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Denunciar un crimen de Estado es, también, una manera de olvidar sus detalles. Es decir, una manera de enterrar todo lo terrible del crimen: todo lo intolerable para nuestra conciencia en tanto contemporáneos.
El domingo 22 de Julio de 2012 el líder de la oposición cubana Oswaldo Payá estaba vivo. A una hora y en un lugar no del todo definidos en el Oriente cubano, su carro Hyundai de alquiler fue interceptado, sin ningún tipo de accidente automovilístico, por un comando de élite de la Seguridad del Estado castrista: el G-2 adscrito al Ministerio del Interior.
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Los agentes de la muerte viajaban en varios Ladas y en al menos un van blanco, de puertas corredizas. Medio minuto o media hora después del asalto, los oficiales ya lo habían asesinado a sangre fría, después de llevarse del sitio del atentado a los extranjeros Jens Aron Modig (sueco) y Ángel Carromero (español), siendo este último quien manejaba el Hyundai. También se llevaron a la fuerza al joven cubano Harold Cepero, golpeándolo hasta provocarle fracturas de huesos y un estado de semi-inconsciencia. De manera que a Oswaldo Payá lo asesinaron sin ningún testigo que no fuera militar: lo mataron como a un animal entre una manada de profesionales a sueldo del Estado cubano.
Así que ya nunca sabremos los detalles de este crimen de lesa humanidad. Por lo que ahora estamos cruelmente condenados a imaginar esa escena terrible a perpetuidad. De ahí, tal vez, el hecho de que ningún cubano se atreva a pensar en ese momento mortífero de nuestra historia nacional. Ni sus amigos ni familiares. Ni sus colegas. Ni los disidentes de la supuesta sociedad civil. Ni los periodistas independientes de, por ejemplo, 14 y Medio, Cubanet o Diario de Cuba. Ni ningún intelectual cubano o internacional. Somos, por conveniencia, un país perverso a falta de imaginación.
Porque ocurre que una ejecución extrajudicial como la de Oswaldo Payá es, para la cobardía cómplice de los cubanos, lo que nadie se atreve ni a imaginarse. Lo que nadie se atreve ni a pronunciar. Lo que nos paraliza el alma y la voluntad. De ahí el silencio asesino de nuestra nación. Saber nos asusta. En tanto pueblo, somos apenas una partida de fugitivos de la verdad: nos refugiamos ridículamente en la ignorancia.
De Yoani Sánchez a Leonardo Padura. De Wendy Guerra a Pablo Milanés. De Pedro Juan Gutiérrez a Tania Bruguera. Narrar una muerte a manos del Estado cubano nos enmudece. En el fondo, no creemos que los Castros sean capaces de tanto. Casi que queremos un poco a los Castros por puro cansancio, por comparación con nuestro contexto centroamericano más que criminal. Y así fue cómo la miseria nos fue haciendo miserables.
Sé sincero. Dime si toleras responderte una sola de estas preguntas. O si puedes al menos preguntártela en la soledad o cinismo de tu simulacro existencial:
¿Sus verdugos le hablaron a Oswaldo Payá antes de matarlo? ¿Le gritaron, lo ofendieron? ¿Le dijeron: maricón, te lo advertimos mil veces pero quisiste hacerte el más cojonú que nadie? ¿Le leyeron su sentencia de muerte extrajudicial? ¿Intentaron que implorara por su vida, que se humillara ante ellos, que pidiera perdón a la Revolución? ¿Lo chantajearon con que también iban a matarle a sus hijos y a su mujer? ¿Le dijeron: dale, reza ahora a tu dios de mierda a ver si te viene a salvar? ¿Cómo sobrevino el golpe fatal: por estrangulamiento, quizá? ¿Estaba presente en la escena algún miembro de la familia Castro o tal vez Raúl Castro Ruz en persona? ¿Filmaron la ejecución para mostrársela después a Fidel? ¿Fue un ciudadano cubano su verdugo principal? ¿Qué edad tenía? ¿Todavía vive en Cuba ese hombre que mató con sus manos a Oswaldo Payá o, a su vez, ya lo asesinaron para no arriesgarse a un testimonio en un futuro remoto? ¿Es el asesino de Oswaldo Payá uno de los agentes que persiguen de cerca a su hija Rosa María Payá, cada vez que ella intenta moverse por cualquier parte de la Isla? ¿Se acobardó Oswaldo Payá o murió como un mártir, como el hombre de virtudes que en vida fue? ¿Gritó de dolor? ¿Se le abrieron los esfínteres al morir: se orinó, se defecó? ¿Alguien rió, o tal vez alguien titubeó, entre los militares del Ministerio del Interior que ejecutaron la sentencia a pena capital ordenada por los hermanos Fidel y Raúl Castro Ruz?
Denunciar un crimen de Estado requiere coraje. Pero imaginarlo requiere compromiso con la verdad. Es en los detalles donde terminamos siendo verdugos o víctima: en esto no hay posiciones intermedias ni regodeos retóricos. En esto no cuentan los epitafios hipócritas ni las resoluciones tardías de las ONGs y los parlamentarios democráticos de medio mundo. Los detalles de lo que ocurrió el domingo 22 de Julio de 2012 en Cuba no admiten ningún tipo de duda o interpretación. Sólo en los detalles nos asomamos con pánico a la magnitud de esta debacle.
A ver, atrévete tú a pensar cómo fue la muerte de Oswaldo Payá en Cuba a manos de los Castro. Atrévete a concebir cómo un cuerpo vital de pronto es convertido en cadáver por tu propio vecino del barrio. Atrévete por medio minuto o por media hora, a ver qué ves.
Estoy seguro de que ni siquiera lo intentarás. De eso se trata el terror totalitario. De que tú y yo seamos ahora, de por vida, los más perversos exterminadores de Oswaldo Payá.
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