¿Qué puede el sol contra un pueblo tan triste?

Desde afuera, se supone que los cubanos somos una raza dispuesta lo mismo a la recholata que a la solidaridad: una nación tan corpórea como cordial, tan bárbara como bondadosa, tan déspota como provinciana.

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Este artículo es de hace 7 años

El poeta cubano Virgilio Piñera lo dijo mejor que nadie por todos nosotros, tan temprano como en 1942, en plena democracia cubana: ¿Qué puede el sol contra un pueblo tan triste?

En efecto, el pueblo cubano ha sido encasillado, sobre todo por los visitantes extranjeros, como un pueblo solar. Es decir, como una nación de puertas y corazones abiertos, sin sombras siniestras y sin tabúes más o menos nocturnos. Desde afuera, se supone que los cubanos somos una raza dispuesta lo mismo a la recholata que a la solidaridad: una nación tan corpórea como cordial, tan bárbara como bondadosa, tan déspota como provinciana.


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Y así, hasta los propios cubanos hemos terminado creyendo a ciegas en los estereotipos de lo cubano. Lo cubano es esto, lo cubano es lo otro. Lo cubano para aquí, lo cubano para allá. Lo cubano es así, lo cubano es asao.

Es cierto que en Cuba las carcajadas rebotan a ras de la calle. Es cierto que no tenemos casi privacidad ni vida interior, pues nuestro mejor hogar es el barrio. Y es cierto, que al irnos de Cuba, semejante carencia nos va calcinando el alma hasta vaciarla de afectos. Terminamos siendo un manojo de minusválidos más allá de la nostalgia y del Síndrome de Estocolmo. De manera que, al salir de Cuba, lo que ganamos en derechos civiles lo perdemos en humanidad. Alejarnos no consigue sino amargarnos.

Al salir de Cuba, lo que ganamos en derechos civiles lo perdemos en humanidad. Alejarnos no consigue sino amargarnos

Pero el verso de Virgilio Piñera, extraído de su poema La isla en peso, en su contexto se refiere a que el exceso de luz es sin duda una especie de tortura: nos ciega, nos torna insomnes y un poco insolentes, y a la postre nos desquicia, nos enloquece.

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Tal como el lenguaje depende del silencio para no perder su plena significación, la luz depende de la oscuridad para poder ser apreciada del todo. Y es en medio de ese carnaval luminoso donde el individuo en Cuba parece perder hasta el más recóndito de sus espacios. Es en medio de esa apoteosis de lo colectivo donde el cubano, sabiéndolo o no, se queda más solitario que nunca.

Es en medio de esa apoteosis de lo colectivo donde el cubano, sabiéndolo o no, se queda más solitario que nunca

De manera que, al no tener cómo escondernos del otro, al no saber cómo esquivar a ese cubaneo constante que nos rodea al punto de la claustrofobia, al no poder sustraernos de la masa ni por un momento, los cubanos jamás llegamos a ser adultos del todo.

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Por eso nos infantilizamos en tanto ciudadanos. Y por eso aplaudimos al Estado paternalista que a ratos nos malcría con sus sutilezas socialistas y a ratos nos castiga con su furia feudal. Los cubanos tenemos, pues, el privilegio de contar en Cuba con lo peor de los dos modelos que han destruido al mundo.

Al no poder sustraernos de la masa ni por un momento, los cubanos jamás llegamos a ser adultos del todo

En este sentido, nuestra idiosincrasia es exquisitamente esquizofrénica: antes y después de Castro, toda cubanidad es bipolar. Diríase que estamos irremediablemente condenados a desconocemos a nosotros mismos en tanto personas y en tanto pueblo.

Sin embargo, el verso de Virgilio Piñera no critica a nuestra hipocresía, muy a pesar de nuestros estereotipos solares del siglo XX. Todo lo contrario, el poeta se comporta más que misericordioso con la Isla que tanto amó y que en cambio a él tanto lo reprimió. Piñera nos está hablando de la tristeza a plena luz del día. Que es como invocar el frío primigenio de Julián de Casal, otro de nuestros grandes poetas pero del siglo XIX. Piñera nos está hablando de una tristeza innata, inmanente. Que es como negar toda nuestra guasa y nuestra grosería de boca para afuera, para por fin reconocer que, a pesar de ser un pueblo recién nacido, también somos un pueblo crepuscular: una nación que nació demasiado tarde, acaso cuando ya nadie se la esperaba. Una nación que ahora, tras medio siglo de dictadura comunista disfrazada de fe en Fidel, ha perdido para siempre hasta su más estéril esperanza en la felicidad.

Nada podrá entonces el sol contra un pueblo tan traumatizado como el cubano, en medio de nuestra fiesta funeraria del sálvese-quien-pueda y el tiempla-tiempla-que-la-vida-es-mierda y el último-que-apague-El-Morro. La luz misma es la fuente fértil de nuestra ligereza. Nada podrá tampoco un socialismo sin Castros a la hora de recuperar el sentido de una nueva narrativa nacional: léase, de un destino o al menos de cierta ilusión de futuridad. Y, por supuesto, nada podrá conseguir ese capitalismo a la cubana (y sin capitalistas cubanos) con que hoy intenta despedirse de nosotros la Revolución.

Del sol a la soledad, del totalitarismo a la decadencia, de la poesía a la política: ¿qué puede un pueblo contra un pueblo tan triste?

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Orlando Luis Pardo Lazo

Escritor y bloguero de La Habana. Actualmente realiza un doctorado en Literatura en Saint Louis, Missouri, EUA.


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