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Si Santiago de Cuba es la llamada «Capital del Caribe» –y razones tiene para serlo–, nunca esta expresión cobra mayor sentido que durante la Fiesta del Fuego, y especialmente con el Desfile de la Serpiente, cuando la ciudad parece hincharse de colores, música, bailes, cantos, vestuarios, tradiciones, plumas, disfraces… atavíos de toda índole circulan por la calle Aguilera cuando todo aquello que culturalmente nos identifica parece encontrar espacio este día más que en cualquier otro momento del año.
Junto al Desfile del Fuego y la tradicional quema del diablo, cuando se le dice adiós a todo lo malo y se anhela prosperidad personal y familiar, el enorme y primer pasacalle multicolor es una de las actividades más esperadas del programa: cientos de personas acuden a las arterias de la urbe para ver, de cerca, la cultura originaria de los pueblos del área y darse cuenta de que, aunque parecidos, también tenemos diferencias los unos con los otros.
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Los santiagueros dialogan con los artistas, devenidos símbolos culturales, les preguntan sus costumbres, el porqué de sus ropas, artilugios… se mezclan con ellos y a veces visten de una manera tan singular que hasta lo más ridículo parece «a tono», «folclórico» o «caribeño» y resulta imposible saber quién es quién: es como si de pronto la urbe se convirtiera en una enorme vitrina de exponentes vivos representativos de los países caribeños y de su acerbo inmaterial.
Santiago de Cuba nunca es más bello que en los días del Festival del Caribe y en especial con el Desfile de la Serpiente, aunque quizás solo le hace competencia los días de carnaval, pero eso es solo una apreciación personal.
El día del Desfile de la Serpiente es como si esa jornada le estuviera permitido mostrar todo aquello que nos hace ser personas del Caribe, el mismo sentimiento indescriptible que también se siente cuando el «Rumbón Mayor» trastoca la cotidianidad, o cuando suena la corneta china y pasa la conga, arengando y llamando a sus hijos a que se lancen a la calle y muestren ese ritmo que parece habitar, oculto hasta el tuétano, dentro del cuerpo: es puro calor, sabor, deseo de expresarse con el baile.
Es único el ambiente que se respira ese día cuando el corazón de la ciudad parece ser abandonado por el tránsito de los carros y motores –tan insoportablemente recurrente en algunos de los espacios citadinos–, y da paso a la enorme serpiente realmente multicolor, multicultural, polifónica… que con paso apretado discurre entre dos de los espacios públicos más importantes de la urbe: la Plaza de Marte y el Parque de Céspedes.
Casi irreal avanza la masa de cientos de personas, apretados en una estrecha vía citadina, portando y mostrando aquello que les enorgullece, los identifica, que más allá de convertirlos en «seres caribeños», también los coloca como parte de una nación: desde machetes, coloridos vestuarios, tonalidades que señalan a un argentino o un brasileño, por ejemplo, también frutas, alimentos, escudos, símbolos: aquí todo significa algo.
La enorme serpiente multicolor, afirman los investigadores, es sinónimo de filosofía del universo, de resistencia cultural de los pueblos del área y también de unidad. Yo prefiero verlo como la continuidad de una fiesta que ya va por su 37 edición y parece que nunca terminará.
Religiones se funden, las razas también, los idiomas no se sienten, las diferencias abandonan sus estrechos límites; el resultado final es fraternidad, amistad, una masa amorfa que pocos logran definir el inicio y el fin, salvo por el sonido que despliega.
Ese es el Desfile de la Serpiente, y también el Festival del Caribe.
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