Definitivamente, Lionel Andrés Messi Cuccittini no necesitaba ganar una Copa para ser el mejor futbolista de la historia. Lo he venido advirtiendo (escribiendo) a lo largo de los últimos años, de manera que puedo afirmarlo sin el tufillo ventajista de muchos discursos que ahora veo en la gran prensa.
Como dije hace poco, ganar el Mundial no sería otra cosa que la guinda del pastel de su carrera, la última jornada de una vendimia fabulosa. Nada más. Lo que el crack de Rosario había conseguido antes ya lo tenía un peldaño arriba de la crème de la crème de su deporte.
Si algo he aprendido en esta vida es que la rigidez no lleva a puerto. Digamos, si yo fuera dueño de un periódico, para ser contratado no haría falta presentar certificados académicos, sino probar que se es capaz de escribir bien. Así lo veo. Total, Cristo nunca estudió medicina, pero sanaba a los enfermos.
El problema con Messi era ese: que le reclamaban el diploma para darle la plaza. Que el trofeo, por mala intención o ignorancia o capricho o las tres cosas, se había convertido en condición sine qua non para su visa al cielo.
Pregunto: ¿Sería absurdo que alguien postulara a Ted Williams o Barry Bonds para el puesto de mejor pelotero de la historia? Para nada. De hecho hay mucho sabio por ahí que los ve como tales y se apoya en razones convincentes. Sin embargo, ¡atención!, Williams y Bonds nunca ganaron una Serie Mundial.
El fútbol, bien se sabe, no sería una invención tan grandiosa como la rueda, el aire acondicionado y la cerveza si pudiera explicarse mediante silogismos básicos. El argumento que se usaba para vetar a Messi decía algo como:
El mejor tiene que ganar el Mundial;
Messi no lo ha ganado;
luego, Messi no es el mejor.
Descojonante. Comiquísimo. Partiendo de esa idea envenenada, Mario Gotze (que ganó con Alemania en 2014) es superior a Johan Cruyff y Alfredo Di Stéfano, y un portero mediano como Claudio Taffarel (campeón con Brasil en el '94) sería más grande que Lev Yashin. Jejeje. Qué bien.
Cada vez que escuché esa explicación sentí pena por quienes -por mala intención o ignorancia o capricho o las tres cosas- la esgrimían. “¿Es en serio?”, le pregunté una vez a cierto amigo. Él abrió cuanto pudo los ojos y escupió un “sí” rotundo, autoritario. Por no ofender, no le quise citar a Montaigne cuando escribió que “nadie está libre de decir estupideces: lo terrible es decirlas con énfasis”.
Con su triunfo de este domingo en Qatar, Messi hizo jirones la camisa de fuerza que no debió existir jamás. La Tierra no es plana, ni el fútbol tampoco: como en literatura, en este deporte también es preciso leer entre líneas. Porque sí, el fútbol luce simple, pero es bien complicado. Pasan cosas que escapan a la comprensión de los que se aferran a ver todo blanco o negro, olvidando la hermosura de la escala de grises.
Para muestra, un botón: el 22 de noviembre Arabia Saudita derrotó a Argentina, puso el mundo a sus pies y los dardos llovieron sobre Scaloni y compañía. Menos de un mes después, el 18 de diciembre, Argentina conquistaba su tercera estrella cuando ya hacía rato que los jugadores saudíes se habían acogido al “andá pachá” y decían “Salam Alaykum” por las calles de Riad.
No. A Messi no le era imprescindible la Copa para ser el GOAT, porque ganar una Copa depende de muchos poquitos que exceden a un solo hombre: por ejemplo, si el "Dibu" no detiene el disparo de Muani en el último suspiro de la prórroga, estaríamos hablando de otro resultado, pero el performance de Messi en el Mundial sería el mismo. Su permanencia de más de tres lustros en la cima del fútbol y una lluvia frenética de récords individuales y triunfos colectivos, se juntaban con el outfit perfecto para tiempos de gloria: esto es, nadie generaba más juego, nadie asistía más, nadie regateaba con más éxito, nadie acertaba más cobrando faltas... Y nadie que no fuera Cristiano Ronaldo podía emularlo en eso de mandar la pelota al fondo de las redes.
Llegado aquí, permítaseme asegurar que la grandeza de La Pulga no tuviera las mismas dimensiones sin la exigencia permanente que ha representado CR7... y viceversa. Entre ambos construyeron una rivalidad que, catapultada desde la plataforma mediática del más universal de los deportes, ha hecho parecer cosa de muchachos los míticos diferendos Yanquis-Boston, Kasparov-Karpov o Federer-Nadal. Y conste que no me refiero a la anodina rivalidad alimentada por los haters de uno y otro, sino a la que ellos mismos concibieron sobre el pasto en casi 10 inolvidables temporadas de liga española.
Vuelvo a Messi. A este genio de bajo perfil que, por mala intención o ignorancia o capricho o las tres cosas, obligaron por años y años a encarnar el relato del perdedor. Un extraño perdedor que cada semana concentraba la atención del universo, asombrándolo una y otra vez con su proclividad a la victoria.
El relato se lo inventaron en Madrid unos idiotas similares a aquellos que, simultánea e instintivamente, pretendieron minimizar a Cristiano Ronaldo en Barcelona. La diferencia es que una idiotez amplificada por la prensa de Madrid suena más fuerte, y por ende Lionel salió peor parado.
Sin tomar distancia crítica, mucha gente empezó a repetir una serie de conceptos cocinados en las calderas del odio por los chefs del periodismo tendencioso. Algunos “cristianistas”, en el colmo del diletantismo, acusaron a Messi de fracasar en los Mundiales, olvidando que tampoco su ídolo había podido alzar la Copa. Otros, los “maradonianos”, alegaron que no les importaba que el rosarino anduviera camino de los 800 goles, una cifra muy distante de los poco más de 300 de Diego. “Si no gana un Mundial nunca estará a la altura”, concluían.
Y Dios los complació. Primero puso a prueba la capacidad de sufrimiento de Messi y lo dejó a merced de las guerras de ego de la albiceleste, donde todos querían brillar por encima de los otros. Lo tuvo en agonía durante un laaaargo tiempo, y cuando vio que el tipo no reblaba, permitió que la justicia divina tomara los controles.
Así, Messi ganó con 34 años la Copa América que nunca pudo ganar Diego. Poco después, con 35, doblegó la resistencia del Mundial, imitó la proeza de su compatriota y se hizo del premio que Cristiano ya no podrá obtener. Y aquí, otra incidental: tampoco CR7 necesita del trofeo mundialista para dar fe de lo que vale. El solo hecho de haberle soportado la pulseada por más de una década al mejor futbolista de todas las épocas, lo convierte a mis ojos en el segundo jugador más grande de la historia.
Ya sé que me repito, pero cuando hablo de Messi me cuesta no escribir que la mayoría de los niños se deslumbran más con el arte del mago que con las virtudes atléticas del acróbata. Y como los niños tienen la más limpia de todas las miradas, ven mejor: entonces es de suponer que en el circo del fútbol también sobresalgan los que sacan conejos del sombrero.
De esa raza es Lionel. Un hacedor de goles, más que un delantero. Un fantaseador que no recurre al gesto técnico para llenar de aplausos las tribunas o ridiculizar al adversario, sino porque su misteriosa comprensión del juego dicta que es momento de apelar a ese recurso. Un hombre-perro (al decir de Hernán Casciari) obsesionado por correr tras la pelota y mantenerla en su poder para llevarla “hasta un tejido de red al final de una llanura verde”.
Como una vez declaró alguien, cada vez que Messi marcó un gol sus detractores le reclamaron dos; cuando anotó de falta se quejaron de la mala colocación de la barrera; y si Argentina perdía, por supuesto, las culpas eran suyas. Los cobardes, en supremo ejercicio de proyección freudiana, le llamaron “pecho frío”, y aun ahora habrá quienes sigan haciéndolo pese a su liderazgo indiscutible en Copa América y Mundial.
Pobres seres que nunca valoraron el privilegio de haber coincidido en el tiempo con este pigmeo inverosímil... Si les sirve de consuelo, les adelanto que Lionel está próximo al retiro. A lo sumo en tres años el genio colgará las botas y le dará descanso a esa pierna zurda, la octava maravilla del mundo con perdón del brazo derecho del legendario Nolan Ryan. Entonces lamentarán no haberlo disfrutado a plenitud, y tal vez hasta ensayen un tardío Mea Culpa.
Porque el fútbol sin Messi tendrá las mismas reglas, pero no será el mismo. Ya verán.
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