Influencers, ecos de ombligo

El "influencer" violenta la convivencia, atropellando la cultura para goce de sus seguidores.

Recreación del efecto Influencer © Doofinder
Recreación del efecto Influencer Foto © Doofinder

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Este artículo es de hace 4 años

“El término influencer -me comenta un amigo- recuerda a Influenza, a algo así como estado gripal grave, lamentable enfermedad de las que dejan cianótico; no sé, también sugiere nombre de antibiótico, como la penicilina…”. Lleva razón, algo escribí acerca de eso en Facebook: ‘Influencer’, en su definición de moda, no sólo es un término izquierdoso, además de desproporcionado provoca dentera.

Yo sólo busco y recibo influencias de los sabios. Y, no hay nada más distante de un sabio que un influencer.


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“Ídolos con pies de barro”, se le ocurrió a otra amiga. Por supuesto, también estoy de acuerdo. Idolatrados por la masa. Esa masa uniforme cerebralmente (palabra espantosa, todavía la oigo a mis espaldas); esa masa cada vez más ignorante que, rauda y veloz, marcha hacia el abismo, jubilosa y aplaudiendo.

Normal, pues existen hasta los influencers que se aplauden a sí mismos. Una chorrera de aplausos inunda de súbito el pequeño cubículo, auto-palmadas en el interior de un saloncito cerrado y apabullante; en el que aunque no penetran los ecos del palmoteo de sus adictos espectadores, el se los imagina seducido por su imagen en la pantallita y por el retumbante eco de su alarido. El influencer no habla, grita, aúlla.

Algunos influencers poseen personal asistente, segundones, los que son tratados a la pinga e’ palo. Lo que como es de suponer produce un éxtasis insuperable en la masa y erecciones zarazas al influencer de turno o vaginas enchumbadas, si se trata de una hembra. Como supondrán, todo forma parte del agotador espectáculo.

El éxito de los influencers depende del desenvolvimiento neuronal de su pensamiento. Oh, perdón, acabo de pronunciar una mala palabra: ¡pensamiento! O sea, que “perdóname que te disculpe”, más bien en el discursar de su no pensamiento.

Mientras menos piense un influencer más triunfos acumulará. Porque, como me explicó alguien una vez en tono de crítica: “Es que tú haces pensar a la gente, y la gente no está para eso, para meter mente en nada. Afloja con esa pensadera tuya que no está en ná…”. De esta reflexión tan genuina hace ya algunos años. La progresiva degeneración ha alcanzado niveles inconcebibles.

El o la influencer no sólo se permiten tratar mal a su público, además es una regla obligatoria hacerlo: Insultar, vejar, humillar y difamar, constituyen las cuatro reglas principales de lo que pudiera titularse, haciéndole un flaco favor a Albert Camus, el Manifiesto Influencer.

Recuerden que, para Camus, los cuatro mandamientos del deber periodístico que no deben desobedecerse jamás, plasmados en aquel célebre y censurado Manifiesto del Periodismo son: Lucidez, rechazo, ironía y obstinación.

El influencer desconoce el significado de esas cuatro palabras. No sólo jamás las habrá leído, no le interesa perturbar su endeble hipotálamo con el sonido y significado de ellas.

El o la influencer plagia, aunque plagia mal, porque en la mayoría de las ocasiones plagia ignorando el sentido de lo que plagia.

El gusto camp o kitsch es considerado un embrollo intelectual sumamente elevado e impenetrable para estos anti-seres. Lo suyo es verdaderamente de muy bajo nivel. La bajeza es su estilo más emblemático. Mientras más bajo más seguidores. Porque lo que importa es eso, la masa acéfala de seguidores virtuales, agazapados detrás del anonimato de un nombrete o un seudónimo, escudados mediante la pantalla del artefacto.

Porque también de lo que se trata es del artefacto. Más bien del facto, porque la palabra arte les queda demasiado holgada inclusive para definir un aparatejo.

Lo peor sucede cuando el influencer moraliza, olvidando su propio pasado, u obviando que su currículum se desdibuja entre cuatro fotos medio borrosas tomadas en la penumbra del fanguizal adornado con tinajones del que proviene. Peor todavía cuando arenga en contra de supuestos culpables sin tomar en cuenta que él o ella actúan amarrados a la pata de la mesa del delincuente más buscado de la comarca.

Puede ocurrir que el influencer mencione en una ocasión e inevitablemente por equivocación un libro, de inmediato pasará al reguetón de moda, puesto que se ha tratado con toda evidencia de un error. Los libros no son su fuerte, pour rien au monde. Por nada del mundo, digo, mundillo.

Lo suyo es la gangarria y el manoteo, un burujón de publicidad para que las pobres placentas que lo siguen (reitero, se titulan seguidores) puedan hacer un viaje de regreso al infierno tras haberse picoteado el rostro o la barriga con bisturíes de neón, cauchotearse las tetas o el nalgamen, pegarse pestañas postizas cual escobillones, y chapistearse el careto con botox.

Nada, que el influencer es el mojón que más brilla en medio de la diarrea y de la vomitera de esta entusiasta época viral de bling-bling, en la que el principal fondo de comercio son el chisme y la mentira. O lo que equivaldría a #dóndeestáelbarco.

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Zoé Valdés

Escritora y Artista. La Habana, 2 de mayo de 1959


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