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Después de hasta diez horas de vuelo, nada como llegar al aeropuerto de La Habana para perder la ganas de regresar a Cuba. En verano, el vaho caliente de las instalaciones aeroportuarias remiten a pensar en la lava ardiente. En invierno, en el frío polar. Pero lo peor no es ni siquiera la demora de cerca de una hora para que salgan las maletas. Lo peor viene después en Aduanas, cuando un empleado revisa prenda por prenda lo que llevas en tu equipaje. Lo pesan con cara de "no quiero que se me escape ni un gramo". Como si en eso les fuera la vida. O el empleo.
Este año, el aeropuerto de La Habana ha registrado un incremento de pasajeros. Cubadebate habla de 4 millones de viajeros, que volaron en 50 compañías. En 2016, según Cubanet, se batieron todos los récords. Pero ni siquiera las buenas cifras han animado a la compañía a limpiar el basurero espontáneo que florece junto al parqueo de la Terminal 3 ni a darle un poco más de vida a la cafetería, ese antro que encajaría perfectamente en cualquier aeródromo del cuerno de África. Huele más que a pobreza, a desidia.
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De las seis escaleras mecánicas, sólo funcionan tres. De los diez elevadores sólo dos prestan servicio. En los aseos se echa de menos una limpieza a fondo, gel para lavarse las manos y lo más importante: que haya agua.
Aunque Granma publicó el año pasado que Ecasa, la empresa estatal que se encarga de la gestión del aeropuerto, adjudicaría la ampliación del aeródromo a empresas francesas, no ha vuelto a hablarse del asunto.
Una trabajadora del aeropuerto asegura que la dirección tiene conocimiento de lo que está pasando. El descontento entre la plantilla es cada vez más creciente. Algunos se quejan de perder los 20 CUC de estímulo mensual sólo por aceptar un libro de regalo de un turista. También critican el pan con mortadella y el refresco de mermelada que les dan a diario como merienda.
No obstante, tras el paso del huracán Irma, el Gobierno dejó claro que el sector turístico es su prioridad.
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