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Hace unos días, el 5 de julio, comenzaron oficialmente las actividades de verano en Cuba.
Seguramente, algunos de los que vivimos fuera de Cuba aprovecharemos estas vacaciones para regresar a la isla y pasar con nuestros familiares algunos días en esos hoteles en CUC a los que antes no podíamos entrar. Varadero o quizás los cayos, nos esperan, para ese merecido descanso que también queremos darles a los nuestros, que día tras día luchan con una cotidianidad que se les hace cada vez más difícil.
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Pero no siempre fue así. Hubo una época en que nuestras vacaciones estaban limitadas al Campismo Popular, los terribles apagones, las discomóviles del malecón, los conciertos de los grupos de moda que tocaban en espacios abiertos o a la espera, en las largas colas de la 400, de un pasaje para cocinarnos en las playas de la Habana. Seguramente, tuvimos algún amigo que nos colaba en uno de los círculos sociales obreros del norte capitalino, donde entrábamos nadando desde los yaquis de la playita 16, o andábamos Rampa arriba, Rampa abajo en bici, tratando de mitigar el hambre y el calor con las racionadas ofertas de Coppelia, o las pizzetas y perros calientes de la cafetería que había en 23 y L.
En esos meses estivales, siempre nos esperaba un evento deportivo: Panamericanos, Mundial de atletismo, de fútbol o algún encuentro de béisbol o boxeo que los canales televisivos se encargaban de transmitir y retransmitir para los que preferían quedarse en casa. Esperábamos con mucha ilusión la programación de Verano, desde temprano, cargada de películas extranjeras, documentales y series que el tedioso curso escolar no nos había dado tiempo para ver.
Así, los más afortunados, que no llevaban asignaturas para repetir, se entregaban por completo durante dos meses al disfrute con los amigos y la familia. En plena calle, ya fuera para jugar pelota o para viajar a casa de esos parientes de otras provincias, disfrutar del cine, de la playa, o simplemente quedarse hablando hasta las cuatro de la mañana en los bajos del edificio o en el parque del barrio, mientras se jugaban una partida de dominó, amenizada con el ron barato de moda. Y fiestas, todo el tiempo muchas fiestas para pescar algún amor de verano.
A los que teníamos hermanos pequeños, seguro nos tocó más de un plan gigante de la calle o de teatro callejero bajo el sol castigador de agosto. O esos extenuantes y repetitivos viajes al acuario y al zoológico cargados de jabas con meriendas y agua por si la oferta gastronómica nos sorprendía o incluso, con esperanzas de regresar con la misma jaba llena de chocolates y golosinas.
Por eso, cuando ahora leemos la noticia de que el verano ha sido inaugurado en Cuba y echamos un vistazo a las llamadas opciones recreativas y culturales diseñadas para el disfrute de la familia cubana, sentimos una mezcla de nostalgia, alegría y pena. Los que regresamos por esa época somos conscientes del estado de deterioro en que se encuentran muchas de esas instalaciones donde pasábamos nuestros meses más esperados. Recordamos lo que es ir a la playa o a un ampismo en un camión o cogiendo botella. Sabemos lo que es mitigar el hambre y la sed en un quiosco en pesos cubanos en cualquier lugar de la isla. Pero por encima de todas las carencias y limitaciones tenemos muy claro el recuerdo de lo que es pasar un verano despreocupados del mundo, felices y sobre todo, acompañados de nuestra familia y amigos de toda la vida.
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