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A unas pocas cuadras de mi casa se encuentra la bodega. Mi bodega, que comparto con unos cientos de vecinos desde que nací, me quita la preocupación mensual de andar La Habana detrás del arroz, los frijoles, el azúcar y misceláneas de la higiene.
Solo me toma unos minutos llenar mis javas y jabucos de los mandados que me tocan por la libreta de abastecimiento en lo que me pongo al día de los chismes del barrio y averiguo sobre el “advenimiento” del pollo por pescado en la carnicería.
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Aceite, vino seco, vinagre, yogurt de soya, pan, café (con 50% de chícharo), pasta de dientes Perla y jabón Nácar son algunos de los productos que, a una unidad por persona, ofrece la bodega. También, para los viciosos, se vende tabaco y cigarros Criollos.
Para el entendimiento de los lectores ajenos a la isla y a su cultura postrevolucionaria, la libreta de abastecimiento es el documento a través del cual los cubanos reciben un grupo de productos alimenticios subsidiados por el Estado desde 1963 a la fecha.
En teoría, todo es color de rosa. En teoría, establecimientos como la dichosa bodega forman parte de un mecanismo inherente a la sociedad socialista justa, en la cual los menos privilegiados económicamente tienen acceso a productos básicos de consumo diario.
Mi bodeguero se llama Pancho, aunque parezca el estereotipo del bodeguero cubano, es un personaje bastante peculiar. Pancho -asumo- nunca se lava las manos, unas uñas sucias despuntan de sus dedos largos y ancianos. Me percato de esto porque Pancho me despacha el pan sin guantes. Sumerge una de las manos con un cucharón dentro del tanque del arroz, mientras que con la otra apunta en mi libreta las libras que recibí.
“¿Vas a coger todo el azúcar?” me pregunta sin quitarse el cigarro de la boca, en cuanto le digo que sí, repite el mismo procedimiento y rápidamente me da unos centavos de vuelto. Lo mismo hace con el aceite, esta vez, el líquido se desborda del pomo sumándose a una mancha acumulada en el piso.
En mi bodega, como en una cueva, no hay iluminación salvo la que entra por las ventanas. Existen numerosos estantes que cubren las paredes hasta el techo, pero sólo un par o dos están llenos.
Rústicos adornos hechos con papel viejo y con latas de refresco vacías como flores metálicas “decoran” el recinto. A esto se suman murales improvisados con recortes del periódico Granma o de Juventud Rebelde que anuncian efemérides y “Reflexiones del compañero Fidel”. No pueden faltar los clásicos posters con propaganda del Partido y la Juventud Comunista, fotos del Che y de Raúl.
En similares o peores condiciones se encuentran la mayoría de las instalaciones de este tipo en Cuba. En las pescaderías, carnicerías y otros puntos de venta destinados al pueblo, se respira miseria y abandono total por parte del gobierno.
A pesar de que la nación caribeña se alza con altos índices de turismo, lo cual implica una buena actividad en los sectores de la gastronomía y servicios de atención al cliente, los estándares de calidad para la población decrecen año tras año.
Para el pueblo están diseñados y disponibles (cuando hay) los peores productos, las peores instalaciones y la peor atención. Damos la triste imagen de un país que no se quiere así mismo.
Del estado cubano actual no se puede esperar iniciativas que alberguen un interés verdaderamente humano, nada representa un altruismo desinteresado. Una vez pasa la fiebre de los buenos actos, estos se dejan a la deriva y la gente comienza a asimilar de forma conformista, la pobreza y el subdesarrollo.
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