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La casa de Rosa María se ha ido a pique, una de esas casas municipales, madera y agua en cubos y fogón de luz brillante, que no podría en ningún caso sobrevivir al latigazo de Irma. Un bolo de resignación triturado por los molares de la pobreza diaria.
En Punta Alegre, al norte de Ciego de Ávila, los árboles, los techos de tejas, los muros de cemento fueron arrancados de cuajo. El pueblo parece una habitación desordenada y sucia, como si en un descuido alguien hubiera dejado la ventana abierta y el viento circulante hubiese volteado los búcaros, tumbado los adornos de las repisas, echado al piso los retratos de la pared.
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Un huracán es justo eso: algo que, por más que te resguardes, siempre de algún modo te va a dejar a la intemperie. La casa cerrada sigue abierta.
Pasado el desastre, Rosa María sobrevive. Es menuda, el pelo corto de adolescente, un rostro parco infestado de pecas. Debe rondar los sesenta. Es decir, su cara es universal, no dice nada específico sobre nadie.
Alrededor, el panorama también es común a todas las islas del Caribe que padecieron Irma y a todos los pueblos que hayan padecido algún huracán alguna vez. La madera rota mezclada con el fango, con el agua sucia, con los cartones húmedos y con todo lo que ya es desecho y abandono y desolación.
Esta mujer tiene frío, se ve por cómo se tapa. No un frío de invierno, sino el frío de huracán, que es el que empieza ahora, con el ciclón ya casi disuelto, y que no se sabe cuándo va a terminar, si es que termina. El frío de, muy probablemente, no tener casa nunca más. No hay abrigo que tape eso. Vivir a menos tres grados en un país del Caribe.
Si no tuviéramos ningún dato, quién tomó la foto, cuándo la tomó, dónde la tomó, el contador eléctrico en la fachada podría indicarnos con bastante fidelidad cuál es el país de Rosa María. Pero lo que dice, sin rodeos, que estamos en Cuba, es la bandera americana.
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