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Cada cual entiende el fútbol –y el Mundial- como le viene en ganas. Es un derecho que nos asiste a todos. Esta columna sintetiza mis impresiones de cada jornada en la fiesta mayor del deporte más hermoso del mundo.
La jornada
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Una vez que Inglaterra quedó sin opciones finalistas tras caer ante Croacia, el gran Alan Shearer llovió sobre mojado en su cuenta de Twitter: “El partido por el tercer y cuarto puesto es una estupidez -escribió. Lo último que quieren los jugadores”.
Yo discrepo. De antaño se ha dicho que es el juego que nadie quiere jugar, que debiera dejar de realizarse, que esto y que lo otro. Y aunque es obvio que no se trata del encuentro soñado por ninguno de los participantes, estoy casi seguro que no hay un solo desafío que se desarrolle por caminos más abiertos y atractivos.
¿Recuerda aquel cachumbambé en el marcador entre uruguayos y alemanes por el tercer peldaño de Sudáfrica 2010? ¿Se le olvidó el combate sostenido por Italia e Inglaterra en el Mondiale de 1990? ¿Qué me dice de la pulseada de seis dianas entre galos y belgas en México, año 86?
El punto es que se trata de un encuentro con garantía de goles y entusiasmo, pocas faltas y riendas sueltas a la imaginación. Es, digamos, el tributo supremo que le ofrece el fútbol de hoy al fútbol de unas décadas atrás. No hay presión. No hay temor a perder. Manda la alegría.
Lo que ocurre, verdad, es que los jugadores suelen llegar golpeados en lo anímico, recién destrozados sus sueños de discutir la gloria. Pero entonces es que sale a relucir la mano (quiero decir, la mente) de los entrenadores.
A Gareth Southgate y Roberto Martínez les tocó la misión de devolver las ganas a sus hombres, y aunque fuera imposible conseguirlo totalmente, sí lograron que Pross y Diablos Rojos regalaran un espectáculo demostrativo de sus virtudes para el juego.
Y así debía ser. A fin de cuentas, la joven generación inglesa quería continuar remozando una imagen progresivamente devaluada desde el triunfo ante Alemania Federal en el 66, y los talentosos elementos de Bélgica tenían en la mira concretar la mejor actuación histórica de su país en citas ecuménicas. Ninguno de los dos recibiría consuelo pleno para el fracaso semifinalista, pero ganar le sentaría bien a su autoestima.
Al final, Bélgica se levantó una estatua en bronce recostada a su habilidad para contragolpear, la capacidad asistidora de De Bruyne y los aciertos goleadores de Meunier y Hazard. Era el capítulo más bello en la biografía de los Diablos. Un momento que su fanaticada no dejará de evocar nunca, aunque pasen los años y caigan, implacables, las nieves del tiempo.
El gol
Thomas Meunier, un excelente jugador, encontró recompensa para su magnífico torneo.
El equipo
En todo el Mundial, así lo creo, nadie estaba más capacitado para generar fútbol que esta Bélgica.
La individualidad
Kevin de Bruyne volvió a alardear de visión y rapidez de pensamiento.
El fiasco
Otra vez Harry Kane tuvo un paso anecdótico por el terreno.
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