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Cuba está de moda, y el turismo de celebrities, cruceros o aviones cargados de yumas desembarcando en la Isla, también. Pero sobre todo está de moda la tolerancia LGTBI, lo cual tiene fácil explicación: es un empeño personal y profesional de la directora del Centro Nacional de Educación Sexual de Cuba (CENESEX) que, oh, casualidad, a su vez es hija del presidente del Consejo de Estado y de Ministros y primer secretario del Partido Comunista de Cuba, Raúl Castro. Y es que en Cuba hace mucho tiempo está de moda que todos los derechos ciudadanos ―sexuales o de cualquier otro tipo― se cocinen en familia, sobre todo en una muy específica.
La moda del ‘mariconeo’ ya venía asomándose desde hacía tiempo en teleseries cubanas como Salir de noche, La otra cara, Aquí estamos, Bajo el mismo sol, El balcón de los helechos. Eso para no hablar del cine de ficción, donde el tema, no ya de la homosexualidad sino de su represión social, alcanza plena visibilidad con la mítica Fresa y Chocolate, a la que siguió una saga mucho más explícita aunque no más afortunada en términos estéticos: Chamaco, Verde verde, La partida, Vestido de novia, Fátima o el parque de la fraternidad y, la más reciente de todas, Viva; en la documentalística, tenemos obras de Lizette Vila como Y hembra es el alma mía y Sexualidad: un derecho a la vida.
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Pero resulta llamativo que con todas estas visibilidades sexuales, culturales y económicas propias del capitalismo más brutal, en Cuba continúe encerrado bajo las siete llaves del armario socialista un tema tan consustancial a esa realidad como la prostitución, y que solo es referido en algunos de los títulos cinematográficos recién mencionados.
La inquietud es legítima en tanto ‘la profesión más antigua’ llegó para quedarse y triunfar desde el ‘Período especial’; en tanto es un debate mundial de actualidad y una actividad a la que los economistas hasta le calculan su aporte a los PIB nacionales (en España se le estima un 0,35 %); en tanto en la nueva coyuntura social isleña se prevé que se refuerce y dispare a índices inimaginables, haciendo del turismo sexual una de sus bazas económicas más relevantes.
Hoy por hoy el debate en torno a la prostitución en Cuba resulta impostergable ante retos propios del aperturismo al exterior que pretende el gobierno cubano, imperativo y obligación sobre todo de la directora del CENESEX que, de momento, a paso de congas montadas en las calles del Vedado al estilo de cualquier marcha del orgullo gay del mundo, prefiere mirar a otro lado vendiendo una imagen de la sexualidad en Cuba publicitariamente amable, progresista, chévere y ‘gayfriendly’.
Tampoco podemos estancarnos en discusiones eternas sobre derechos de matrimonio igualitario, reasignación de sexo y adopción en una Asamblea Nacional que no acaba de traducir ninguna de esos temas ―y parece que tampoco tiene apuro― en derechos constantes y sonantes en la legislación cubana. Y es que da la impresión de que en realidad a ciertas instituciones no les interesa un debate interno y a cara descubierta que remueva ni agite ideas, sino mantener en reposo el status quo de un sistema donde aún anida una ideología de estado burguesa, beata, machista, racista, heterosexista, misógina y homófoba.
Y es que admitir sin tapujos la prostitución en Cuba y la incapacidad de las autoridades en impedirla es reconocer públicamente el fracaso de uno de los grandes ‘mitos’ revolucionarios: la construcción de la sociedad de un ‘hombre nuevo’, purificado de reminiscencias capitalistas como el comercio sexual.
Ese moralismo se constata en la inmovilidad legal, jurídica y científica desde el cual las propias instituciones estatales han percibido, tratado y proyectado a la ciudadanía la prostitución. Si bien no consta como franco delito, sí de conducta antisocial según el artículo 73, apartado 2, del Código Penal, que puede conllevar a medidas de seguridad, entre uno y cuatro años de internamiento en un centro de trabajo especializado o de estudio del Ministerio del Interior. Por ejemplo, las relaciones homosexuales no son penalizadas desde 1979 mientras sean ‘privadas’ y ‘no comerciales’ entre personas adultas.
La tónica general del tratamiento a la prostitución por parte de autoridades e instituciones del estado cubano descansa en el supuesto moralista y utópico que considera a esta una actividad repudiable y erradicable, que degrada y enajena a los implicados en ella. Pero la permanente estigmatización y condena desde controles sociales (leyes, regulaciones y voluntad política) excesivamente represores pueden provocar el efecto totalmente opuesto.
Las autoridades y legislaciones de la Isla van un paso por detrás de la propia sociedad cubana, que desde hace mucho no percibe la prostitución como algo negativo, sino a veces como todo lo contrario, como un signo de sobrevivencia, lucha y estatus en medio de una crisis donde los ciudadanos se sienten abandonados a su suerte por las instituciones que precisamente deberían salvaguardarlos de circunstancias que los arrastre a prostituirse como medio de subsistencia.
Las jineteras y pingueros lo son, no porque les guste, sino porque no disponen de otros recursos que les proporcione lo básico para vivir o cubrir sus expectativas vitales: vestir a la moda, disponer de artefactos tecnológicos, vivienda digna, viajar, acceso a la divisa, comprar en supermercados productos de la canasta básica, relacionarse con personas de otros países y conocer otras realidades diferentes a las de la isla.
El debate sobre la prostitución en Cuba es un melón que toca abrir y airear públicamente. Ya no vale más barrerlo debajo de la alfombra como si no estuviera ni se le esperara.
En ese debate público deben figurar incluso las posturas a favor de su legalización: criminalizarla y sancionarla penalmente, además de inútil, expone a los que la ejercen a una clandestinidad e indefensión por causa de discriminación y abusos de poder por parte de los mismos aparatos que la persiguen (no es momento de contar aquí como los ‘palestinos’ sobornan a la policía de la Habana para dejarles prostituirse, y todo por ser inmigrantes ilegales en su propio país), sin contar con la implementación de garantías de salud y seguridad como la prevención y cuidados de las ITS, la lucha contra la prostitución infantil, el maltrato físico o la violación.
Cuando al final consigamos debatir en Cuba sobre jineteras y pingueros sin tapujos, no podemos olvidar que lo hacemos sobre ciudadanos a los que las instituciones y autoridades tienen la responsabilidad de proteger, restituir dignidad social y no de relegarlas al mundo de lo proscrito y lo prohibido, dejándoles podrir ahí como la oveja negra de la que no se habla por vergüenza.
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