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Hace hoy una semana exacta el Presidente Ejecutivo de Google se sentó a la mesa con Miguel Díaz-Canel en La Habana y, “coincidentemente”, hace hoy también una semana que CiberCuba estuvo desbloqueada en la isla.
Era la segunda visita a Cuba del hombre que dirige a la compañía más poderosa de internet, pero la primera en que dialogaba oficialmente con el presidente del país. En 2014 a Erick Schmidt lo pasearon por la Universidad de las Ciencias Informáticas, visitó a Yoani Sánchez en su apartamento-redacción de “14yMedio”, y poco más.
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Esta vez el encuentro, efectuado junto al senador republicano Jeff Flake y otros diplomáticos estadounidenses y ejecutivos de Google, tuvo un carácter cercano a la visita de Estado: Cuba puso en la mesa a su recién nombrado presidente y a los máximos titulares de su cancillería para Estados Unidos.
Una semana después, poco o nada se sabe del objetivo de esta conversación. La nebulosa en torno a los planes y políticas de Google hacia Cuba crece al mismo ritmo que el malestar de un sector de la ciber-comunidad internacional por la neblina de la compañía en el delicado caso de la isla socialista.
Nuestra página CiberCuba se mantiene bloqueada de forma permanente en la isla. Para consultarnos, los internautas cubanos deben surfear mediante buscadores que ocultan las direcciones a los proxys cubanos, poniendo en ello un inadmisible riesgo personal si lo hacen desde sus cuentas de Nauta o, peor aún, profesional, en caso de hacerlo a través de alguna conexión estatal de un centro de trabajo.
Como burla y confirmación de la pantomima que suele poner en práctica el gobierno cubano ante altas visitas foráneas, poco antes y durante la estadía de Erick Schmidt en la capital CiberCuba fue totalmente desbloqueado. No había manera de probarle al ejecutivo de Google allí, in situ, que Cuba censuraba a decenas de medios informativos en el internet que consumen sus nacionales, incluidos nosotros.
De vuelta a Estados Unidos Schmidt, de vuelta el cerrojo para CiberCuba, y ahora con más fiereza que nunca: no se accede ni siquiera a través de los habituales métodos escapistas que se emplean para la red desde Cuba.
La pregunta, por ingenua que parezca, debe ser: ¿No sabe Google que el gobierno de Cuba funciona de esta manera? En efecto, podría ser un cuestionamiento de risa si de él no dependiera la libertad informativa de todo un país.
Google no sabe empíricamente que Cuba censura el contenido de internet. Google lo sabe de manera fáctica. Google lo ve en sus servidores. Si hubiera que mencionar hoy una compañía que define la maravilla tecnológica que es internet, solo una, la cara e imagen del concepto internet, esa compañía sería Google: por alcance, poder, eficiencia y apuesta internacional por la democratización de la web.
Google no puede, otra vez, mirar hacia un costado del malecón, hacia el libertario y oxigenante mar, cuando en el otro costado está la realidad: un país en ruinas arquitectónicas y ruinas tecnológicas por culpa de una dictadura entronizada y de cierta forma sostenida por algunos lamentables silencios del mundo democrático.
Cuando en 2016 Google aceptó que su primer centro tecnológico en Cuba estuviera patrocinado, dirigido y diseñado por el artista Alexis Leyva “Kcho”, tácitamente estaba legitimando el filtro ideológico que le impregna el aparato cubano a todo lo que rodea la libre información en internet. La contraseña para conectarse a internet desde el taller “Google + Kcho.Mor”, era abajoelbloqueo. Ese password era el que se tecleaba en las 14 Chromebook que el buscador había donado al estudio de Romerillo. Abajo el bloqueo.
No existe el beneficio de la duda esta vez: cuando los ejecutivos de Google aceptaron que fuera Kcho el que dirigiera la conectividad a internet con el logo Google detrás, daba un bofetón grosero a quienes identifican ineludiblemente a esta compañía, como a Facebook, Amazon, Netflix o Apple, con la libertad de expresión e información.
Dos años después, con Kcho procesado por prácticas turbias y su centro tecnológico deshabilitado, Google regresa a Cuba sin pronunciarse de manera pública o transparente sobre sus objetivos para los cubanos.
Hay dos caminos, al menos.
El primero es impulsar una inversión tecnológica sin sazonarla con ingredientes ideológicos. O sea: empujar al gobierno del todavía meditabundo Miguel Díaz-Canel hacia un desarrollo de infraestructuras que permitan acabar de llevar el internet hasta las casas cubanas, pero a sabiendas de que la censura, el filtro y la ciber-persecución serán prácticas estándares en esa internet pensada por Google pero implementada por el Partido Comunista de Cuba.
El segundo, el más espinoso pero más honorable, sería el de negociar una inversión a gran escala en Cuba pero bajo el presupuesto de que para Google resultará inadmisible el bloqueo cubano, el interno, el que no lleva pancartas en las calles de todo el país: el bloqueo a la libertad de consumo en internet.
¿Nadie le ha contado hasta hoy a Erick Schmidt que durante su visita Cuba descaradamente desbloqueó a páginas permanentemente bloqueadas, en clara y desfachatada aceptación del delito moral que comete diariamente el gobierno del hombre con el que él mismo se sentó afablemente a conversar?
¿El empresario que dirige Google no usó su propio buscador para encontrar las instrucciones videograbadas de Miguel Díaz-Canel a cuadros del partido, detallando la censura a medios independientes, blogs y páginas de Facebook consideradas enemigas para la ideología comunista?
Cuando se trata de internet, no existe manera de ser juez y parte en el caso cubano.
La compañía más poderosa del mundo cibernético necesita posicionarse a un lado o al otro de la barrera democrática. No es posible defender desde Silicon Valley el acceso a la información como un derecho inalienable para el humano del siglo XXI, y negociar con los mandamases cubanos una internet infectada por ciberpolicías que tienen todo el poder lo mismo para cortar el acceso a lo que no les conviene, que para emplear esa misma internet como arma represiva y de descrédito contra sus adversarios políticos domésticos.
Con Cuba, Google tiene algo más que un dilema tecnológico. Es un dilema moral que no desaparece con solo desviar la mirada hacia el costado del malecón donde está el libertario y oxigenante mar.
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