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El personaje no es un dechado de virtudes. Cabe admitirlo de entrada con la misma franqueza conque él admite que es un drogadicto y con la misma franqueza perversa conque confiesa, en su página de Facebook, que fue amante homosexual de su propio padrastro durante más de una década. Sí, lector, entendiste bien: amante del esposo de su madre.
Se llama Orlando Pazo Toro y ha saltado al vacío o a la fama, nadie sabe con exactitud a cuál de los dos, luego de colgar un video en las redes sociales donde, groso modo, dice que odia a Miami, a Estados Unidos, a la policía de Estados Unidos, muestra que vive en la indigencia y grita a los cuatro vientos su deseo de regresarse a Cuba apenas pueda. Luego ha sacado al co-estrellato a otro amigo que dice querer regresarse a Cuba también.
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Hasta ahí todo bien. O mal. Hay una mugre atmosférica que rodea a su video, un hálito desagradable de verdad, y creo que Orlando lo sabe y lo explota: no busca caer bien o generar simpatías. Le basta con desahogarse, y vaya si lo ha hecho.
Mi problema no es con Orlando, ni con los 21 gramos de marihuana por los que fue detenido y que le impiden ser residente americano. Él ya tiene su castigo. Lo que muestra en el video alcanza y sobra para entender de qué va su vida no envidiable.
Mi problema, si alguno tuviera yo con este episodio, va más hacia la virulencia conque este hombre ha recibido ataques por decir a viva voz que no le gusta lo que ha encontrado en Miami. Con el catálogo de ofensas recopiladas en su contra podría amueblarse cualquier biblioteca recién fundada. Hasta amenazas de muerte ha recibido, según cuenta.
Todo, porque no ama a Miami.
Es un rasgo sorprendentemente común entre el par de millones de cubanos desperdigados por estas tierras anglófonas y por tradición acogedoras -aunque ya no tanto. Este es: inflamarse como pólvora loca cuando alguien toma su propia vida como ejemplo y concluye que no, que Miami no le gusta, que Estados Unidos no le gusta, que la policía y las reglas y los deberes americanos no le gustan, y que por tanto sueña con regresarse a casita cubana.
Da lo mismo si es este personaje desconocido y difícilmente simpático, si es un médico que optó por repatriarse o un Médico de la Salsa. Da igual si es un masajista deportivo o Isaac Delgado. Quién es, en este caso es lo de menos. Lo de más es que cometió el nefasto pecado de querer volverse a casa, sea temporal o permanentemente. Y eso en Miami, a donde huyó un pueblo en busca de pluralidad y tolerancia, resulta intolerable.
Pareciera que los cubanos de este lado de la orilla necesitan validar cada día su decisión de emigrar. Es una inclinación humana pero inmadura. Da penilla ajena. Suena a hincha de un equipo de fútbol que defiende hasta lo irracional a ese equipo que alguna vez decidió apoyar, porque antes que una defensa deportiva le va en ello una defensa de su autoestima y su acierto en la elección.
Con la emigración de los cubanos de Miami la cosa pareciera similar. Los ataques contra quienes admiten una holgazanería incompatible con la vida dura de “La Llama” –“qué va, hay que trabajar mucho, esto no es vida”- se me antojan defensas a la elección individual. Algo así como “Eso sí es bueno, porque lo elegí yo”.
Es patético.
La emigración jamás fue feliz. Cuando las tribus cavernícolas debían mudarse de paraje en busca de mejores frutas o mamuts, sufrían el desconcierto frente a lo desconocido. Los guerreros cazadores tardaban días en sentirse de ánimos para salir a desafiar fieras.
La emigración forzosa jamás fue feliz. Tener que irse de casa y de barrio y de pueblo para huir de la violencia, o del hambre, o de la asfixia gubernamental, o porque simplemente en el país de enfrente parece que se vive mejor, nunca fue una decisión alegre. Fue más bien desesperada o, cuando menos, arriesgada.
Y en consecuencia adaptarse a nuevas reglas del juego es cosa de mérito. No es baladí. Insertarse en una sociedad diferente cuesta, y a unos más que a otros.
Que el parlanchín Orlando Pazo Toro diga que se muere por regresar a su isla bella, que odia a Miami, es una rendición. No pudo. O no supo. O no quiso. Y en cualquier caso Miami no es perlita dorada para caer bien a cualquier emigrante. Mejor no nos desviemos contando aquí ahora los índices de desempleo, falta de oportunidades, salarios precarios, rentas estratosféricas, calidad de vida objetiva en la bellísima ciudad del sol. Daría qué pensar la confesión de Orlando Pazo Toro.
Como él, hay cientos o miles para los cuales América no fue hecha. No les queda. Necesitan otras cosas que acá no abundan. Tiempo, digamos: tiempo para socializar, para amigos, para dominó, para fornicar. O calles y barrios y parques y vida urbana más allá de expressways interminables que conectan asentamientos urbanos. O aroma para crear: ese aliento peculiar, envejecido, sucio pero hermoso, que emana de La Habana, de Santiago de Cuba, de Trinidad, sin los cuales un músico o un actor o un pintor pierden demasiada materia de inspiración.
O simplemente prefieren el invento diario a los supermercados siempre abiertos y abastecidos. Existe el derecho a preferir el Mercado de Cuatro Caminos al Publix, estimado lector: hay de todo en la viña del Señor. Existe el humanísimo derecho a querer vivir sin derechos, también.
Pero Miami va apretando demasiados gaznates por estos días, y no solo a Orlando Pazo Toro. Hablo de actores cubanos de carreras extraordinarias oficiando de hazmerreíres en programitas de quinta, o transportando pasajeros en sus autos gracias a una aplicación de teléfono. Hablo de músicos de talento probado cantando en baretos de mala vida y peor muerte a cambio de billetes bajos, espejitos de colores. No, no es fácil.
No todos son holgazanes o ladrones o vendedores de leche en polvo o conversadores de todo un día en un parque de provincia. Los hay demasiado estudiados, profesionales, intelectuales, para los que Miami va siendo hostil y cerrera como una parcela que abrió sus brazos felices a seis generaciones necesitadas, pero que por estos días cada vez les quiere menos. Y se ve. No lo oculta.
Las cifras de repatriación son infladas, qué duda cabe. De las 25 mil 176 personas que refiere la Oficina Nacional de Estadísticas e Información (ONEI) como repatriados entre 2016 y 2017, me atrevo a aventurar que solo un porciento estrecho se ha regresado a vivir en la isla de verdad. El resto se regresa apenas el derecho de cubanía al bolsillo, y si puede lucra y salva unos ahorritos.
Pero un porciento, cualquiera que sea, de 25 mil personas en solo dos años es una muestra innegable: los tiempos en que emigrarse a Miami equivalía a prosperidad, a mejora, a salto en calidad de vida, han ido palideciendo con los años. No alcanza con querer trabajar o poner ganas y talentos sobre la mesa. A veces simplemente no alcanza, y querer negarlo es de obtuso.
Que el inadaptado Orlando Pazo Toro se vuelva a Holguín con los $11 mil que dice atesorar en Wells Fargo. Desde Kendall, mi barrio de emigrado convencido, yo no le desearé buenaventura o malaventura, solo que sea cual sea su decisión la tome rápido. Es lo mejor para la búsqueda de felicidad individual.
Pero que nadie olvide el carácter dúctil y reversible de las decisiones. Y que no todos los hombros sirven para todos los puertos. Y que Miami es cada vez menos country for old men o, incluso, para working men. Que se vayan de Miami todos los que quieran, pero que Miami se nos regrese al resto, los que nos quedamos. Las pujantes comunidades cubanas de Houston (Texas), Louisville (Kentucky) o Indianapolis (Indiana) nos mandan un mensaje evidente e insisten en que no lo olvidemos.
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