80, y el apoyo de delincuentes locales como “Los Cachiros”, que iniciaron su biografía delictiva como cuatreros.
Pero el error principal vino de Washington, que descontento con la brutalidad de los militares hondureños, cortó de súbito los programas de cooperación con el país centroamericano en materia de drogas, dejando temporalmente a Honduras en manos de los narcos propios y ajenos.
El Cartel de los soles y los narcos colombianos como el negro Viáfara Mina, un ex carnicero de Cali hoy preso en USA, diseñaron una ruta área que sale de Venezuela hacia República Dominicana, según el plan de vuelo, pero que gira a la izquierda a la altura del Paralelo 15 para volar recto hacia Honduras, sobrevolando su frontera con Nicaragua y lejos del alcance de los radares de la DEA instalados en Colombia, bajo el manto del ejército local.
Quizá la CIA ni la DEA pudieron descubrir a tiempo el impacto que tendría el vigor bolivariano en el narcotráfico regional, pues pusieron el acento en los narcos mexicanos, receptores de la cocaína de colombianos, desde que la caída de Pablo Escobar anuló la entonces ruta del Caribe, donde Carlos Lehder compró una isla de Bahamas y policías cubanos fueron convertidos en ladrones.
Maduro es un rehén de los narcos, principalmente del Clan de los soles y de los delincuentes que controlan la distribución de alimentos y medicinas en barrios y cárceles de Venezuela, pero también se ha convertido en un factor de desestabilización regional, que ha encendido las alarmas en Washington, pendientes de otros desafíos como el terrorismo islamista y las guerras comerciales con China y Europa.
En todo esta ecuación, Cuba podría actuar como factor de moderación con Caracas, pero obligada a un delicado equilibrio por sus acuerdos de cooperación con la Casa Blanca en materia de tráfico de drogas, porque el supuesto jefe del Cartel de los soles, Diosdado Cabello, es el más anticastrista de los jerarcas bolivarianos, y porque perder el petróleo venezolano podría provocar un estallido de descontento popular en la isla, donde se vive un forcejeo solapado entre gobierno y ciudadanos, que cada vez callan y otorgan menos.
Hasta el momento, USA ni ningún organismo internacional han vinculado a La Habana con el Cartel de los soles ni con el tráfico de estupefacientes en la región, aunque Trump ha anunciado mayores sanciones económicas a Cuba por su influencia político-militar en Nicaragua y Venezuela.
Pero La Habana y Washington saben que ni siquiera una derrota electoral del tardochavismo alteraría el estatus quo del narcotráfico venezolano, repartido en toda la estructura estatal y geográfica de Venezuela, que comienza a ser un dolor de cabeza para la región, que corre el riesgo de multiplicar sus estados fallidos por la pujanza de los mercaderes de cocaína, con un poder demoledor sobre gobiernos y estados.
Y esta ecuación, paradójicamente, abre un escenario inédito para que La Habana y Washington mediten colaborar en materia tan delicada, pero con ventajas notables para cada parte que podrían negociar desde la entrega de datos de inteligencia hasta la cabeza de Cabello, favor que endeudaría para siempre a Maduro con Raúl Castro y los cincuentones, y la Casa Blanca solo tendría que –una vez pasada las legislativas- rescatar el embullo Obama.
La política hace extraños compañeros de cama, y Trump no es un político al uso; pero si Venezuela –con la influencia de Cuba- dejara de ser un factor de desestabilización regional creciente, nadie reprocharía al republicano un gesto hacia La Habana, obligada a tender puentes porque su economía ruinosa sigue dando tumbos, como los cubanos.
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