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Ahora mismo un solitario, mórbido, meditabundo sujeto de alguna parte de Estados Unidos atiende disciplinado a los reportes televisivos sobre la masacre de Las Vegas, sin pestañear.
No quiere perderse un detalle de lo ocurrido el domingo en la capital del pecado, cuando un parásito enloquecido disparó ráfagas de su rifle de guerra contra 22 mil personas, en la peor matanza doméstica de la historia americana.
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La peor hasta que nuestro televidente cometa la suya.
En este preciso segundo, mientras nosotros nos persignamos y pedimos a dioses sordos que nos cuiden a los nuestros, mientras las historias de heroicidades, solidaridades, amores por desconocidos y víctimas hermosas inundan las pantallas, el próximo lobo solitario planea su carnicería. Ha recibido instrucciones para matar y sin pedirlas.
"¡Cómo no pensé en eso!”, se dirá, abochornado. Era demasiado genial, pensará: un piso 32 del majestuoso Mandalay Bay, a cuyos pies dos decenas de miles de personas ofrecerían sus cabezas, sus hombros, sus carnes y huesos para practicar el macabro tiro al blanco.
Ahora, mientras nosotros intentamos entender, asimilar la magnitud de la matanza, el próximo Stephen Paddock, el próximo Adam Lanza, el próximo James Holmes, estará maravillado con el alcance de un rifle automático, de guerra, como el que empleó el carnicero de Las Vegas y, sobre todo, estará deslumbrado con el resultado: casi 60 muertos (hasta este instante), 515 heridos. Una orgía de carne y huesos.
Yo no quisiera pensar en esto.
Yo quisiera marcarme un ciber-avestruz, guardar mi cabeza bajo las historias de aliento y de supervivientes dignos, pero no puedo. Y no puedo porque mientras una avalancha de cartelitos patéticos piden ahora mismo en Facebook “Pray for Las Vegas”, la próxima carnicería está tomando forma en el cerebro de otro parásito atormentado, acomplejado. Y yo no sé dónde eso va a pasar.
Y mientras, vuelve el debate estéril como un mantra burlesco a quien nadie hace ya caso: las armas, las jodidas armas de fuego en un país donde nadie quiere admitir que se salieron de control. De todo control.
Y te repiten, también como un mantra subnormal, que las armas no matan, que matan las gentes. Y te buscan los pretextos mas insólitos para justificar que allá afuera, ahora mismo, haya 90 armas por cada 100 estadounidenses. Para justificar que tengamos en las calles casi un tercio de las 875 millones de todo el planeta. Para justificar que el del domingo, en Las Vegas, sea el tiroteo masivo numero 273 en 275 días del 2017, según Gun Violence Archive. Y para justificar que la nación más poderosa del mundo, referente de democracia y de algunas de las mejores costumbres de nuestra especie, sea a la misma vez la recordista absoluta en matanzas por arma de fuego.
En este caso en particular, no hablamos siquiera de armas comunes. Hablamos de rifles. Veintitrés armas en el piso 32 de Mandalay, incluidos varios rifles. Pero tampoco rifles comunes. Eran rifles automáticos. De guerra. El tipo de rifle que causa destrucción masiva al poder disparar ráfagas diabólicas como las que empezó a sentir el público que asistía al concierto de Jason Aldean.
¿Armas ilegales, en Estados Unidos? Es un mito. Las armas automáticas, las que no requieren del dedito-a-dedito para disparar sus balas, solo requieren de un par de permisos extra: cualquiera las puede tener. Cualquiera como, por ejemplo, Stephen Paddock: un blanco, viejo y millonario que decidió despedirse de este mundo regando intestinos y huesos en un concierto de felicidad.
Y el NRA emitirá, si acaso, su nuevo comunicado podrido pidiendo rezar por las familias y recordando que las armas no matan, que matan los hombres, y el mismo Presidente que nos dijo como candidato que podía disparar a alguien en la 5ta Avenida y ni así perdería apoyo de sus votantes, salió ya con su discursito de mierda, hipócrita, hablando de dolor y de maldad.
Los votantes, en efecto, nada harán. Porque las armas están tan enquistadas en la conciencia estadounidense que no hay forma de entender lo obvio para el resto del planeta civilizado: ningún civil debería tener derecho a comprar rifles de asalto, granadas, ametralladoras. Ninguno.
Cuando los Founding Fathers hablaron en su genial pero caduca Constitución de “Una milicia organizada”, las armas llevaban la pólvora por un lado y la munición por otra. Tomaba media guerra disparar dos balas seguidas. Los padres fundadores jamás conocieron los drones. Y hablaron de milicia organizada. Organizada.
Pero los estadounidenses seguirán votando a favor de tener AR15 en sus casas, aunque en ello les vaya poner ellos mismos los muertos, los entierros, el dolor. No harán nada para detener este caos de proyectiles volando el país a todas horas, todos los días.
Quien sí hará es el lobo solitario que luego del eficaz acto de carnicería del domingo en Las Vegas, entendió que se puede entrar en los libros de historia matando, sin inventar nada, sin jugar algún deporte mejor que nadie. Solo basta con una multitud desprevenida, un punto alto, y un rifle automático con suficiente munición.
El conteo regresivo ha empezado antes de que yo termine esta oración.
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